Cuando don Juan consideró que era hora de que tuviera mi primer encuentro con sus guerreros, me hizo cambiar de niveles de conciencia. En ese momento me aclaró que él no tendría nada que ver con la manera en que ellos me trataran. Me previno que si decidían golpearme, él no los iba a detener. Podían hacer lo que desearan, menos matarme. Subrayó una y otra vez que los guerreros de su grupo eran la perfecta réplica del grupo de su benefactor, salvo que algunas mujeres eran más feroces, y todos los hombres eran absolutamente poderosos y sin igual. Por tanto, mi primer encuentro con ellos podría resultar como una colisión frontal.
Yo, por una parte, me hallaba nervioso y aprensivo, pero, por otra, curioso. Mi mente se abrumaba con infinitas especulaciones, la mayor parte de ellas sobre cómo serían los guerreros.
Don Juan me dijo que él tenía dos opciones, una era la posibilidad de enseñarme a memorizar un elaborado ritual, como habían hecho con él, y la otra era hacer el encuentro lo más casual posible. Esperó un augurio que le señalara qué alternativa tomar. Su benefactor había hecho algo semejante, sólo que había insistido en que don Juan aprendiera el ritual antes de que el augurio se presentara. Cuando don Juan le reveló sus ilusiones de dormir con cuatro mujeres, su benefactor lo interpretó como el augurio, dejó a un lado el ritual y ter minó negociando por la vida de don Juan.
En mi caso, don Juan quería un augurio antes de enseñarme el ritual. El augurio llego cuando don Juan y yo viajábamos por un pueblo fronterizo en Arizona y un policía me detuvo. El policía creía que yo era un extranjero sin documentación. Sólo hasta que le mostré mi pasaporte, que él supuso falsificado, y otros documentos, me dejó ir. A don Juan, que estuvo junto a mí en el asiento delantero, el policía ni siquiera lo miró. Se había concentrado absolutamente en mí. Don Juan consideró que ese incidente era el augurio que esperaba. Lo interpretó como algo que señalaba lo peligroso que resultaría si yo llamaba la atención, y concluyó que mi mundo debía de ser de la máxima simplicidad y candor: toda pompa y rituales elaborados estarían fuera de carácter. Concedió, sin embargo, que sería adecuada una mínima observación de patrones ritualistas cuando me presentara a sus guerreros. Tenía que empezar aproximándome a ellos desde el Sur, porque ésa es la dirección que el poder sigue en su flujo incesante. La fuerza vital fluye hacia nosotros desde el Sur, y nos abandona fluyendo hacia el Norte.
Me dijo que la única entrada al mundo del nagual era a través del Sur, y que el portal se hallaba custodiado por dos guerreras, quienes tendrían que saludar me y dejarme pasar si así lo decidían.
Me llevó a un pueblo del centro de México. Caminamos a una casa en el campo y cuando nos acercábamos a ella desde el Sur, vi a dos indias macizas, de pie, enfrentándose la una a la otra a un metro de distancia. Se hallaban a unos diez o quince metros de la puerta principal de la casa, en una área donde la tierra estaba apisonada. Las dos mujeres eran extraordinariamente musculosas. Ambas tenían el pelo negrísimo y largo, juntado en una gruesa trenza. Parecían hermanas. Eran de la misma altura, del mismo peso: calculé que debían de tener alrededor de un metro sesenta de estatura y un peso de unos setenta kilos. Una de ellas era bastante oscura, casi negra, y, la otra, mucho más clara. Se hallaban vestidas como típicas indias del centro de México: vestidos largos, hasta el suelo, rebozos y huaraches caseros.
Don Juan me hizo detener a un metro de ellas. Se volvió hacia la mujer que se hallaba a nuestra izquierda y me hizo mirarla. Me dijo que se llamaba Cecilia y que era ensoñadora. Luego se volvió abruptamente, sin darme tiempo de decir nada, y me hizo enfrentarme a la mujer más morena, que se hallaba a nuestra derecha. Me dijo que su nombre era Delia y que era acechadora. Las mujeres me saludaron con un movimiento de cabeza. Ni sonrieron ni hicieron ningún gesto de bienvenida.
