Don Juan, al comenzar la tarea de introducirme en la segunda atención, dijo que ya tenía bastante experiencia en entrar en ella. Silvio Manuel me había llevado justo hasta la entrada. La falla había residido en que no se me dieron los raciocinios apropia dos. A los guerreros se les debe dar serias razones antes de que puedan aventurarse sin peligros en lo desconocido. Las guerreras no están sujetas a esto y pueden entrar en ello sin ningún titubeo, siempre y cuando tengan confianza total en quien las guía.
Me dijo que yo tenía que empezar primero por aprender la complejidad del ensueño. Me puso entonces bajo la supervisión de Zuleica. Me exhortó a que fuera impecable y practicara con meticulosidad todo lo que hubiera aprendido, y, sobre todo, me pidió que fuese cuidadoso y deliberado en mis acciones para que no agotara en vano mi fuerza viviente. Dijo que el prerrequisito de entrada a cualquiera de las tres fases de la atención es poseer fuerza viviente, porque sin ella los guerreros no pueden tener dirección ni propósito. Me explicó que al morir, nuestra conciencia también entra en la tercera atención, pero sólo por un instante, como una acción catártica, justo antes de que el Águila la devore.
La Gorda decía que el nagual Juan Matus hizo que cada uno de los aprendices aprendiera a ensoñar. Ella creía que a todos ellos se les había dado esta tarea al mismo tiempo que a mí. La instrucción que se les dio fue dividida también en derecha e izquierda. Dijo que el nagual y Genaro les proporcionaron instrucción del lado derecho, para el estado de conciencia normal. Cuando juzgaron que los aprendices estaban listos, el nagual los hizo cambiar a un estado de conciencia acrecentada y los dejó con sus respectivas contrapartes. Vicente le enseñó a Néstor, Silvio Manuel fue el maestro de Benigno, Genaro instruyó a Pablito, Lidia tuvo como maestra a Hermelinda, y Rosa, a Nélida. La Gorda agregó que Josefina y ella fueron puestas al cuidado de Zuleica para que juntas aprendieran los aspectos más delicados del ensoñar y así pudieran llegar a ayudarme algún día.
Además, la Gorda dedujo por su propia cuenta que los tres Genaros también fueron llevados con Florinda para aprender el acecho. La prueba de esto era su drástico cambio de conducta. La Gorda me dijo que ella sabía, aun desde antes de recordar nada, que alguien le enseñó los principios de acechar, pero de una manera muy superficial; no se le hizo practicar, mientras que a los hombres se les dieron conocimientos prácticos y ta reas. El cambio de conducta de ellos era la prueba. Se volvieron más alegres y joviales. Disfrutaban sus vidas, en tanto que ella y las demás mujeres, a causa de su ensoñar, se volvieron cada vez más sombrías y malhumoradas.
La Gorda creía que los Genaros no pudieron recordar su instrucción, cuando yo les pedí que me revelaran sus conocimientos del arte de acechar, porque lo practicaban sin saber que lo estaban haciendo. Sin embargo, su destreza salía a la luz en sus tratos con la gente. Eran artistas consumados en torcer la voluntad de quien fuera y de salirse siempre con la suya. A través de las prácticas de acechar, los Genaros hasta habían aprendido el desatino controlado. Por ejemplo, se comportaban como si Soledad fuera la madre de Pablito. Para cualquier observador, parecería que eran madre e hijo incitándose a pelear el uno contra el otro, cuando en realidad los dos estaban representando un papel. Convencían a cualquiera. En ocasiones Pablito daba tales representaciones que hasta se convencía a si mismo.
La Gorda me confió que todos ellos se hallaban más que asombrados ante mi conducta. No sabían si yo estaba loco o si era un maestro del desatino controlado. Yo daba todas las indicaciones externas de tomar en serio sus dramatizaciones. Soledad les dijo que no se engañaran, porque en verdad yo estaba loco. Parecía estar en control, pero me hallaba tan completamente aberrado que no podía comportarme como nagual. Ella encomendó a cada una de las mujeres que me propinara un golpe mortal. Les dijo que yo mismo lo había pedido en un momento en que me hallaba en control de mis facultades.
La Gorda me contó que le costó varios años, bajo la guía de Zuleica, para aprender a ensoñar. Cuando el nagual Juan Matus juzgó que ella era ya una experta, finalmente la llevó con su verdadera contraparte, Nélida. Fue Nélida quien le enseñó cómo comportarse en el mundo. La preparó no sólo para que supiera cómo vestirse bien, sino también para que tuviera donaire.
De esa manera, cuando se puso su ropa nueva en Oaxaca y me dejó azorado con su encanto y elegancia, ya tenía experiencia en esa transformación.
En mi caso, Zuleica fue muy efectiva como guía hacia la segunda atención. Insistió en que nuestra tarea tuviera lugar solamente en la noche, y en la oscuridad absoluta. Para mí, Zuleica sólo era una voz en las tinieblas, una voz que iniciaba todos los contactos que tuvimos, diciéndome que concentrara mi atención en sus palabras y nada más. Su voz era la voz fe menina que la Gorda creía haber oído en ensueños.
