La Gorda y yo estábamos totalmente de acuerdo en que al mismo tiempo en que Zuleica nos había enseñado la complejidad del ensueño, nosotros habíamos aceptado tres hechos innegables: que la regla es un mapa, que oculta en nosotros yace otra conciencia y que es posible penetrar en esa conciencia. Don Juan había logrado lo que la regla prescribía.
La regla determinaba que el siguiente paso de don Juan consistía en presentarme a Florinda, la única de su grupo que yo no había conocido. Don Juan me dijo que debía ir a casa de Florinda yo solo, porque lo que aconteciera entre Florinda y yo no tenía nada que ver con otros. Me dijo que Florinda sería mi guía personal, exactamente como si yo fuera un nagual como él. Él había tenido ese tipo de relación con la guerrera del grupo de su benefactor comparable a Florinda.
Don Juan me dejó un día a la puerta de la casa de Nélida. Me dijo que entrara, que Florinda me esperaba en el interior.
—Es un honor conocerla —le dije a la mujer que me esperaba en el corredor.
—Yo soy Florinda —dijo.
Nos miramos en silencio. Quedé estupefacto. Mi estado de conciencia era más agudo que nunca. Y jamás he vuelto a experimentar una sensación comparable.
—Qué nombre tan bello —pude decir, pero quería decir mucho más que eso.
El nombre no me era raro, simplemente no había conocido a nadie, hasta ese día, que fuera la esencia de ese nombre.
A la mujer que se hallaba frente a mí le quedaba como si lo hubieran hecho para ella, o quizás era como si ella hubiese he cho que su persona encajara en el nombre.
Físicamente era idéntica a Nélida, a excepción de que Florinda parecía tener más confianza en sí misma, y más autoridad. Era bien alta y esbelta. Tenía la piel clara de la gente del Mediterráneo; de ascendencia española, o quizá francesa. Era ya de edad, y sin embargo no era débil ni avejentada. Su cuerpo era ágil, flexible y delgado.
Piernas largas, rasgos angulares, boca pequeña, una nariz bellamente esculpida, ojos oscuros, cabello trenzado y completamente blanco. Ni papa da ni piel colgante en el rostro y cuello. Era vieja como si la hubieran arreglado para parecer vieja.
Al recordar, retrospectivamente, mi primer encuentro con ella, me viene a la mente algo completamente sin relación pero a propósito. Una vez vi en una revista una fotografía tomada veinte años atrás de una actriz de Hollywood entonces joven, que había tenido que caracterizarse para representar el papel de una mujer que envejecía. Junto a la fotografía, la revista había publicado una foto de la misma actriz tal como se veía después de veinte verdaderos años de vida ardua. Florinda, en mi juicio subjetivo, era como la primera imagen de la actriz de cine, una muchacha maquillada para verse vieja.
—¿Qué es lo que tenemos aquí? —me dijo, pellizcándome—. No pareces gran cosa. Flojo. Lleno de pecadillos chiquitos y unos cuantos grandes, ¿eh?
Su franqueza me recordó la de don Juan, al igual que la fuerza interna de su mirada. Se me había ocurrido, revisando mi vida con don Juan, que sus ojos siempre estaban en reposo. Era imposible ver agitación en ellos. No era que los ojos de don Juan fueran bellos. He visto ojos deslumbrantes, pero nunca he descubierto que digan algo. Los ojos de Florinda, como los de don Juan, me daban la sensación de que habían visto todo lo que se puede ver; eran serenos, pero no dulces. La excitación en esos ojos se había hundido hacia dentro y se había convertido en algo que sólo puedo describir como vida interna.
Florinda me llevó a través de la sala hasta un patio techado. Nos sentamos en unos cómodos sillones. Sus ojos parecían buscar algo en mi cara.
—¿Sabes quién soy yo y lo que se supone que debo hacer contigo? —preguntó.
Le dije que todo lo que sabía acerca de ella, y su relación conmigo, era lo que don Juan había bosquejado. En el curso de mi explicación la llamé doña Florinda.
—No me llames doña Florinda —me pidió con un gesto infantil de irritación y embarazo—. Todavía no estoy tan vieja, y ni siquiera tan respetable.
Le pregunté cómo quería que la tratase.
—Tan sólo Florinda —dijo—. En cuanto a quién soy, te puedo decir inmediatamente que soy una guerrera que conoce los secretos del acechar. Y en cuanto a lo que se supone que debo de hacer contigo, te puedo decir que voy a enseñarte los primeros siete principios del acecho, los tres primeros principios de la regla para los acechadores, y las tres primeras maniobras del acecho.
Agregó que para cada guerrero lo normal era olvidar lo que acontece cuando las acciones ocurren en el lado izquierdo, y que me llevaría años llegar a comprender lo que iba a enseñar me. Dijo que su instrucción era apenas el principio, y que algún día terminaría sus enseñanzas pero bajo condiciones diferentes.
Le pregunté si le molestaba que le hiciera preguntas.
—Pregunta lo que quieras —dijo—. Todo lo que necesito de ti es que te comprometas a practicar. Después de todo, de una manera u otra ya sabes muy bien lo que vamos a tratar. Tus defectos consisten en que no tienes confianza en ti mismo y en que estás dispuesto a reclamar tu conocimiento como poder. El nagual, siendo hombre, te hipnotizó. No puedes actuar por tu propia cuenta. Sólo una mujer te puede liberar de eso.
‘Empezaré contándote la historia de mi vida, y, al hacerlo, las cosas se te van a aclarar. Tengo que contártela en pedacitos, así es que tendrás que venir seguido aquí.’
Su aparente disposición a hablar de su vida me sorprendió porque era lo contrario a la reticencia que los demás mostraban por revelar cualquier cosa personal. Después de años de estar con ellos, yo había aceptado sus maneras de ser tan indisputablemente que ese intento voluntario de revelarme su vida personal me fue inquietante.
La aseveración me puso inmediatamente en guardia.
—Perdón —dije—, ¿dijo usted que piensa revelarme su vida personal?
—¿Porqué no? —preguntó.
Le respondí con una larga explicación de lo que don Juan me había dicho acerca de la abrumadora fuerza de la historia personal, y de la necesidad que tienen los guerreros de borrarla. Concluí todo diciéndole que don Juan me había prohibido terminantemente hablar de mi vida.
Se rió con una voz muy aguda. Parecía estar encantada.
—Eso sólo se aplica a los hombres —dijo—. Por ejemplo, el no-hacer de tu vida personal consiste en contar cuentos interminables pero ninguno de ellos sobre tu verdadera identidad. Como ves, ser hombre significa que tienes una sólida historia tras de ti. Tienes familia, amigos, conocidos, y cada uno de ellos tiene una idea definida de ti. Ser hombre significa que eres responsable. No puedes desaparecer tan fácilmente. Para poder borrar tu historia necesitas mucho trabajo.
—Mi caso es distinto. Ser mujer me da una espléndida ven taja. No tengo que rendir cuentas. ¿Sabías tú que las mujeres no tienen que dar cuentas?
—No sé qué quiera decir con rendir cuentas —dije.
—Quiero decir que una mujer puede desaparecer fácilmente —respondió—. Una mujer puede, si no hay más, casarse. La mujer pertenece al marido. En una familia con muchos hijos, las hijas se descartan con facilidad.
Nadie cuenta con ellas y hasta es posible que ellas un día desaparezcan sin dejar rastro. Su desaparición se acepta con facilidad.
—Un hijo, por otra parte, es algo en lo que uno invierte. A un hijo no le es tan fácil escabullirse y desaparecer. Y aun si lo hace, deja huellas tras de sí. Un hijo se siente culpable por desaparecer. Una hija, no.
—Cuando el nagual te entrenó a no decir una palabra acerca de tu vida personal, lo que él trataba era ayudarte a vencer esa idea que tienes de que le hiciste mal a tu familia y a tus amigos, que contaban contigo de una forma u otra.