Don Juan caminó entre ellas como si fueran dos columnas que señalaban un portón. Avanzó un par de pasos y se volvió como si esperara que ellas me invitaran a pasar. Me observa ron calmadamente durante unos momentos.
Después Cecilia me invitó a entrar, como si yo me hallara en el umbral de una puerta verdadera.
Don Juan guió el camino hacia la casa. En la puerta principal encontramos a un hombre. Era muy delgado. A primera vista era bastante joven, pero un escrutinio más agudo revelaba que parecía tener casi sesenta años. Me dio la impresión de ser un niño viejo: pequeño, fuerte y nervioso, con penetrantes ojos oscuros. Era como una sombra. Don Juan me lo presentó como Emilito, y dijo que era su propio, su asisten te personal, y que él me daría la bienvenida a nombre suyo.
Me pareció que Emilito en verdad era el ser más apropiado para bienvenir a cualquiera. Su sonrisa era radiante, sus pequeños dientes estaban perfectamente alineados. Me dio la mano, o más bien cruzó sus antebrazos y apretó mis dos manos. Parecía exudar gozo, y cualquiera habría dicho que estaba extático de verme. Su voz era muy suave y sus ojos chisporroteaban.
Entramos a un gran cuarto. Allí estaba otra mujer. Don Juan me dijo que se llamaba Teresa y que era la ayudante de Cecilia y Delia. Quizás apenas tenía unos treinta años, y definitivamente parecía ser hija de Cecilia.
Era muy callada, pero amistosa. Seguimos a don Juan al fondo de la casa, donde había una terraza techada. Era un día cálido. Nos sentamos a una mesa, y después de una frugal merienda conversamos hasta la medianoche.
Emilito fue el anfitrión. Encantó y deleitó a todos con sus historias exóticas. Las mujeres se animaron. Eran un público magnífico. Oír su risa era un placer exquisito. En un momento, cuando Emilito dijo que ellas eran como sus dos madres, y Teresa como su hija, lo alzaron al vuelo y lo echaron al aire como si fuera un niño.
De las dos, Delia me parecía la más racional, con los pies en la tierra. Cecilia era quizá más indiferente, pero parecía tener mayor fuerza interna. Me dio la impresión de ser más intolerante o más impaciente; parecía irritarse con algunos de los cuentos de Emilito. No obstante, definitivamente era toda oídos cuando él contaba lo que llamaba sus «cuentos de la eternidad». Cada historia era precedida por la frase «¿sabían ustedes, queridos amigos, que…?». La historia que más me impresionó trataba de unas criaturas que según él existían en el universo y que eran lo más próximo a seres humanos, sin ser lo; eran criaturas obsesionadas con el movimiento, capaces de percibir la más ligera fluctuación dentro o en torno de ellas. Eran tan sensitivas al movimiento que éste constituía una maldición para ellas, algo tan terriblemente doloroso que su máxima ambición era encontrar la quietud.
Emilito intercalaba entre sus cuentos de la eternidad los más terribles chistes picantes. Debido a sus increíbles dotes como narrador, me dio la impresión de que cada una de sus historias era una metáfora, una parábola, a través de la cual nos enseñaba algo.
Don Juan dijo que no era así, que Emilito simplemente reportaba lo que había presenciado en sus viajes por la eternidad. La función de un propio consistía en viajar por delante del nagual, como explorador de una operación militar. Emilito había llegado hasta los límites de la segunda atención, y todo lo que presenciaba lo transmitía a los demás.
***
Mi segundo encuentro con los guerreros de don Juan fue tan preparado como el primero. Un día don Juan me hizo cambiar niveles de conciencia y me informó que yo iba a tener una segunda cita. Me hizo manejar a Zacatecas, en el norte de México. Llegamos allí muy temprano en la mañana. Don Juan me dijo que se trataba solamente de una escala, y que teníamos hasta el día siguiente para descansar antes de emprender mi segundo encuentro formal con las mujeres del Este y el guerrero erudito de su grupo. Me empezó a hablar entonces de un delicado e intrincado asunto de elección. Dijo que habíamos conocido al Sur y al propio a media tarde, porque él había hecho una interpretación personal de la regla y había elegido esa hora para representar la noche. El Sur verdaderamente era la noche —una noche cálida, propicia, agradable—, y propia mente debimos haber ido a conocer a las dos mujeres del Sur después de la medianoche. Sin embargo, eso no hubiera sido buen auspicio para mí, puesto que mi dirección general era hacia la luz, hacia el optimismo, un optimismo que se desenvuelve armoniosamente y entra en el misterio de la oscuridad. Dijo que eso era precisamente lo que habíamos hecho ese día; habíamos disfrutado nuestra reunión, conversando y riendo en la luz del día y en la total oscuridad de la noche. Me extraño en esa ocasión por qué no encendían las lámparas.