Zuleica me dijo que si se va a ensoñar dentro de la casa, lo mejor es hacerlo en la oscuridad total, estando uno acostado o sentado en una cama estrecha, o, mejor aún, sentado dentro de una cuna con forma de ataúd. En el campo abierto, el ensueño debería de hacerse en la protección de una caverna, en las áreas arenosas de manantiales secos, o sentado con la espalda contra una roca en las montañas: jamás en el suelo plano de un valle, ni junto a ríos o lagos o el mar, ya que las zonas planas; al igual que el agua, eran antitéticas a la segunda atención.
Cada una de mis sesiones con ella estuvo empapada de misterio. Me explicó que la manera más segura de acertar un golpe directo en la segunda atención es a través de actos rituales: cantos monótonos e intrincados movimientos repetitivos.
Sus enseñanzas no fueron acerca de los principios del arte de ensoñar, que ya me habían sido revelados por don Juan. Zuleica decía que para tenerla a ella como maestra uno tenía que saber cómo ensoñar, para así dejarla libre a que tratara exclusivamente con las cuestiones esotéricas de la conciencia del lado izquierdo.
Las instrucciones de Zuleica se iniciaron un día en que don Juan me llevó a su casa. Llegamos a mediados de la tarde. El sitio parecía desierto, aunque la puerta de enfrente se abrió cuando nos acercamos a ella. Yo esperaba que Zoila o Marta aparecieran, pero no había nadie en la entrada. Sentí que quien fuera el que abrió la puerta, se alejó con gran rapidez. Don Juan me llevó adentro del patio y me hizo sentar en una caja de madera que tenía un cojín y que había sido convertida en banca. El asiento de la caja era duro y muy incómodo. Desplacé mi mano por debajo del delgadísimo cojín y encontré un puñado de piedras filosas. Don Juan me dijo que mi situación era poco convencional porque yo tenía que aprender las cuestiones más delicadas del ensoñar a toda prisa. Sentarme en una superficie dura era una manera de evitar que mi cuerpo sintiera que se hallaba en una situación normal. Unos cuantos minutos antes de llegar a la casa, don Juan me hizo cambiar de niveles de conciencia. Me dijo que la instrucción de Zuleica tenía que ser conducida en un estado de conciencia acrecentada para que yo pudiese tener la rapidez que se requería. Me ordenó que me quedara tranquilo y que confiara implícitamente en Zuleica. Después me mandó que fijara mi atención, con toda la fuer za de que fuera capaz, y que memorizara todos los detalles del patio que se hallaban dentro de mi campo de visión. Insistió en que yo tenía que memorizar cada detalle al igual que la sensación de estar sentado allí. Me repitió sus instrucciones para estar seguro de que yo había entendido. Después se fue.
Rápidamente se hizo oscuro y empecé a enfadarme, sentado allí. No tuve tiempo suficiente para concentrarme en los detalles del patio. De repente escuché un crujido justo a mis espaldas y después la voz de Zuleica me sobresaltó. Con un vigoroso susurro me dijo que me pusiera en pie y la siguiera. Automáticamente la obedecí. No podía ver su rostro, ella sólo era una forma oscura que caminaba dos pasos delante de mí. Me llevó a un rincón del pasillo más oscuro de su casa. Aunque mis ojos estaban habituados a la oscuridad aún no podía ver nada.
Tropecé con algo y ella me ordenó que me sentara dentro de una estrecha cuna y que reclinara la parte inferior de mi espalda en un cojín duro.
Después sentí que ella había retrocedido unos cuantos pasos detrás de mí, lo cual me desconcertó por completo, pues pensé que mi espalda se hallaba a unos cuantos centímetros de la pared. Hablando desde allí, me ordenó con voz suave que enfocara mi atención en sus palabras para que éstas me pudieran guiar. Me dijo que mantuviera los ojos abiertos y fijos en un punto que se hallaba frente a mí, a la altura de mis ojos, y que ese punto se transformaría de negrura a un agradable y brillante color rojo-naranja.
Zuleica hablaba muy suavemente, con entonación uniforme. Escuché cada una de sus palabras. La oscuridad que me envolvía parecía haber cortado eficazmente cualquier estímulo externo que me distrajera. Oí las palabras de Zuleica en un vacío, y después advertí que el silencio de ese pasillo era comparable al silencio dentro de mí.
Zuleica me explicó que un ensoñador debe partir desde un punto de color; la luz intensa o las completas tinieblas son inútiles para un ensoñador en su asalto inicial. Colores como el púrpura o verde claro o amarillo profundo son, por otra parte, excelentes puntos de arranque. Zuleica me aseguró que una vez que hubiese logrado yo entrar en el color rojo-naranja, habría congregado mi segunda atención permanentemente, si es que era capaz de estar consciente de las sensaciones físicas que uno experimenta al entrar en ese color.