—Después de luchar toda una vida, el guerrero termina, por supuesto, borrándose, pero esa lucha deja mellas en el hombre. Se vuelve reservado, siempre en guardia contra sí mismo. Una mujer no tiene que lidiar con esas privaciones. La mujer ya está preparada a esfumarse en pleno aire. Y por cierto, eso es lo que se espera que haga tarde o temprano.
—Siendo mujer, los secretos no me importan un pepino. No me siento obligada a guardarlos. La obsesión por los secretos es la manera como pagan ustedes los hombres por ser importantes en la sociedad. La contienda es sólo para los hombres, porque los agravia el tener que borrarse y encuentran maneras curiosas de reaparecer, como sea, de vez en cuando. Mira lo que te pasa a ti, por ejemplo; ahí andas dando clases y hablando con todo el mundo.
Florinda me ponía nervioso de una manera muy peculiar. Me sentía extrañamente inquieto en su presencia. Yo admitía sin vacilación que don Juan y Silvio Manuel también me hacían sentir nervioso y aprensivo, pero de una manera muy distinta. En realidad les tenía miedo, especialmente a Silvio Manuel. Me aterrorizaba y, sin embargo, había aprendido a vivir con mi terror. Florinda no me asustaba. Mi nerviosidad era más bien una especie de fastidio; me sentía incómodo con su franqueza y donaire.
Ella no fijaba su mirada en mí de la manera cómo don Juan y Silvio Manuel lo hacían. Ellos siempre me escudriñaban fija mente hasta que yo movía la cara en un gesto de sumisión. Florinda sólo me miraba por un instante. Sus ojos iban continuamente de una cosa a la otra. Parecía examinar no sólo mis ojos, sino cada centímetro de mi cara y de mi cuerpo. Conforme hablaba, sus ojos se movían, con mira das rápidas, de mi rostro a mis manos, o a sus pies, o al techo.
—No te sientes muy bien conmigo, ¿verdad? —me preguntó.
Su pregunta definitivamente me tomó por sorpresa. Reí. Su tono no era belicoso en lo más mínimo.
—Sí —dije.
—Ah, es perfectamente comprensible —prosiguió—. Estás acostumbrado a ser hombre. Para ti la mujer se hizo sólo para tu uso. Tú crees que la mujer es estúpida por naturaleza. Y el hecho de que eres hombre y nagual te hace las cosas todavía más difíciles.
Me sentí obligado a defenderme. Pensé que era una dama obstinada y quería decírselo en la cara. Empecé muy bien, pe ro me desinflé casi al instante al oír su risa. Era una risa gozosa y juvenil. Don Juan y don Genaro solían reírse de mí a menudo de esa manera. Pero la risa de Florinda tenía una vibración distinta. No había ninguna premura, ninguna presión en ella.
—Mejor vámonos adentro —dijo—. No debe haber nada que te distraiga. El nagual Juan Matus ya te ha distraído lo suficiente, te ha mostrado el mundo; eso era importante para lo que te tenía que decir. Yo tengo otras cosas que decirte, que requieren otro ambiente.
Nos sentamos en un sofá con asientos de cuero, en una habitación con puerta al patio. Me sentí muy a gusto allí. Ella de inmediato comenzó con la historia de su vida.
Me dijo que había nacido en la República Mexicana, en una ciudad bastante grande. Su familia era acomodada.
Como era hija única, sus padres la consintieron desde el momento en que nació. Sin ningún rasgo de falsa modestia, Florinda admitió que siempre supo que era hermosa. Dijo que la belleza es un demonio que se engendra y prolifera cuando se le ad mira. Me aseguró que podía decir sin la menor duda que ese demonio es el más difícil de vencer, y que si yo examinaba a la gente hermosa encontraría a los seres más infelices que se puedan imaginar.
No quería discutir con ella, pero tenía un deseo sumamente intenso de decirle que era bastante dogmática.
Debió darse cuenta de mis sentimientos. Me guiñó un ojo.
—Son seres desdichados, créemelo —continuó—. Aguijonéalos. Dales a saber que no estás de acuerdo con su idea de que son hermosos y por eso importantes. Vas a ver lo que pasa.
Florinda continuó con su historia. Dijo que no era posible culpar totalmente a sus padres o culparse ella misma por su presunción. Todos los que la rodeaban desde su infancia habían conspirado para hacerla sentir importante y única.
—Cuando tenía quince años —prosiguió—, yo estaba segura de ser lo más exquisito que pisó la tierra. Todo el mundo me lo decía, especialmente los hombres.
Confesó que durante los años de su adolescencia disfrutó del cortejo y la adulación de numerosos admiradores.
A los dieciocho, juiciosamente decidió casarse con el mejor candi dato entre no menos de once serios pretendientes. Se casó con Celestino, un hombre de recursos, quince años mayor que ella.
Florinda describía su vida de casada como el paraíso terrenal. A su enorme círculo de amigos añadió los de Celestino. El efecto total era una vacación perenne.
Su éxtasis, sin embargo, sólo duró seis meses, que pasaron casi sin advertirse. Todo llegó a un final de lo más abrupto y brutal cuando contrajo una enfermedad misteriosa y paralizante. El pie, tobillo y pantorrilla de su pierna izquierda empezaron a hincharse. Su hermosísima figura se arruinó. La hinchazón fue tan intensa que no pudo caminar más. Los tejidos cutáneos empezaron a ampollarse y a supurar. Toda la parte inferior de su pierna izquierda, de la rodilla hacia abajo, se llenó de costras y de una secreción pestilente. La piel se endureció. Y la enfermedad fue diagnosticada como elefantiasis. Los intentos que hicieron los médicos por curarla fueron torpes y dolorosos, y la conclusión final fue que sólo en Europa había centros médicos lo suficientemente avanzados para emprender una cura.
En cuestión de tres meses el paraíso de Florinda se había convertido en un infierno en la tierra. Desesperada y en verdadera agonía quería morir antes que seguir así. Su sufrimiento era tan práctico que un día una criada, que ya no pudo soportar más verla así, le confesó que la antigua amante de Celestino la había sobornado para que echara cierta mezcla en su comida: un veneno manufacturado por brujos. La criada, como acto de contrición, prometió llevarla con una curandera, una mujer que se decía era la única que podía contrarrestar ese veneno.
Florinda rió al recordar su dilema. Era una devota católica. No creía en brujerías ni en curanderos indios. Pero sus dolo res eran tan intensos, y su condición tan seria, que estaba dispuesta a probar cualquier cosa. Celestino se opuso decidida mente. Quería enviar a la criada a la cárcel. Florinda intercedió, no tanto por compasión sino por temor a que no pudiera encontrar a la curandera ella sola.
Florinda se puso en pie repentinamente. Me dijo que tenía que irme. Me tomó del brazo y me condujo a la puerta como si yo fuera su más antiguo y querido amigo. Me explicó que me hallaba agotado, ya que estar en la conciencia del lado izquierdo es una condición frágil y especial que debe de usar se parsimoniosamente; y, por cierto, no es un estado de poder. La prueba residía en que yo casi había muerto cuando Silvio Manuel trató de agrupar mi segunda atención forzándome a entrar en ella. Florinda me dijo que no hay manera en que uno pueda ordenar a alguien, o a uno mismo, a hacer lo que los guerreros llaman «replegar» el conocimiento. Eso más bien es un asunto lento; el cuerpo, en el momento adecuado y bajo las apropiadas circunstancias de impecabilidad, agrupa su cono cimiento sin la intervención de la volición.
Nos quedamos en la puerta principal durante un rato, intercambiando comentarios agradables y trivialidades.
Repentinamente dijo que el nagual Juan Matus me había llevado con ella ese día porque él sabía que estaba a punto de concluir su estadía en la tierra. Las dos formas de instrucción que yo había recibido, de acuerdo con el plan de Silvio Manuel, ya se habían llevado a cabo. Todo lo que quedaba pendiente era lo que ella me tenía que decir. Subrayo que la suya no era una instrucción propiamente hablando, sino más bien el acto de establecer un vínculo con ella.