Don Juan dijo que el Este, por otra parte, era la mañana, la luz, y que deberíamos visitar a las mujeres del Este en la mañana del día siguiente.
Antes del desayuno fuimos al zócalo y tomamos asiento en una banca. Don Juan me pidió que me quedara allí y los esperase mientras él hacía algunos mandados. Se fue, y poco después llegó una mujer y tomó asiento en el otro extremo de la banca. No le presté ninguna atención y empecé a leer un periódico. Un momento después otra mujer se le unió. Quise irme a otra banca, pero recordé que don Juan había especificado que yo debía sentarme allí. Di la espalda a las mujeres y ya me había olvidado que estaban allí, puesto que todos estábamos en perfecto silencio, cuando un hombre las saludó y se detuvo, justo frente a mí. Me di cuenta, a través de su conversación, que las mujeres lo habían estado esperando. El hombre se disculpó por su tardanza. Obviamente quería sentarse.
Me deslicé un poco para hacerle espacio. Me dio las gracias profusamente y se disculpó por molestarme. Me dijo que los tres estaban absolutamente perdidos en la ciudad porque eran gente del campo, que una vez habían ido a la ciudad de México y casi se mueren en el tráfico. Me preguntó si yo vivía en Zacatecas. Le dije que no y me disponía a concluir nuestra conversación en ese momento, pero había algo muy cautivador en su sonrisa. Era un hombre viejo, notablemente conservado para su edad. No era indio. Parecía un caballero agricultor de pueblo rural.
Vestía traje y tenía puesto un sombrero de paja. Sus rasgos eran muy delicados, y la piel era casi transparente.
Tenía nariz perfilada, boca pequeña y una barba blanca, corta y perfectamente peinada. Se veía extraordinariamente sano y, a la vez, parecía frágil. Era de estatura me diana, musculoso, pero al mismo tiempo daba la impresión de ser delgado, casi débil.
Se puso en pie y se presentó. Me dijo que se llamaba Vicente Medrano, que estaría en la ciudad solamente por ese día, y que las dos mujeres eran sus hermanas. Las mujeres se levantaron y nos miramos. Eran muy delgadas, más morenas que su hermano. También eran mucho más jóvenes; una de ellas lo bastante como para ser su hija. Advertí que la piel de ellas era más seca, no era como la de él. Las dos mujeres eran muy atractivas.
Como el hombre, tenían facciones delicadas y sus ojos eran claros y apacibles. Las dos medían como un metro sesenta. Lucían vestidos bellamente cortados, pe ro con sus rebozos, sus zapatos sin tacón y sus medias de algo don oscuro semejaban campesinas adineradas. La de mayor edad parecía tener unos cincuenta años, y la menor, cuarenta.
El hombre me las presentó. La mayor se llamaba Carmela y la menor, Hermelinda. Me puse en pie y brevemente estreché sus manos. Les pregunté si tenían hijos. Esa pregunta por lo general era la manera con que yo iniciaba conversaciones. Las mujeres rieron y al unísono pasaron las manos por sus estómagos para mostrarme cuán delgadas eran. El hombre me explicó con mucha calma que sus hermanas eran solteronas, y que él mismo también era un viejo solterón. Me confió, con un tono semibromista, que por desgracia sus hermanas eran demasiado hombrunas, les faltaba esa femineidad que hace deseables a las mujeres, y que por tanto nunca habían podido hallar marido.