Necesité varias sesiones con la voz de Zuleica para darme cuenta con mi cuerpo de lo que ella trataba de hacer. La ventaja de estar en un estado de conciencia acrecentada era que yo podía seguir mi transición de un estado de vigilia a un estado de ensueño. Bajo condiciones normales esa transición es borrosa, pero en esas circunstancias especiales de hecho sentí, en el transcurso de una de mis sesiones, cómo mi segunda atención tomaba los controles. El primer paso fue una inusitada dificultad en respirar. No era una dificultad para inhalar o exhalar, ni tampoco me faltaba el aire; más bien, mi respiración cambió de ritmo súbitamente. Mi diafragma empezó a contraerse y forzó a la parte media de mi cuerpo amoverse como un fuelle, con gran celeridad.
Respiraba con la parte inferior de mis pulmones y sentí una gran presión en los intestinos. Sin éxito traté de romper los espasmos de mi diafragma. Mientras más trataba, más doloroso se volvía.
Zuleica me ordenó que dejara que mi cuerpo hiciera todo lo que fuese necesario y que no pensara en dirigirlo o controlarlo. Yo quería obedecerla, pero ignoraba cómo. Los espasmos, que deben haber durado de diez a quince minutos, se desvanecieron tan súbitamente como habían aparecido y fueron seguidos por otra sensación extraña y conmocionarte. En un principio la sentí como una picazón de lo más peculiar, un sentimiento físico que no era ni agradable ni desagradable; era algo parecido a un temblor nervioso. Se volvió muy intenso, hasta el punto de forzarme a concentrar mi atención en él a fin de determinar en qué parte de mi cuerpo estaba ocurriendo.
Quedé pasmado al darme cuenta de que no tenía lugar en ninguna parte de mi cuerpo físico, sino fuera de él, y sin embargo aún lo sentía.
No hice caso a la orden de Zuleica de entrar en una mancha de coloración que empezaba a formarse a la altura de mis ojos, y me entregué enteramente a la exploración de esa extraña sensación que ocurría fuera de mí.
Zuleica debió haber visto lo que me estaba sucediendo; repentinamente empezó a explicarme que la segunda atención pertenece al cuerpo luminoso, así como la primera atención pertenece al cuerpo físico. Dijo que el punto donde la segunda atención se arma está situado en el lugar que Juan Tuma me había descrito la primera vez que nos conocimos: aproximadamente a un metro de distancia enfrente de la parte media del cuerpo, justo entre el estómago y el ombligo, y a quince centímetros a la derecha.
Zuleica me ordenó que pusiera las manos en ese punto y lo masajeara moviendo los dedos de mis dos manos, exactamente como si estuviera tocando un arpa. Me aseguró que si persistía en el ejercicio, tarde o temprano terminaría sintiendo que mis dedos pasaban por algo que era tan denso como el agua, y que finalmente sentiría mi cascarón luminoso.
A medida que seguía moviendo mis dedos, el aire se puso progresivamente denso hasta que sentí una especie de masa. Un indefinido placer físico se esparció por todo mi cuerpo. Pensé que me hallaba tocando un nervio y me sentí ridículo por lo absurdo de todo eso. Me detuve.
Zuleica me advirtió que si no movía mis dedos iba a darme un coscorrón en la cabeza. Mientras más continuaba yo ese movimiento oscilante, más cercana sentía la picazón. Finalmente, ésta llegó a estar a unos diez centímetros de mi cuerpo. Era como si algo dentro de mí se hubiera encogido. En verdad creí que podía sentir una concavidad, una abolladura donde sentía la comezón. Después tuve otra sensación sobrecogedora. Me estaba quedando dormido y, a la vez, estaba consciente. Había una vibración en mis orejas, que me recordaba el sonido de un zumbador; después sentí una fuerza queme enrollaba sobre mi lado izquierdo sin despertarme. Fui enrollado muy apretada mente, como un puro, y se me colocó en la concavidad donde sentía la picazón. Mi conciencia quedó suspendida allí, incapaz de despertar, pero tan apretadamente enrollada en sí misma, que tampoco podía quedarse dormida.
Oí la voz de Zuleica que me decía que viese a mi alrededor. No pude abrir los ojos, pero mi sentido del tacto me reveló que me hallaba en una zanja; acostado boca arriba. Me sentí cómodo, seguro. Mi cuerpo estaba tan compacto y apretado que yo no tenía el más leve deseo de incorporarme. La voz de Zuleica me ordenó que me pusiera en pie y abriera los ojos. No pude hacerlo. Me dijo que tenía que desear mis movimientos, porque no se trataba de un asunto de contraer mis músculos para levantarme.
Pensé que mi lentitud la había molestado. Comprendí entonces que me hallaba plenamente consciente, quizá más consciente de lo que había estado en toda mi vida. Podía pensar racional mente y a la vez parecía estar completamente dormido. Se me ocurrió la idea de que Zuleica me había puesto en un estado de hipnosis profunda. Esto me molestó un instante, pero después ya no tuvo importancia. Cedí a la sensación de hallarme suspendido, y floté libremente.
Ya no pude oír lo que ella me decía. O ella había dejado de hablar o yo había cortado el sonido de su voz. No quería abandonar ese refugio. Nunca me había sentido tan en paz y tan completo. Me quedé allí inmóvil sin querer levantarme ni cambiar nada. Podía sentir el ritmo de mi respiración. Repentina mente, desperté.