***
La próxima vez que don Juan me llevó donde Florinda, un momento antes de dejarme en la puerta me repitió que ella ya me había dicho que se estaba aproximando el momento en que él y su grupo iban a entrar en la tercera atención. Antes de que pudiera hacerle preguntas, me empujó al interior de la casa. Su empellón no sólo me envió adentro de la casa, sino también adentro del estado de conciencia más agudo. Vi la pared de niebla.
Florinda se hallaba en el vestíbulo. Me tomó del brazo y calladamente me llevó a la sala. Tomamos asiento.
Quise iniciar una conversación pero no pude hablar. Ella me explicó que un empellón dado por un guerrero impecable, como el nagual Juan Matus, puede causar el desplazamiento de una a otra área de la conciencia. Dijo que siempre mi error había consistido en creer que los procedimientos son importantes. El procedimiento de empujar a un guerrero a otro estado de conciencia es utilizable si ambos participantes, en especial el que empuja, son impecables y se hallan imbuidos de poder personal.
El hecho de estar viendo la pared de niebla me hacía sentir terriblemente nervioso. Mi cuerpo temblaba incontrolable mente. Florinda dijo que yo temblaba porque había aprendido a saborear el movimiento, la actividad cuando me hallaba en ese estado de conciencia, y que yo también podía aprender a saborear las palabras, lo que alguien me estuviera diciendo.
Me dio luego la razón por la cual era conveniente ser colocado en la conciencia del lado izquierdo. Dijo que al forzarme a entrar en un estado de conciencia acrecentada y al permitirme tratar con sus guerreros sólo cuando me hallaba en ese estado, el nagual Juan Matus se estaba asegurando de que yo tendría un punto de apoyo. Su estrategia consistía en cultivar una pequeña parte del otro yo llenándolo premeditadamente de recuerdos personales. Esos recuerdos se olvidan sólo para que algún día resurjan y sirvan como cuartel de avanzada des de el cual partir hacia la inconmensurable vastedad del otro yo.
Como yo estaba tan nervioso, Florinda propuso calmarme prosiguiendo con la historia de su vida, que, me clarificó, no se trataba de la historia de su vida como mujer, sino que era la historia de cómo una mujer deplorable se había convertido en guerrera.
Me dijo que una vez que se resolvió a ver a la curandera, ya no hubo cómo detenerla. Inició el viaje, llevada en una camilla por la criada y cuatro hombres; fue un viaje de dos días que cambió el curso de su vida. No había caminos. El terreno era montañoso y a veces los hombres tuvieron que cargarla en sus espaldas.
Llegaron al anochecer a casa de la curandera. El sitio se hallaba bien iluminado y había mucha gente allí.
Florinda me dijo que un señor anciano muy simpático le informó que la curandera había salido todo el día a tratar a un paciente. El hombre parecía estar muy bien informado de las actividades de la curandera y Florinda encontró que le era muy fácil hablar con él. Era muy solícito y le confió que él también estaba enfermo. Describió su enfermedad como una condición in curable que lo hacía olvidarse del mundo. Conversaron amigablemente hasta que se hizo tarde. El señor era tan caballeroso que incluso le cedió su cama para que ella pudiera des cansar y esperar hasta el día siguiente, cuando regresaría la curandera.
En la mañana; Florinda dijo que de repente la despertó un dolor agudo en la pierna. Una mujer le movía la pierna, presionándola con un trozo de madera lustrosa.
—La curandera era una mujer bonita —prosiguió Florinda—. Miró mi pierna y meneó la cabeza. «Ya se quién te hizo esto», me dijo. «O le han debido de pagar muy bien, o te miró y se dio cuenta de que eres una pinche pendeja que vale madre. ¿Cómo crees que fue?».
Florinda rió. Me dijo que lo único que se le ocurrió fue que la curandera o estaba loca o era una mujer grosera.
No podía concebir que alguien en el mundo pudiese creer que ella era un ser que no valía nada. Incluso, a pesar de que se hallaba en medio de dolores agudísimos, le hizo saber a la mujer, sin escatimar palabras, que ella era una persona rica y honorable, y que nadie la podía tomar por tonta.
Florinda dijo que la curandera cambió de actitud al instante. Pareció haberse asustado. Respetuosamente se dirigió a ella diciéndole «señorita», se levantó de la silla donde estaba sentada y ordenó que todos salieran del cuarto. Cuando estuvieron solas, la curandera se abalanzó sobre Florinda, se sentó en el lecho y le empujó la cabeza hacia atrás sobre el borde de la cama. Florinda resistió con toda su fuerza. Creyó que la iba a matar.
Quiso gritar, poner en guardia a sus sirvientes, pero la curandera rápidamente le cubrió la cabeza con una cobija y le tapó la nariz. Florinda se ahogaba y tuvo que res pirar con la boca abierta. Mientras más le presionaba el pecho la curandera y mientras más le apretaba la nariz, Florinda abría más y más la boca. Cuando advirtió lo que la curandera realmente estaba haciendo, ya había bebido todo el asqueroso líquido que contenía una gran botella que la curandera le había colocado en la boca. Florinda comentó que la curandera la había manejado tan bien, que ella ni siquiera se atragantó a pesar de que su cabeza colgaba a un lado de la cama.
—Bebí tanto líquido que estuve a punto de vomitar —continuó Florinda—. La curandera me hizo sentar y me miró fijamente a los ojos, sin parpadear. Yo quería meterme el dedo en la garganta y vomitar. Me dio sendas bofetadas hasta que me sangraron los labios. ¡Una india dándome de bofetadas! ¡Sacándome sangre de los labios! Ni siquiera mi padre o mi madre me habían puesto las manos encima. Mi sorpresa fue tan enorme que me olvidé de la náusea.
—Llamó a mi gente y les dijo que me llevaran a casa. Después se inclinó sobre mí y me puso la boca en el oído para que nadie más pudiese oírla. «Sino regresas en nueve días, pendeja», me susurró, «te vas a hinchar como sapo y que Dios te proteja de lo que te espera».
Florinda me contó que el líquido le había irritado la garganta y las cuerdas vocales. No podía emitir una sola palabra. Esta era, sin embargo, la menor de sus preocupaciones. Cuando llegó a su casa, Celestino la esperaba, frenético, vociferando lleno de rabia. Como no podía hablar, Florinda tuvo la posibilidad de observarlo. Advirtió que su ira no se debía a una preocupación por el estado de salud de ella, era más bien un desasosiego debido al temor de que sus amigos se burlaran de él. Siendo hombre pudiente y de posición social, no podía tolerar que lo consideraran como alguien que recurre a curanderas indias. A gritos, Celestino le dijo que se quejaría al comandante del ejército y que haría que los soldados capturasen a la curandera y la trajeran al pueblo para azotarla y meterla en la cárcel. Estas no fueron amenazas vanas; de hecho, Celestino obligó al comandante para que enviase una patrulla a capturar a la curandera. Los soldados regresaron unos días después con la noticia de que la mujer había huido.
La criada tranquilizó a Florinda asegurándole que la curandera la estaría esperando si ella se aventuraba a regresar. Aunque la inflamación de la garganta persistió al punto de que no podía ingerir comida sólida y apenas podía tomar líquidos, Florinda no veía la hora de volver a la curandera. La medicina había mitigado el dolor de su pierna.
Cuando hizo conocer sus intenciones a Celestino, éste se puso tan furioso que contrató a ciertas personas para que lo ayudasen a poner fin por sí mismo a toda esa insensatez. Él y tres de sus hombres de confianza salieron a caballo antes que ella.
Cuando Florinda llegó a casa de la curandera, esperaba encontrarla quizá muerta, pero en vez de eso encontró a Celestino sentado, solo. Había enviado a sus hombres a tres distintos lugares del rumbo con órdenes de traer a la curandera, por medio de la fuerza si eso era necesario. Florinda reconoció al anciano que había conocido la vez anterior, lo vio cómo trataba de calmar a Celestino, asegurándole que quizás alguno de los hombres regresaría pronto con la mujer.