En la siguiente sesión, Zuleica me dijo que yo había logrado hacer una concavidad en mi luminosidad sin ayuda de nadie, y que hacer esa concavidad significaba que yo había movido un punto distante de mi cascarón luminoso más cerca de mi cuerpo físico, y por tanto, más cercano al control. Sostuvo repetidas veces que a partir del momento en que el cuerpo a prende a hacer esa concavidad, es más fácil entrar en el ensueño. Estuve de acuerdo con ella. Yo había adquirido un extraño impulso, una sensación que mi cuerpo había aprendido a reproducir instantáneamente. Era una muestra de sentirme en reposo, seguro, adormilado, suspendido sin el sentido del tacto, y al mismo tiempo completamente despierto, consciente de todo.
La Gorda me dijo que el nagual Juan Matus había luchado durante años por crear esa concavidad en ella, en las tres her manitas y también en los Genaros, para darles habilidad permanente de concentrar su segunda atención.
Le dijo que por lo general el ensoñador la crea en el momento mismo en que la necesita. Después, el corazón luminoso vuelve a recobrar su forma original. Pero en el caso de los aprendices, puesto que no tenían un nagual que los dirigiera, la concavidad fue creada desde afuera y llegó a ser un rasgo permanente de sus cuerpos luminosos: una gran ayuda pero también una obstrucción. A todos los hacía vulnerables y taciturnos.
Recordé que una vez yo había visto y golpeado con mi pie una hendidura en los cascarones luminosos de Lidia y de Rosa.
Pensé que la hendidura se hallaba paralela a la porción superior del muslo derecho, o quizás junto en la cresta del hueso de la cadera. La Gorda me explicó que yo les había propinado el puntapié en la concavidad de su segunda atención y que casi las maté.
La Gorda me dijo que, durante su instrucción, Josefina y ella vivieron en la casa de Zuleica durante varios meses. El nagual Juan Matus las llevó con ella un día, después de hacerlas cambiar niveles de conciencia. No les dijo qué iban a hacer allí ni qué era lo que debían esperar, simplemente las dejó solas en un pasillo de la casa y se marchó. Ellas se sentaron allí hasta que oscureció, fue entonces que Zuleica llegó a donde ellas estaban.
Nunca la vieron, sólo escucharon su voz como si les hablara desde un sitio en la pared.
Zuleica fue muy exigente a partir del momento en que tomó cargo. Las hizo desvestirse en el acto y les ordenó que se metieran dentro de unas gruesas y esponjosas bolsas de algodón, una especie de ponchos. Se cubrieron de la cabeza a los pies con ellos. Zuleica les ordenó luego que se sentaran espalda con espalda, sobre un petate, en el mismo rincón del pasillo donde yo solía sentarme. Les dije que su tarea consistía en contemplar la oscuridad hasta que ésta empezara a adquirir un tinte. Después de varias sesiones, ellas en verdad comenzaron a ver colores en las tinieblas, entonces fue cuando Zuleica las hizo sentarse lado a lado y ver el mismo punto.
La Gorda decía que Josefina aprendió con gran rapidez, y que una noche entró dramáticamente, de un tirón, en la man cha de rojo-naranja, desprendiéndose físicamente de la bolsa. La Gorda creía que o Josefina se estiró hasta alcanzar la mancha de color, o ésta se estiró hasta alcanzarla a ella. El resultado fue que en un instante Josefina se salió del interior de la bolsa. A partir de ese momento, Zuleica las separó, y la Gorda inició su lento y largo aprendizaje.
La narración de la Gorda me hizo recordar que Zuleica también me había hecho meterme en la bolsa esponjosa.
Por cierto, el tenor de las órdenes que me dio me revelaron la razón de su uso. Zuleica me dirigió a que sintiera la esponjosidad con mi piel desnuda, especialmente con la piel de mis pantorrillas. Me repitió una y otra vez que los seres humanos tenemos un excelente centro de percepción en el exterior de las pantorrillas, y que si la piel de esa área era puesta en calma y masajeada, el alcance de nuestra percepción aumentaría de maneras imposibles de concebir racionalmente. La bolsa era muy suave y caliente, e inducía en mis piernas una extraordinaria sensación de calma y paz. Los nervios de mis pantorrillas experimentaron una placentera estimulación La Gorda me dio una relación de un placer físico igual al mío. Aún más, ella dijo que el poder de esa bolsa la había guiado a encontrar la mancha de color rojo-naranja. Sentía tal respeto y admiración por la bolsa, que se hizo una, copiando la original. Pero, según ella, su efecto no era el mismo, aunque también le proporcionaba paz y bienestar. Dijo que Josefina y ella solían pasar todo el sobretiempo de que disponían, dentro de las bolsas que ella había cosido para las dos.
Lidia y Rosa también fueron colocadas dentro de la bolsa, pero a ninguna de ellas le gustó. Les era indiferente.
Lo mismo me pasaba a mí.
La Gorda explicó el apego de Josefina y de ella como una consecuencia directa del hecho de haber sido guiadas a descubrir su color de ensueño cuando se hallaban dentro de la bolsa. Decía que mi indiferencia se debía a que yo no entré en la zona de coloración; más bien, el tinte vino a mí. Tenía razón. Algo más que la voz de Zuleica fue responsable del desarrollo de esa fase preparatoria. Evidentemente, Zuleica me hizo seguir los mismos pasos por los que condujo a la Gorda y a Josefina. Yo había conservado los ojos fijos en la oscuridad a través de muchas sesiones y me hallaba listo para visualizar la zona de la coloración. Por cierto, presencié toda su metamorfosis comenzando con la pura oscuridad y terminando en una man cha de intensa brillantez. A esa altura quedé absorto en la sesión de una picazón externa, hasta el punto de terminar entrando en un estado de vigilia en reposo. Fue entonces cuando quedé inmerso por primera vez en una coloración rojo-naranja.
Después de que aprendí a permanecer suspendido en el sueño y la vigilia, Zuleica pareció aflojar el paso.
Incluso llegué a creer que había cambiado de táctica y que no tenía prisa de sacarme de ese estado. Me dejó permanecer en él sin interferir, y nunca me hizo preguntas acerca de lo que estaba experimentando, quizá porque su voz sólo era para dar órdenes y no para hacer preguntas. Realmente nunca hablamos durante su instrucción, al menos no como lo hacía con don Juan.
Mientras me hallaba en el estado de vigilia en reposo, me di cuenta de una vez que era inútil permanecer allí, porque a pesar de lo agradable que pudiera ser, las limitaciones de esa experiencia eran evidentes. Sentí en mi cuerpo un temblor y abrí los ojos, o más bien mis ojos se abrieron solos. Zuleica me observaba. Mi asombro fue total. Pensé que había despertado, y el enfrentarme a Zuleica en carne y hueso fue algo completamente inesperado. Me había acostumbrado a oír tan sólo su voz. También me sorprendió que ya no fuera de noche. Miré en torno mío. Ya no estábamos en la casa de Zuleica. Tuve entonces la instantánea certeza de que me hallaba ensoñando y desperté.
Zuleica empezó después otra faceta de sus enseñanzas. Me enseñó cómo moverme. Inició su instrucción ordenándome que fijara mi atención en el punto medio de mi cuerpo. En mi caso ese punto se hallaba abajo del borde inferior de mi ombligo. Me dijo que barriera el suelo con él; esto es, que hiciera oscilar mi vientre como si tuviera pegada una escoba allí. A través de incontables sesiones intenté hacer lo que la voz me ordenaba. Zuleica no me permitió entrar en un estado de vigilia en reposo. Su intención era llevarme a percibir la acción de barrer el suelo con el punto medio de mi cuerpo, mientras seguía despierto. Me dijo que estar en la conciencia del lado izquierdo era una ventaja suficiente para cumplir bien con el ejercicio.
Un día, por ninguna razón que pudiera yo concebir, logré tener una vaga sensación en el área de mi estómago.
No era algo definido y cuando enfoqué en él mi atención comprendí que era como una comezón dentro de la cavidad de mi cuerpo. Y no exactamente en el área del estómago sino más arriba. Con forme la examinaba, advertía mayores detalles. Lo vago de la sensación pronto se convirtió en una certeza. Había una extraña conexión de nerviosidad o una sensación cosquilleante entre mi plexo solar y mi pantorrilla derecha.
La sensación se agudizó, y yo involuntariamente elevé mi muslo derecho hasta el pecho. Así los dos puntos quedaron tan próximos el uno al otro como mi anatomía lo permitía. Me estremecí durante un momento con una nerviosidad inusitada y después sentí con claridad que barría el piso con el punto medio de mi cuerpo, era una sensación táctil que ocurría cada vez que oscilaba mi cuerpo estando sentado.
En la siguiente sesión, Zuleica me permitió entrar en un estado de vigilia en reposo. Sin embargo, no sentí en él lo que acostumbraba. Parecía haber una especie de control en mí que reducía la posibilidad de disfrutarlo libremente, como siempre lo había hecho; ese control también me hizo concentrar mi atención en la manera como se desarrolla la vigilia en reposo. Primero advertí la comezón en el área de la segunda atención, en mi cascarón luminoso. Masajeé ese punto moviendo mis de dos sobre él como si tocara un arpa: el punto se hundió hacia mi estómago. Lo sentí casi en mi piel. Experimenté aguijoneo en el exterior de mi pantorrilla derecha. Era una mezcla de placer y dolor. La sensación se esparció por toda mi pierna y después por la parte inferior de la espalda. Sentí que mis glúteos se sacudían. Todo mi cuerpo fue traspasado por una onda nerviosa. Sentí como si mi cuerpo hubiera sido atrapado, con los pies hacia arriba, en una red. Mi frente y mis dedos de los pies parecían tocarse. Me hallaba en una forma de U cerrada. Después sentí como si me doblaran en dos y me enrollaran en una sábana. Mis espasmos nerviosos eran los que hacían que la sábana se enrollara conmigo en el centro.
Cuando acabó de enrollarse ya no pude sentir mi cuerpo. Yo sólo era una con ciencia amorfa, un espasmo nervioso enrollado en sí mismo. Esa conciencia fue a descansar dentro de una zanja, dentro de una depresión de sí misma.