Tan pronto como Florinda fue colocada en una cama en la entrada de la casa, la curandera salió de un cuarto.
Empezó a insultar a Celestino, gritándole obscenidades hasta que él se indignó tanto que se lanzó a golpearla. El anciano lo contuvo y le suplicó que no le pegara. Se lo imploró de rodillas, haciéndole ver que la curandera era ya una mujer de edad. Celestino no se conmovió. Dijo que aunque fuera vieja, él la iba a azotar con las riendas de su caballo. Avanzó para agarrarlo, pero se detuvo en seco. Seis hombres de apariencia temible salieron de tras las matas blandiendo machetes. Florinda me dijo que el terror paralizó a Celestino en el lugar donde se hallaba. Se quedó mortalmente pálido. La curandera fue a él y le dijo que o dócilmente se dejaba que ella le diera de azotes en el trasero, o sus ayudantes lo harían pedazos. En un momento, la curandera lo redujo a nada. Se rió de él en su cara. Sabía que lo tenía dominado y lo dejó hundirse. Él mismo se metió en la trampa —prosiguió Florinda—, como buen tonto imprudente que era, embriagado con sus ideas bonachonas de ser hombre pudiente y de posición social. Con todo lo orgulloso que era, Celestino se encorvó dócilmente para que lo azotaran.
Florinda me miró y sonrió. Guardó silencio durante unos momentos.
—El primer principio del arte de acechar es que los guerreros eligen su campo de batalla —me dijo—. Un guerrero sólo entra en batalla cuando sabe todo lo que puede acerca del campo de lucha. En la batalla con Celestino, la curandera me enseñó el primer principio de acechar.
«Después, ella se acercó a donde me habían acostado. Yo lloraba porque era lo único que podía hacer. Ella parecía preocupada. Me arropó los hombros con mi cobija y sonrió y me guiñó un ojo».
«Aún sigue el trato, vieja pendeja», dijo. «Regresa tan pronto como puedas si es que quieres seguir viviendo. Pero no traigas a tu patrón contigo, vieja reputa. Trae nada más a los que sean absolutamente necesarios».
Florinda fijó sus ojos en mí durante un momento. De su silencio concluí que esperaba comentarios.
—Eliminar todo lo innecesario es el segundo principio del arte de acechar —dijo, sin darme tiempo de decir nada.
Estaba yo tan absorto en su narración que no me había dado cuenta de que la pared de niebla había desaparecido, simplemente advertí que ya no estaba allí. Florinda se levantó de su silla y me llevó a la puerta. Allí nos quedamos un rato, como habíamos hecho al final de nuestro primer encuentro.
Florinda dijo que la ira de Celestino también había permitido a la curandera demostrarle —no a su razón, sino a su cuerpo— los primeros tres preceptos de la regla para acechadores. Aunque su mente estaba concentrada exclusivamente en ella misma, ya que nada existía para ella aparte de su dolor físico y de la angustia de perder la belleza, su cuerpo sí pudo reconocer todo lo que aconteció; y todo lo que necesitó más tarde fue una leve reminiscencia a fin de colocar cada cosa en su lugar.
—Los guerreros no tienen al mundo para que los proteja, como lo tienen otras personas, así es que tienen que tener la regla —prosiguió—. Sin embargo, la regla de los acechadores se aplica a cualquiera.
—La arrogancia de Celestino fue su ruina y el principio de mi instrucción y liberación. Su importancia personal, que también era la mía, nos forzó a los dos a creer que prácticamente estábamos por encima de todos. La curandera nos bajó a lo que en realidad somos: nada.
—El primer precepto de la regla es que todo lo que nos rodea es un misterio insondable.
—El segundo precepto de la regla es que debemos de tratar de descifrar esos misterios, pero sin tener la menor esperanza de lograrlo.
—El tercero es que un guerrero, consciente del insondable misterio que lo rodea y consciente de su deber de tratar de descifrarlo, toma su legítimo lugar entre los misterios y él mismo se considera uno de ellos. Por consiguiente, para un guerrero el misterio de ser no tiene fin, aunque ser signifique ser una piedra o una hormiga o uno mismo. Esa es la humildad del guerrero. Uno es igual a todo.
Tuvo lugar un silencio largo y forzado. Florinda sonrió, jugando con la punta de su larga trenza. Me dijo luego que ya habíamos hablado lo suficiente.
***
La tercera vez que fui a ver a Florinda, don Juan no me dejó en la puerta, sino que entró conmigo. Todos los miembros de su grupo estaban congregados en la casa, y me saludaron como si fuese el hijo pródigo que retorna al hogar después de un largo viaje. Fue un evento exquisito, que integró a Florinda con el resto de ellos en mis sentimientos, puesto que era la primera vez que ella se les unía cuando yo estaba presente.
***
La siguiente vez que fui a casa de Florinda, don Juan me empujo inesperadamente como lo había hecho antes.
Mi sorpresa fue inmensa. Florinda me esperaba en el vestíbulo. Instantáneamente yo había entrado en el estado en el que es visible la pared de niebla.
—Te he contado cómo me enseñaron a mí los principios del arte de acechar —dijo, tan pronto como tomamos asiento en el sofá de su sala—. Ahora, tú tienes que hacer lo mismo. ¿Cómo te los enseñó a ti el nagual Juan Matus?
Le dije que no podía recordar al instante. Tenía que pensar, y no podía pensar. Mi cuerpo estaba asustado.
—No compliques las cosas —me dijo con tono autoritario—. El tiro es la simpleza. Aplica toda la concentración que tienes para decidir si entras o no en la batalla, porque cada batalla es de vida o muerte. Este es el tercer principio del arte de acechar. Un guerrero debe de estar dispuesto y listo para entrar en su última batalla, al momento y en cualquier lugar. Pero no así nomás a la loca.
Yo no podía organizar mis pensamientos. Estiré las piernas y me tendí en el sofá. Inhalé profundamente varias veces para calmar la agitación de mi estómago, que parecía estar hecho nudos.
—Bien —dijo Florinda—, veo que estás aplicando el cuarto principio del arte de acechar. Descansa, olvídate de ti mismo, no tengas miedo a nada. Sólo entonces los poderes que nos guían nos abren el camino y nos auxilian.
Sólo entonces.
Luché por recordar cómo don Juan me había enseñado los principios del arte de acechar. Por aluna razón inexplicable mi mente se rehusaba a concentrarse en experiencias pasadas. Don Juan sólo era un vago recuerdo.
Me puse en pie y empecé a examinar el salón.
El cuarto en que nos hallábamos había sido arreglado exquisitamente. El piso estaba hecho con grandes baldosas de color de ante; el que lo hizo debió ser un excelente artesano. Estaba a punto de examinar los muebles. Avancé hacia una bella mesa marrón oscuro. Florinda saltó a mi lado y me sacudió vigorosamente.
—Has aplicado correctamente el quinto principio del arte de acechar —dijo—. No te dejes llevar por la corriente.
—¿Cuál es el quinto principio?
—Cuando se enfrentan a una fuerza superior con la que no pueden lidiar, los guerreros se retiran por un momento —dijo—. Dejan que sus pensamientos corran libremente. Se ocupan de otras cosas. Cualquier cosa puede servir.
—Eso es lo que acabas de hacer. Pero ahora que lo has logrado, debes aplicar el sexto principio: los guerreros comprimen el tiempo, todo cuenta, aunque sea un segundo. En una batalla por tu vida, un segundo es una eternidad, una eternidad que puede decidir la victoria. Los guerreros tratan de triunfar, por tanto comprimen el tiempo. Los guerreros no desperdician ni un instante.
De repente, una enormidad de recuerdos erupcionó en mi mente. Agitadamente le dije a Florinda que ya podía recordar la primera vez que don Juan me puso en contacto con esos principios. Florinda se puso los dedos en los labios con un gesto que exigía mi silencio. Dijo que sólo había estado interesada en ponerme cara a cara con los principios, pero que no quería que le relatase esas experiencias.