Comprendí entonces la imposibilidad de describir lo que o curre al ensoñar. Zuleica decía que la conciencia del lado derecho y la del lado izquierdo se envuelven juntas. Ambas llegan a descansar hechas un solo montón en la concavidad de la segunda atención. Para ensoñar, uno necesita manejar tanto el cuerpo luminoso como el cuerpo físico. Primero, el centro de la segunda atención en el cascarón luminoso es forzado a ser accesible: o alguien lo empuja desde afuera, o el ensoñador lo succiona desde adentro. Segundo, para dislocar la primera atención, los centros del cuerpo físico localizados en el punto medio del cuerpo y en las pantorrillas, especialmente la derecha, tienen que ser estimulados y colocados lo más cerca posible el uno del otro hasta que parezcan unirse. Esto se logra colocando al muslo derecho contra el pecho. Después tiene lugar la sensación de ser enrollado y automáticamente la segunda atención toma el control.
La explicación de Zuleica, dada a través de órdenes, era la manera más conveniente de describir lo que sucede, pues ninguna de las experiencias sensoriales implicadas en ensoñar son parte de nuestro inventario cotidiano.
Primeramente la sensación de un cosquilleo fuera de mí, era local y a causa de eso era mínima la turbación de mi cuerpo al experimentarla. La sensación de ser enrollado en mí mismo, por otra parte, era mucho más inquietante.
Incluía una serie de sensaciones que dejaban a mi cuerpo en un estado de emoción. Por ejemplo, yo estaba convencido de que en un momento los dedos de mis pies tocaban mi frente. Para mí, esa es una posición imposible de alcanzar; y sin embargo, yo sabía, más allá de cualquier posibilidad de duda, que me hallaba dentro de una red, colgado con los pies hacia arriba, con forma de pera, y con los dedos de los pies bien pegados a mi frente. En un plano físico me encontraba sentado con mis muslos replegados contra el pecho.
Zuleica también me dijo que la sensación de ser enrollado como si fuera un puro y colocado dentro de la concavidad de la segunda atención era el resultado de haber fusionado la con ciencia del lado derecho y la del lado izquierdo hasta formar una sola, en la cual el orden de preponderancia había sido cambiado y el lado izquierdo tenía la supremacía. Zuleica me urgió a que agudizara mi atención lo suficientemente como para presenciar el movimiento opuesto, esto es, las dos atenciones nuevamente convirtiéndose en lo que normalmente son, con el lado derecho llevando las riendas.
Nunca llegué a hacer lo que me pedía, pero me obsesioné hasta el punto de quedar atrapado en mortales titubeos causa dos por mi empeño por observar todo. Zuleica tuvo que cambiar de idea ordenándome que cesara mis escrutinios, puesto que tenía otras cosas que hacer.
Zuleica me dijo que primero que nada yo tenía que perfeccionar mi control a fin de poder moverme a voluntad.
Empezó su instrucción cuando me encontraba en un estado de vigilia en reposo, ordenándome repetidas veces abrir los ojos. Me costó muchísimo esfuerzo poder hacerlo, pero de repente mis ojos se abrieron y vi a Zuleica sobre mí. Yo estaba acostado. No pude determinar dónde. La luz era extraordinariamente brillante, como si me hallara exactamente abajo de un poderoso foco eléctrico, pero la luz no brillaba directamente sobre mis ojos.
Podía ver a Zuleica sin ningún esfuerzo.
Me ordenó que me pusiera en pie mediante un acto de voluntad. Me dijo que tenía que empujarme a mí mismo con mi par te media, que yo tenía allí tres gruesos tentáculos que podía usar como muletas para elevar todo mi cuerpo.
Traté innumerables veces de ponerme en pie. Fracasé. Tuve una sensación de desesperación y de angustia física que me recordaban las pesadillas que tenía de niño, en las que no podía despertar y sin embargo me hallaba completamente despierto tratando de gritar.
Zuleica finalmente me habló. Me dijo que tenía que seguir cierto orden, y que era una inútil y estúpida maniobra de mi parte el impacientarme y agitarme como si tratara con el mundo de la vida diaria. Impacientarse era correcto sólo en la primera atención; la segunda atención era la calma misma. Zuleica quería que yo repitiera la sensación que tuve de barrer el suelo con la parte media. Pensé que para poder repetirla tenía que estar sentado. Sin ninguna premeditación de mi parte, me senté y adopté la misma postura que usé la primera vez que tuve esa sensación. Algo en mí se meció y de súbito yo estaba en pie. No podía discernir qué había hecho para moverme.
Pensé que si volvía a empezar podía estar consciente del procedimiento. Tan pronto como tuve ese pensamiento me descubrí de nuevo tendido. Al ponerme en pie una vez más me di cuenta de que no había ningún procedimiento, que para moverme tenía que intentar moverme desde un nivel muy profundo. En otras palabras, tenía que estar absolutamente convencido de que quería moverme, o quizá sería más exacto plantear que tenía que estar convencido de que necesitaba moverme.