Florinda continuó su historia. Me dijo que mientras la curandera la exhortaba a que regresara sin Celestino, también la hizo beber una pócima que le alivió el dolor casi instantánea mente, y le susurró al oído que ella, Florinda, por su propia cuenta, tenía que tomar una decisión importantísima. Debía, por tanto, tranquilizarse ocupando su mente en otras cosas, pero que no desperdiciara ni un momento, una vez que hubiera llegado a una decisión.
En casa, Florinda, con una convicción inquebrantable, expuso su deseo de regresar. Celestino no vio cómo oponerse.
—Casi inmediatamente regresé a ver a la curandera —continuó Florinda—. Esa vez nos fuimos a caballo. Me llevé a los sirvientes en quienes más confiaba, la muchacha que me había dado el veneno y un hombre que se encargara de los caballos. La pasamos muy dura en esas montañas; los caballos estaban muy nerviosos por la pestilencia de mi pierna, pero como quiera pudimos llegar. Sin saberlo había utilizado el tercer principio del arte de acechar.
Me había jugado la vida, o lo que me quedaba de ella. Estaba dispuesta y lista para morir. No fue una gran decisión de mi parte, de cual quier manera ya me estaba muriendo. La verdad es que cuando un ser humano está medio muerto, como en mi caso, no con grandes dolores pero sí con grandes incomodidades y sufrimientos emocionales, uno tiende a ser tan indolente y débil que ningún esfuerzo es posible.
Me quedé seis días en casa de la curandera. Para el segundo día ya me sentía mejor. Bajó la hinchazón. El rezumo de la pierna se había secado. Ya no tenía más dolor. Sólo me hallaba un tanto débil y las rodillas me temblaban cuando que ría caminar.
Durante el sexto día la curandera me llevó a su cuarto. Me trató muy ceremoniosamente y, mostrándome todas las consideraciones, me hizo sentar en su cama y me dio café. Se sentó a mis pies mirándome a los ojos. Puedo recordar exactamente sus palabras. «Estás muy, pero muy enferma y sólo yo te puedo curar», me dijo. «Si yo no te curo, te morirás de una manera horripilante. Puesto que eres una imbécil, vas a durar hasta lo último. Por otra parte, yo te podría curar en un solo día, pero no lo voy a hacer. Vas a tener que seguir viniendo aquí hasta que hayas comprendido lo que tengo que enseñarte. Sólo hasta entonces te curaré por completo; de otra manera, siendo tan imbécil como eres, nunca regresarías».
Florinda me contó que la curandera, con gran paciencia, le explicó los puntos más delicados de su decisión de ayudarla.
Florinda no entendió una sola palabra. La explicación la hizo creer más que nunca que la curandera estaba chiflada.
Cuando la curandera se dio cuenta de que Florinda no la entendía, se puso más seria y la hizo repetir una y otra vez, como si Florinda fuera una niña, que sin la ayuda de la curandera su vida estaba acabada, y que la curandera podía decidir en cualquier momento cancelar la cura y dejarla morir. Por último, la mujer perdió la paciencia cuando Florinda empezó a pedirle de rodillas que terminara de curarla y que la enviara a casa con su familia. La curandera tomó una botella que contenía la medicina de Florinda y la estrelló en el suelo.
Florinda decía que entonces derramó las únicas lágrimas verdaderas de su vida. Le expresó a la curandera que todo lo que quería era curarse y que estaba dispuesta a pagarle lo que pidiera. La mujer le dijo que ya era muy tarde para un pago monetario, no quería su dinero, lo que quería era que Florinda le prestara atención.
Florinda admitía que ella había aprendido, en el transcurso de su vida, a obtener todo lo que deseaba. Sabía cómo ser obstina da, le dijo a la curandera que seguramente cantidades de pacientes llegaban todos los días, medio muertos como ella, y la curandera sí aceptaba su dinero… ¿por qué su caso era distinto? La respuesta de la curandera, que para Florinda no explicó nada, era que siendo una vidente, ella había visto el cuerpo luminoso de Florinda, y vio que ella y la curandera eran exactamente iguales. Florinda pensó que esa mujer tenía que estar loca para no darse cuenta de que había un mundo de diferencia entre las dos. La curandera era una vulgar india primitiva sin educación, mientras que Florinda era rica, hermosa y blanca.
Florinda le preguntó a la curandera qué planeaba hacer con ella. La curandera le dijo que se le había encargado curarla y después enseñarle algo de suma importancia. Florinda quiso saber quién le había encargado todo eso.
La curandera le respondió que el Águila…, esta respuesta convenció a Florinda de que la mujer estaba loca, y sin embargo tuvo que acceder. Le dijo a la mujer que estaba dispuesta a hacer lo que fuera.
La curandera cambió de actitud instantáneamente. Empaquetó un remedio para que Florinda lo llevase a casa y le dijo que regresara tan pronto como pudiera.
—Como ya sabes —prosiguió Florinda—, el maestro tiene que engatusar a su discípulo. Me embaucó con la cura.
Ella tenía razón. Yo era tan idiota que si ella me hubiera curado inmediatamente, yo habría regresado a mi estúpida vida, como si nunca me hubiera sucedido nada. Pero eso es lo que todos hacemos, ¿no?
Florinda regresó a casa de la curandera la semana siguiente. Al llegar se encontró con el anciano que antes había conocido. Este la saludó como si fueran íntimos amigos. Le dijo que ya hacía varios días que la curandera había salido, pero que regresaría hasta después de algunos días y que le había encargado a él unos remedios para el dolor de su pierna. En un tono muy amistoso pero autoritario le dijo a Florinda que la ausencia de la curandera la dejaba a ella con dos posibilidades de acción: o bien se regresaba a su casa, posiblemente empeorada debido al viaje tan fatigoso, o bien podía seguir las instrucciones cuidadosamente delineadas que la curandera había dejado para ella. Añadió que si decidía quedarse e iniciar inmediatamente su tratamiento, en tres o cuatro meses estaría como nueva. Sin embargo, había una estipulación: si decidía quedarse tenía que permanecer en casa de la curandera ocho días consecutivos y, por consiguiente, tenía que deshacerse de sus sirvientes mandándolos a casa.
Florinda decía que para ella no había decisión alguna: tenía que quedarse. El viejo inmediatamente le hizo beber la poción que la curandera al parecer le había dejado. Se quedó conversando con ella la mayor parte de la noche.
Su presencia le inspiraba confianza, su amena conversación encendió el optimismo y la fe de Florinda.
Los dos sirvientes se fueron al día siguiente, después de desayunar. Florinda no tenía el menor miedo. Confiaba en el hombre implícitamente. Este le dijo que tenía que construir una caja para su tratamiento, de acuerdo con las instrucciones de la curandera. La hizo sentar en una silla baja, que había sido colocada en el centro de un área circular desprovista de vegetación. El anciano le presentó a tres jóvenes y dijo que eran sus ayudantes. Dos eran indios y el tercero blanco.
Los cuatro empezaron a trabajar y en menos de una hora construyeron una caja en torno a la silla donde Florinda estaba sentada. Cuando terminaron, Florinda quedó compacta mente encajonada. La caja tenía un enrejado en la parte superior para permitir la ventilación. Uno de los lados tenía bisagras para que sirviera de puerta.
El anciano abrió la puerta y ayudó a Florinda a salir de la caja, y la llevó a la casa a que le ayudara a preparar su propia medicina. Dijo que quería tener la medicina lista para cuando llegara la curandera.
A Florinda le fascinó la manera como trabajaba el viejo. Es te hizo una mezcla con plantas de olor fétido y le preparó una cubeta con líquido caliente. Sugirió que si introducía la pierna en la cubeta, el calor del líquido le haría mucho bien, y si quería hasta podría beber la mezcla que le había preparado, antes de que ésta perdiera potencia.