Una vez que hube comprendido este principio, Zuleica me hizo practicar todos los aspectos concebibles del movimiento volitivo. Mientras más practicaba, más claro se volvía para mí que ensoñar en realidad era un estado racional. Zuleica me explicó. Dijo que al ensoñar, el lado derecho, la conciencia racional, queda envuelta dentro de la conciencia del lado izquierdo a fin de dar al ensoñador un sentido de sobriedad y racionalidad, pero que la influencia de la racionalidad tiene que ser mínima y debe usarse sólo como un mecanismo inhibitorio que protege al ensoñador de excesos y empresas grotescas.
La siguiente faceta de la instrucción consistió en dirigir mi cuerpo de ensueño. Don Juan había propuesto, desde la primera vez que conocí a Zuleica, la tarea de contemplar el patio cuando me hallaba sentado en la caja de madera. Meticulosamente me puse a contemplarlo, a veces durante horas. Siempre estaba yo solo en la casa de Zuleica. Parecía que los días que yo iba allí todos se iban, o se escondían. El silencio y la soledad me auxiliaron y logré memorizar los detalles del patio.
Zuleica, por consiguiente, me propuso la tarea de abrir los ojos mientras me hallaba en un estado de vigilia en reposo para ver el patio. Lograrlo me tomó muchas sesiones. En un principio yo abría los ojos y la veía a ella, y ella, con una sacudida del cuerpo, me hacía rebotar, como si fuera pelota, al estado de vigilancia en reposo. En uno de esos rebotes sentí un temblor intenso; algo que se hallaba localizado en mis pies cascabeleó hacia arriba y llegó a mi pecho, y lo tosí; la escena del patio de noche salió de mí como si hubiera emergido desde mis tubos bronquiales. Era algo semejante al rugido de un animal.
Escuché la voz de Zuleica que me llegaba como si fuera un tenue murmullo. No pude comprender qué decía.
Vagamente advertí que me hallaba sentado en la caja de madera. Quise ponerme en pie pero advertí que yo no era sólido. Era como si el viento me llevara. Escuché entonces muy clara la voz de Zuleica diciéndome que no me moviera. Traté de permanecer inmóvil pero alguna fuerza me jaló y desperté en el pasillo. Silvio Manuel se hallaba frente a mí.
Después de cada sesión de ensoñar en la casa de Zuleica, don Juan siempre me esperaba en el oscurísimo pasillo. Me llevaba fuera de la casa y me hacía cambiar niveles de con ciencia. Pero esa vez Silvio Manuel se hallaba allí. Sin decirme una sola palabra, me puso dentro de un arnés y me izó contra las vigas del techo. Allí me dejó hasta el mediodía, cuando vino don Juan y me hizo bajar. Me explicó que el cuerpo se afina al estar suspendido, sin tocar el suelo, durante un periodo de tiempo, y que es esencial hacerlo antes de un viaje peligroso como el que yo iba a emprender.
Tuvieron que pasar muchas sesiones más de ensueño hasta que aprendí al fin a abrir los ojos y ver ya fuese a Zuleica o el patio oscuro. Comprendí entonces que ella misma había estado ensoñando todo el tiempo. Nunca había estado en persona tras de mi en el pasillo. Estaba yo en lo cierto la primera noche cuando creí que mi espalda estaba junto a la pared. Zuleica era una voz de ensueño.
Durante una de las sesiones, cuando abrí los ojos deliberadamente para ver a Zuleica, me dejó estupefacto encontrar a la Gorda al igual que a Josefina asomándose sobre mí junto con Zuleica. La faceta final de su enseñanza comenzó entonces. Zuleica nos enseñó a los tres a viajar con ella. Nos dijo que nuestra primera atención se hallaba enganchada en las emanaciones de la tierra, y que la segunda atención estaba enganchada en las emanaciones del universo. Lo que quería decir con eso es que un ensoñador, por definición está afuera de los linderos de las preocupaciones de la vida cotidiana. Como viajera del ensueño, la última tarea de Zuleica con la Gorda, Josefina y conmigo consistía en templar nuestra segunda atención para poder seguirla en sus viajes por lo desconocido.
En sesiones sucesivas, la voz de Zuleica me dijo que su «obsesión» me guiaría a un lugar de cita, que en asuntos de la segunda atención la obsesión del ensoñador sirve como guía, y que la suya se hallaba concentrada en un lugar real más allá de esta tierra. Desde allí me llamaría y yo tendría que usar su voz como si fuera una cuerda con la cual jalarme.
Nada ocurrió en dos sesiones; la voz de Zuleica resultaba más tenue conforme hablaba, y a mí me preocupaba no poder seguirla. No me había dicho lo que debía de hacer. También experimenté una pesadez desacostumbrada. No podía romper una estridente fuerza a mi alrededor que me sujetaba y que me impedía salir del estado de vigilia en reposo.
Durante la tercera sesión, de repente abrí los ojos sin haberlo siquiera intentado. Zuleica, la Gorda y Josefina me observaban. Yo estaba de pie, con ellas. Inmediatamente me di cuenta de que nos hallábamos en algún lugar desconocido para mí. El rasgo más obvio era una brillante luz directa. Toda la escena estaba inundada de una poderosa luz blanca, como de neón. Zuleica sonreía como invitándome a ver en torno a mí. La Gorda y Josefina parecían tan cautelosas como yo. Zuleica nos indicó que nos moviéramos. Nos hallábamos a campo abierto, de pie en el centro de un círculo deslumbrador. El suelo parecía ser roca dura, oscura, y sin embargo reflejaba mucho de la cegadora luz blanca que venía de arriba. Lo extraño era que aunque, yo sabía que la luz era excesiva mente intensa para mis ojos, no me lastimé en lo mínimo cuando alcé la cabeza y descubrí su fuente.