Florinda obedeció sin hacer preguntas. El alivio que sintió fue maravilloso.
El viejo después le asignó una habitación e hizo que los jóvenes metieran la caja dentro del cuarto. Le dijo que podrían pasar varios días sin que regresara la curandera; en tanto, ella debía de seguir meticulosamente todas las instrucciones que la mujer había dado. Florinda estuvo de acuerdo, y él sacó una lista con tareas. Estas incluían largas caminatas a fin de recoger las plantas medicinales requeridas para su trata miento, y su asistencia en prepararlas.
Florinda me contó que pasó doce días allí en vez de ocho, porque sus sirvientes se demoraron en regresar a causa de unas lluvias torrenciales. No fue sino hasta el décimo día que se dio cuenta de que la curandera había estado en casa todos esos días y que el viejo en realidad era el verdadero curandero.
Florinda rió al describir su sorpresa. El señor le había jugado un ardid a fin de hacerla participar activamente en su propia curación. Más aún, bajo el pretexto de que la curan era así lo exigía, la metió en la caja cuando menos seis horas diarias a fin de que cumpliera una tarea específica que llamó la «recapitulación».
En ese punto de su narración, Florinda me miró fijamente y concluyó que era hora de que me fuera.
***
En nuestro siguiente encuentro, Florinda me explicó que el anciano era su benefactor, y que ella era la primera acechadora que las mujeres del grupo de su benefactor habían encontrado para el nagual Juan Matus. Pero nada de esto sabía ella en aquel entonces, a pesar de que su benefactor la hizo cambiar de niveles de conciencia y le reveló todo eso. Ella había sido siempre hermosa; la educaron sólo para que sacara partido de ello y eso era una impenetrable salvaguarda que la hacia invulnerable al cambio.
Su benefactor sabía todo esto y concluyó que Florinda necesitaba más tiempo para cambiar. Concibió un plan para sacarse a Celestino de encima. Poco a poco hizo ver a Florinda ciertos aspectos de la personalidad de Celestino que ella nunca tuvo el valor de enfrentar por su propia cuenta. Celestino era muy posesivo con todo lo que le pertenecía: su dinero y Florinda se hallaban en lo más alto de su jerarquía. Había sido forzado a tragarse su orgullo después de la humillación que sufrió a manos de la curandera, porque ésta cobraba muy poco y Florinda estaba evidentemente recuperándose. Celestino estaba esperando que le llegara la hora de su venganza.
Florinda me dijo que un día su benefactor le planteó que el peligro estribaba en que su recuperación completa iba a ser demasiado rápida y que Celestino decidiría, ya que él tomaba todas las decisiones de la casa, que ya no había ninguna necesidad de que Florinda viera a la curandera. Para resolver ese problema, le dio a Florinda una pomada, con instrucciones de que se la aplicara en la otra pierna. El ungüento olía muy mal y producía una irritación en la piel que semejaba la proliferación de la enfermedad. Su benefactor le recomendó que lo usara cada vez que quisiera regresar a verlo, aunque no necesitara tratamiento.
Florinda me contó que tardó un año en curarse. En el transcurso de ese tiempo, su benefactor le hizo conocer la regla y la instruyó en el arte de acechar. La hizo aplicar los principios del acecho en las cosas que hacía diariamente; las cosas pequeñas primero, hasta llegar a las cuestiones principales de su vida.
En el transcurso de ese año, su benefactor también la presentó con el nagual Juan Matus. La primera impresión que Florinda tuvo de él, fue que era un joven chistoso y al mismo tiempo muy serio. Luego, cuando lo conoció más a fondo, lo vio como el hombre más indomable y aterrador que jamás había conocido. Me dijo que el nagual Juan Matus fue quien la ayudó a escaparse de Celestino. Él y Silvio Manuel la pasaron de contrabando a través de los puestos de inspección del ejército. Celestino había presentado una demanda legal de abandono de hogar y, como era un hombre influyente, había utilizado sus recursos para tratar de impedir que ella lo abandonara.
A causa de esto, su benefactor tuvo que radicarse en otra parte de México y ella tuvo que permanecer escondida con él durante años; esta situación fue apropiada para Florinda, ya que tenía que llevar a cabo la tarea de recapitular, y para ello requería absoluta quietud y soledad.
Me explicó que la recapitulación es el fuerte de los acechadores, de la misma manera como el cuerpo de ensueño es el fuerte de los ensoñadores. Consistía en recordar la vida de uno hasta el detalle más insignificante.
Por ello su benefactor le había dado la enorme caja de madera como símbolo y herramienta. Era una herramienta que le permitió aprender a concentrarse; tuvo que sentarse allí durante varios años, hasta que toda su vida pasó ante sus ojos. Y era un símbolo de los estrechos linderos de nuestra persona. Su benefactor le dijo que cuando hubiera terminado la recapitulación debía romper la caja para simbolizar que ya no estaba sujeta a las limitaciones de su persona.
Me dijo que los acechadores usan cajas o ataúdes de tierra para encerrarse adentro de ellos en tanto reviven, pues no se trata sólo de recordar cada momento de sus vidas. La razón por la que los acechadores deben recapitular sus vidas de forma tan meticulosa es que el don del Águila al hombre incluye la buena voluntad de aceptar un sustituto en vez de la con ciencia genuina, si tal sustituto en verdad es una réplica perfecta. Florinda me explicó que ya que la conciencia es el alimento del Águila, ésta puede quedar satisfecha con una recapitulación perfecta en lugar de la conciencia misma.
Florinda me dio entonces los aspectos fundamentales de la recapitulación. Dijo que la primera etapa consiste en un breve cómputo de todos los incidentes de nuestras vidas que de una manera patente se prestan a nuestro escrutinio.
La segunda fase es un cómputo más detallado, que empieza en un punto que podría ser el momento previo a que el acechador tome asiento en la caja, y sistemáticamente se extiende, al menos en teoría, hasta el mismo momento del nacimiento.
Me aseguró que una recapitulación perfecta podía cambiar a un guerrero aún más que el control total del cuerpo de ensueño. En este aspecto, ensoñar y acechar conducen al mismo fin: el ingreso en la tercera atención. Sin embargo, para un guerrero era importante conocer y practicar ambos. Me dijo que una mujer sólo puede dominar uno de los dos, según las configuraciones en el cuerpo luminoso. Por otra parte, los hombres pueden practicar ambos con gran facilidad, pero jamás llegan a obtener el nivel de eficacia que las mujeres logran en cada arte.
Florinda me explicó que el elemento clave al recapitular era la respiración. El aliento, para ella, era mágico, porque se trataba de una función que da la vida. Dijo que recordar se vuelve fácil si uno puede reducir el área de estimación en torno al cuerpo. Por eso se debe usar la caja; después, la respiración misma fomenta recuerdos cada vez más profundos.
En teoría, los acechadores tienen que recordar cada sentimiento que han tenido en sus vidas, y este proceso se inicia con una respiración. Florinda me advirtió que todo lo que me estaba enseñando eran sólo los preliminares, que, algún día en el futuro y en un lugar distinto, me enseñaría lo más intrincado.
Florinda me contó que su benefactor empezó haciéndola compilar una lista de los eventos por revivir. Le dijo que el procedimiento comienza con una respiración inicial. Los acechadores empiezan cada sesión con la barbilla en el hombro derecho y lentamente inhalan en tanto mueven la cabeza en un arco de ciento ochenta grados. La respiración concluye sobre el hombro izquierdo. Una vez que la inhalación termina, la cabeza regresa a la posición frontal y exhalan mirando hacia delante.
Los acechadores entonces toman el evento que se halla a la cabeza de la lista y se quedan allí hasta que han sido recontados todos los sentimientos invertidos en él. A medida que recuerdan inhalan lentamente moviendo la cabeza del hombro derecho al izquierdo. Esta respiración cumple la función de restaurar la energía. Florinda sostenía que el cuerpo luminoso constantemente crea filamentos que semejan telarañas, y que éstos son propulsados por fuera de la masa luminosa por emociones de cualquier tipo. Por tanto, cada situación en la que hay acción social, o cada situación en que participan los sentimientos es potencialmente agotadora para el cuerpo luminoso. Al respirar de derecha a izquierda, cuando se recuerda un acontecimiento los acechadores, a través de la magia de la respiración, recogen los filamentos que dejaron atrás. La siguiente inmediata respiración es de izquierda a derecha, y es una exhalación. Con ella, los acechadores expulsan los filamentos que otros cuerpos luminosos, que tuvieron que ver en el acontecimiento que se recuerda, dejaron en ellos.
Florinda afirmó que éstos eran los preliminares obligatorios del acecho, por lo que todos los miembros de su grupo tuvieron que pasar como introducción a los ejercicios más exigentes de ese arte. A no ser que los acechadores hayan pasado por estos preliminares a fin de recobrar los filamentos que dejaron en el mundo, y particularmente a fin de descartar aquellos que otros seres luminosos dejaron en ellos, no hay posibilidad de manejar el desatino controlado. Esos filamentos ajenos son la base de nuestra ilimitada capacidad de sentirnos importantes. Florinda mantenía que para practicar el desatino controlado, puesto qué no está hecho para engañar a la gente, uno tiene que ser capaz de reírse de sí mismo. Florinda me dijo que uno de los resultados de la recapitulación detallada es la capacidad de estallar en risa genuina cuando uno se encuentra cara a cara con las aburridas repeticiones que el yo personal hace acerca de su importancia.
Florinda subrayaba que la regla definía el acecho y el en sueño como artes, por tanto, eran algo que uno pone en obra, algo que uno lleva a cabo. Decía que la naturaleza intrínseca del aliento es dar vida, y que eso es lo que le da capacidad de limpiar el cuerpo luminoso. Esta capacidad es la que convierte a la recapitulación en una cuestión práctica.
***
En nuestro siguiente encuentro, Florinda resumió lo que llamó sus instrucciones de último minuto. Aseveró que, puesto que el mutuo acuerdo del nagual Juan Matus y de su grupo de guerreros había sido que yo no necesitaba tratar con el mundo de la vida cotidiana, me habían enseñado a ensoñar y no a acechar. Me explicó que esa decisión se había modificado radicalmente, y que ellos se habían visto en una posición incómoda: ya no tenían tiempo para enseñarme a acechar. Ella tenía que quedarse en la periferia de la tercera atención, para poder cumplir esta tarea en un tiempo posterior, cuando yo estuviera listo. Por otra parte, si yo pudiera abandonar el mundo con ellos, a ella se le exoneraría de esa responsabilidad.
Florinda me dijo que su benefactor consideraba las tres técnicas básicas del acecho —la caja, la lista de eventos a recapitular, y la respiración del acechador— cómo las tres tareas más importantes que un guerrero puede llevar a cabo. Su benefactor estaba convencido de que una recapitulación profunda es el medio más expedito para perder la forma humana. De allí que les es más fácil a los acechadores, después de recapitular sus vidas, hacer uso de todos los no-haceres del yo personal, como son borrar la historia personal, perder la importancia en uno mismo, romper las rutinas, etcétera.
Florinda me dijo que su benefactor les dio a todos ellos ejemplos prácticos de cada una de las facetas de su conocimiento. Actuaba directamente de acuerdo con sus premisas de guerrero, y luego les daba las razones de guerrero por haber actuado del tal modo. En el caso de Florinda, siendo él un maestro del arte de acechar, montó el ardid de la enferme dad y la cura, que no sólo era congruente con las acciones del guerrero, sino que representaba una introducción magistral a los siete principios básicos del arte de acechar. Primero atrajo a Florinda al campo de batalla de él, donde ella se encontraba a su merced; la forzó a eliminar todo lo que no le era esencial, le enseñó a jugarse la vida con cada decisión, le enseñó cómo calmarse, la hizo entrar en un nuevo y optimista estado de ánimo a fin de ayudarla a reagrupar sus recursos, le enseñó a comprimir el tiempo, y, por último, le mostró que un acechador jamás deja ver su juego, jamás se pone al frente de nada.
Florinda se impresionó vivamente con este último principio. Para ella, éste condensaba todo lo que me quería decir en sus instrucciones de último minuto.
—Mi benefactor era el jefe —dijo Florinda—. Y, sin embargo, al mirarlo, nadie lo hubiera creído. Siempre ponía como frente a una de sus guerreras, mientras que él, con toda libertad, se codeaba con los pacientes fingiendo ser uno de ellos; o, si no, se hacía pasar por un viejo senil que constante mente barría las hojas secas con una escoba casera.
Florinda me explicó que para aplicar el séptimo principio del arte de acechar, hay que aplicar los otros seis. Su benefactor vivía de ese modo. Los siete principios aplicados meticulosamente le permitían observar todo sin ser el punto de enfoque. Gracias a ello podía evitar o parar conflictos. Si había una disputa, ésta nunca tenía que ver con él, sino con la que actuaba como dirigente, la curandera.
—Espero que para esas alturas te hayas dado cuenta —continuó Florinda— que sólo un maestro acechador puede ser un maestro del desatino controlado. El desatino controlado no significa embaucar a la gente. Significa, como me lo explicó mi benefactor, que los guerreros aplican los siete principios básicos del arte de acechar en cualquier cosa que hacen, desde, los actos más triviales hasta las situaciones de vida o muerte.
—Aplicar estos principios produce tres resultados. El primero es que los acechadores aprenden a nunca tomarse en serio: aprenden a reírse de sí mismos. Puesto que no tienen miedo de hacer el papel de tontos, pueden hacer tonto a cualquiera. El segundo es que los acechadores aprenden a tener una paciencia sin fin. Los acechadores nunca tienen prisa, nunca se irritan. Y el tercero es que los acechadores aprenden a tener una capacidad infinita para improvisar.
Florinda se puso en pie. Como de costumbre, habíamos estado sentados en la sala. Al instante supuse que la conversación había concluido. Me dijo que había otro tema más que debía presentarme, antes de despedirnos. Me llevó a otro patio dentro de la casa. Nunca había estado antes allí. Florinda llamó a alguien en voz muy queda y una mujer salió de su cuarto. Por un momento no la reconocí. La mujer me habló y sólo entonces advertí que se trataba de doña Soledad. Su cambio era estupendo. Se veía increíblemente más joven, más fuerte.
Florinda me dijo que Soledad había estado dentro de una caja, recapitulando durante cinco años, y que el Águila había aceptado su recapitulación en vez de su conciencia y que la había dejado libre. Doña Soledad asintió con un movimiento de la cabeza. Florinda terminó el encuentro abruptamente y me dijo que era hora de que me fuera porque yo ya no tenía más energía.
***
Fui a casa de Florinda muchas veces más. La vi todas las veces, aunque sólo fuera un momento. Me avisó que había decidido no instruirme más porque era más ventajoso para mí que sólo tratara con doña Soledad.
Doña Soledad y yo nos encontramos muchas veces, siempre en el estado más agudo de conciencia, y lo que tuvo lugar en nuestros encuentros es algo incomprensible para mí. Ca da vez que estábamos juntos me hacía sentar a la puerta de su cuarto, con la cara hacia el Este. Ella se acomodaba a mi derecha, rozándome; después hacíamos que la pared de niebla dejara de girar y los dos quedábamos de repente también con la cara hacia el Sur, hacia el interior de su cuarto.
Ya había aprendido con la Gorda a detener la rotación de la pared; y habíamos descubierto correctamente que sólo una porción de nosotros detenía el muro. Era como si de repente yo quedara dividido en dos. Una porción de mi ser total mi raba hacia delante y veía una pared que se movía con el movimiento lateral de mi cabeza, mientras que la otra porción, más grande, de mi ser total, se había vuelto noventa grados a la derecha y encaraba una pared inmóvil.