Era el sol. Yo estaba mirando directamente al sol, el cual, quizá a causa de que yo estaba ensoñando, era intensamente blanco.
La Gorda y Josefina también miraban directamente al sol, aparentemente sin ningún efecto dañino. De repente, me sentí ausentado. La luz era demasiado extraña. Era una luz implacable; parecía estancarme creando un viento que yo podía sentir. Pero no podía sentir nada de calor. Creía que la luz era maligna. Al unísono, la Gorda, Josefina y yo nos acurrucamos como niños asustados, en tomo a Zuleica. Ella nos agrupó. Después la deslumbrante luz blanca empezó a disminuir gradualmente hasta que desapareció por completo. En su lugar quedó una apacible luz amarillenta.
Me di total cuenta entonces de que no nos hallábamos en la tierra. El suelo era de color terracota mojada. No había montañas, pero donde nos encontrábamos tampoco era tierra plana. Era un suelo asolanado, lleno de grietas y manchas. Parecía un enfurecido mar seco de terracota. Lo podía ver a todo mi alrededor, como si me hallara en medio del océano. Miré arriba: el cielo había perdido su estridente resplandor. Era oscuro, pero no azul.
Una estrella brillante, incandescente, se encontraba cerca del horizonte. Tuve la certeza entonces de que estábamos en un mundo con dos soles, dos estrellas. Una era enorme y se había ya ocultado; la otra era más pequeña o quizá más distante.
Quise hacer preguntas, caminar por ahí y ver cosas. Con una seña, Zuleica nos ordenó que nos quedáramos quietos. Pero algo parecía jalarnos. De repente, la Gorda y Josefina no es tuvieron más; y yo me desperté.
Desde esa vez no regresé más a casa de Zuleica. Don Juan me hacía cambiar de niveles de conciencia en su propia casa o donde estuviéramos, y yo empezaba a ensoñar. Zuleica, la Gorda y josefina siempre me esperaban.
Regresamos a la misma escena una y otra vez, hasta que nos fuera completamente conocida. Cada vez que podíamos, evitábamos el resplandor, la luz del día, y llegábamos cuando era de noche, justo a tiempo para presenciar la salida de un astro colosal: algo de tal magnitud que cuando erupcionaba sobre la dentada línea del horizonte, cubría más de la mitad del plano de ciento ochenta grados frente a nosotros. El astro era hermosísimo, y su ascenso sobre el horizonte era algo tan inaudito que yo hubiera podido quedarme allí una eternidad sólo para presenciar esa vista.
El astro llenaba casi todo el firmamento cuando llegaba al cenit. Invariablemente nosotros nos tendíamos de espaldas para contemplarlo. Tenía configuraciones consistentes, que Zuleica nos enseñó a reconocer. Advertí que no era una estrella. Reflejaba la luz; tenía que haber sido un cuerpo opaco porque la luz que reflejaba era débil en relación con el monumental tamaño. Había enormes manchas marrón, que eran permanentes en su superficie de color amarillo-azafrán.
Zuleica nos llevó sistemáticamente a viajes que rebasaban las palabras. La Gorda decía que Zuleica llevó a Josefina aún más lejos, más profundo en lo desconocido, porque Josefina, al igual que Zuleica, estaba loca; ninguna de las dos poseía ese centro de racionalidad que proporciona sobriedad al ensoñador; por lo tanto, no tenían barreras ni interés en buscar causas racionales para ninguna cosa.
Lo único que Zuleica me dijo acerca de nuestros viajes, que parecía una explicación, era que el poder que los ensoñadores tienen de concentrarse en su segunda atención los con vertía en bandas vivientes de goma elástica.
Mientras más fuertes e impecables eran los ensoñadores más lejos podían proyectar su segunda atención en lo desconocido y más tiempo podían mantener esta proyección.
Don Juan decía que mis viajes con Zuleica no eran ilusión, y que cada cosa que yo había hecho con ella era un paso hacia el control de la segunda atención; en otras palabras, Zuleica me estaba enseñando la predisposición perceptual de ese otro dominio. Sin embargo, él no podía explicar la naturaleza exacta de esos viajes. O quizá no quería hacerlo. Me dijo que si él se aventuraba a explicar la predisposición perceptual de la segunda atención en términos de la primera atención, quedaría irremediablemente atrapado en palabras. Quería que yo encontrara mi propia explicación, y mientras más pensaba yo en ello más claro se volvía para mí que era imposible hacerlo. La renuncia de don Juan era funcional.
Bajo la guía de Zuleica llevé a cabo verdaderas visitas a misterios que ciertamente se hallan más allá del marco de mi razón, pero obviamente dentro de las posibilidades de mi con ciencia normal. Aprendí a viajar hacia algo incomprensible y terminé, como Emilito y Juan Tuma, copilando mis propios cuentos de la eternidad.