Cada vez que doña Soledad y yo deteníamos la pared, nos quedábamos mirándola fijamente; nunca entrábamos en el área que se halla entre las líneas paralelas, como la mujer nagual, la Gorda y yo lo habíamos hecho incontables veces. Doña Soledad siempre me hacía contemplar la niebla como si ésta fuera un cristal reflejante.
Experimentaba entonces la disociación más extravagante. Era como si yo corriera a una velocidad desquiciada.
Veía pedazos de paisaje que se formaban en la niebla, y repentinamente me hallaba en otra realidad física; era un área montañosa, rugosa e inhóspita. Doña Soledad siempre estaba allí en compañía de una mujer lindísima que se reía estentóreamente de mí.
Mi incapacidad para recordar lo que hacíamos después era aún más aguda que mi incapacidad de recordar lo que la mujer nagual, la Gorda y yo hicimos en el área que se halla entre las líneas paralelas. Parecía que doña Soledad y yo entrábamos en otra zona de conciencia que me era desconocida. Yo, por cierto, estaba ya en lo que creía ser mi estado de conciencia más agudo y, sin embargo, había algo aún más sutil. El aspecto de la segunda atención que doña Soledad obviamente me estaba ayudando a verificar era más complejo y más inaccesible que todo lo que he presenciado hasta la fecha. Lo que puedo recordar es la sensación de haberme movido mucho, una sensación física comparable a la de haber caminado kilómetros. También tenía la clara certeza corporal, aunque no puedo concebir por qué, de que doña Soledad, la otra mujer y yo intercambiábamos palabras, pensamientos, sentimientos. Pero no podría especificarlos.
Después de cada encuentro con doña Soledad, Florinda me hacía irme inmediatamente. Doña Soledad me daba mínimas explicaciones. Parecía que sólo hallarse en el estado de conciencia acrecentada la afectaba tan profundamente que difícilmente podía hablar. Por otra parte, había algo que velamos, esa áspera campiña, además de la lindísima mujer, o algo que hacíamos juntos nos dejaba sin aliento. Ella no podía recordar nada, a pesar de tratarlo desesperadamente.
Le pedí a Florinda que me clarificara la naturaleza de mis viajes con doña Soledad. Ella me dijo que una parte de sus instrucciones de último minuto era hacerme entrar en la segunda atención como lo hacen los acechadores, y que doña Soledad era aún más competente que ella para introducirme en la dimensión del acechador.
En la sesión que vendría a ser la última, Florinda, como había hecho al principio de nuestra instrucción, me esperaba en el vestíbulo. Me tomó del brazo y me llevó a la sala. Tomamos asiento. Me advirtió que no tratara aún de hallarle sentido a mis viajes con doña Soledad. Me explicó que los acechadores son innatamente distintos a los ensoñadores en la manera como utilizan el mundo, y que lo que doña Soledad hacía conmigo era tratar de ayudarme a voltear la cabeza.
Cuando don Juan me describió el concepto de voltear la cabeza del guerrero para enfrentar una nueva dirección, yo lo había entendido como una metáfora que señalaba un cambio de actitud. Florinda me dijo que mi idea era correcta, pero que no se trataba de una metáfora. Era verdad que los acechadores voltean la cabeza; sin embargo, no lo hacen para enfrentar una nueva dirección, sino para enfrentarse al tiempo de una manera distinta.
Los acechadores encaran el tiempo que llega. Normalmente encaramos el tiempo cuando éste se va de nosotros.
Sólo los acechadores pueden cambiar es ta situación y enfrentar el tiempo cuando éste avanza hacia ellos.
Florinda me explicó que voltear la cabeza no significa que uno ve el futuro, sino que uno ve el tiempo como algo concreto, pero incomprensible. Por tanto, era superfluo tratar de clarificar lo que doña Soledad y yo hacíamos.
Todo esto tendría sentido cuando yo pudiera percibir la totalidad de mí mismo y tuviese entonces la energía necesaria para descifrar ese misterio.
Florinda me dijo, en el tono de alguien que revela un secreto, que doña Soledad era una acechadora suprema, la llamaba la más grande de todas. Decía que doña Soledad podía cruzar las líneas paralelas en cualquier momento.
Además, ninguno de los guerreros del grupo del nagual Juan Matus había podido hacer lo que ella había hecho.
Doña Soledad, a través de sus técnicas impecables de acechar, había encontrado su ser paralelo.
Florinda me explicó que cualquiera de las experiencias que tuve con el nagual Juan Matus, con Genaro, Silvio Manuel o con Zuleica, sólo eran mínimas porciones de la segunda atención; todo lo que doña Soledad me estaba ayudando a presenciar era también una porción mínima; pero, eso sí, diferente.
Doña Soledad no sólo me había hecho enfrentar el tiempo que llega, sino que también me llevó a su ser paralelo. Florinda definía el ser paralelo como el contrapeso que todos los seres vivientes tienen por el hecho de ser entidades luminosas llenas de energía inexplicable. El ser paralelo de una persona es otra persona del mismo sexo que está unida íntima e inextricablemente a la primera. Coexisten en el mundo al mismo tiempo. Los dos seres paralelos son como las dos puntas de la misma vara.
Florinda me dijo que a los guerreros, por lo general, les es casi imposible encontrar a su ser paralelo. Pero quienquiera que es capaz de lograrlo encontrará en su ser paralelo, tal como lo había hecho doña Soledad, una fuente infinita de juventud y de energía.
Florinda se puso en pie abruptamente, me condujo al cuarto de doña Soledad y me dejó a solas con ella. Quizá porque ya sabía que ése sería nuestro último encuentro, me invadió una extraña ansiedad. Doña Soledad sonrió cuando le referí lo que Florinda me acababa de decir. Dijo, con una verdadera humildad de guerrero, que ella no me estaba enseñando nada, que todo lo que había aspirado a hacer era llevarme donde su ser paralelo, porque allí se retiraría después que el nagual Juan Matus y sus guerreros dejaran el mundo. Dijo que en nuestro encuentro, sin embargo, había ocurrido algo que re basaba su comprensión. Ella y yo, según Florinda le había explicado, habíamos mutuamente aumentado nuestra energía individual y que eso nos había hecho enfrentar el tiempo venidero, pero no en pequeñas dosis, como Florinda habría preferido que lo hiciéramos, sino en enormes porciones, como mi desenfrenada naturaleza lo quería.
Doña Soledad y yo entramos por última vez juntos en la segunda atención. El resultado de ese encuentro fue aún más asombroso para mí. Doña Soledad, su ser paralelo y yo permanecimos juntos en lo que yo sentí que fue un lapso extra ordinariamente largo. Vi todos los rasgos del rostro de su ser paralelo. Sentí que éste trataba de decirme quién era. También parecía saber que ese era nuestro último encuentro. Había una sensación abrumadora de fragilidad en su mirada. Después, una fuerza que semejaba un viento nos arrojó adentro de algo que no tenía sentido para mí.
Florinda, de repente, me ayudó a levantarme. Me tomó del brazo y me llevó a la puerta. Doña Soledad fue con nosotros. Florinda dijo que iba a ser muy difícil recordar todo lo que había acontecido allí, porque me estaba dando totalmente a mi manía intelectual; esto era un asunto que sólo empeoraría porque ellos estaban a punto de partir del mundo y yo no tendría más a nadie que me ayudara a cambiar niveles de con ciencia. Añadió que algún día doña Soledad y yo nos toparíamos de nuevo en el mundo de todos los días.
Fue entonces cuando me volví a doña Soledad y le supliqué que cuando nos viéramos de nuevo me liberara de mi prisión; le dije que si ella fracasaba debería matarme porque yo no que ría vivir en la pobreza de mi racionalidad.
—Es una estupidez decir eso —dijo Florinda—. Somos guerreros, y los guerreros tienen una sola meta en la mente: ser libres. Morir y ser devorado por el Águila es el destino del hombre. Por otra parte, querer salirnos de nuestro destino, querer entrar serenos y desprendidos a la libertad, es la audacia final.