Les dije que así estaban mejor, considerando el papel subordinado de las mujeres en nuestra sociedad. Las mujeres no es tuvieron de acuerdo; dijeron que no les habría importado subordinarse si tan sólo hubiesen hallado hombres que quisieran ser sus dueños. La más joven dijo que el verdadero problema era que su padre no les había enseñado a comportar se como mujeres. El hombre comentó con un suspiro que el padre era tan dominante que también a él le había impedido casarse. Los tres suspiraron y se mostraron sombríos. A mí, me dio risa.
Después de un prolongado silencio volvimos a tomar asiento y el hombre dijo que si yo me quedaba allí un poco más tendría la oportunidad de conocer al padre de ellos, quien aún era muy fogoso a pesar de su edad tan avanzada. Añadió, con un tono tímido, que su padre los iba a llevar a desayunar, porque ellos nunca llevaban dinero. Su papá era el que administraba la economía.
Quedé estupefacto. Esos viejos que parecían tan fuertes, en realidad eran como niños débiles y azorados. Les dije adiós y me puse en pie para retirarme. El hombre y sus hermanas insistieron en que me quedara. Me aseguraron que a su papá le encantaría que yo los acompañara a desayunar. Yo no quería conocer a su padre, y a la vez tenía curiosidad. Les dije que yo también esperaba a alguien. En ese momento, las mujeres empezaron a reír con unas risas ahogadas que después se convirtieron en carcajadas estentóreas. El hombre también se dejó llevar por una risa incontenible. Me sentí estúpido. Mi deseo era irme al instante de allí En ese momento don Juan llegó y me di cuenta de toda la maniobra. No me pareció di vertida.
Todos nos pusimos en pie. Ellos aún reían cuando don Juan me dijo que las mujeres eran el Este; Carmela era acechadora y Hermelinda, ensoñadora; Vicente era el guerrero erudito, y el compañero más antiguo de don Juan.
Conforme nos alejábamos del zócalo, otro hombre se nos unió, un indio moreno y alto, quizá de unos cuarenta años. Vestía pantalones de mezclilla y un sombrero de vaquero. Parecía ser terriblemente fuerte y huraño. Don Juan me lo presentó como Juan Tuma, el propio y el asistente de investigaciones de Vicente.
Caminamos a un restorán que se hallaba a unas cuadras. Las mujeres me pusieron entre ellas. Carmela me dijo que esperaba que yo no me hubiera ofendido, que tuvieron la alternativa de simplemente presentarse conmigo o de jugar me una broma. Lo que los decidió en favor de embromarme fue mi actitud absolutamente esnob de darles la espalda y de querer cambiarme de banca. Hermelinda agregó que uno tiene que ser completamente humilde y no cargar nada que uno no tenga que defender, ni siquiera su propia persona; la persona de uno debe protegerse, pero no defenderse. Al desairarlos, yo no me protegía, sino que simplemente estaba defendiéndome.
Me sentí belicoso. Francamente, su broma me había caído mal. Empecé a hablar de mi enojo, pero antes de que expusiera mi argumento, don Juan vino a mi lado. Dijo a las dos mujeres que perdonaran mi belicosidad, que toma mucho tiempo limpiar la basura que un ser luminoso recoge en el mundo.
El dueño del restorán a donde fuimos conocía a Vicente y nos había preparado un desayuno suntuoso. Todos ellos estaban de magnífico humor, pero yo no podía acabar con mi enojo. Entonces, a petición de don Juan, Juan Tuma nos comenzó a hablar de sus viajes. Era un hombre de hechos. Me hipnotizaron sus secas narraciones de cosas que estaban más allá de mi entendimiento. Para mí la más fascinante fue la descripción de unos rayos de luz o de energía que supuesta mente entrelazan la tierra. Dijo que esos rayos no fluctúan como todo lo demás en el universo, sino que se hallan fijos en un patrón. Ese patrón coincide con cientos de puntos del cuerpo luminoso.
Hermelinda creía que todos esos puntos se encontraban en nuestro cuerpo físico, pero Juan Tuma explicó que, puesto que el cuerpo luminoso es bastante grande, algunos de esos puntos están localizados hasta a un metro de distancia del cuerpo físico. En cierto sentido se hallan fuera de nosotros, y sin embargo, esto no es así: están en la periferia de nuestra luminosidad y, por tanto, pertenecen al cuerpo total. El punto más importante se localiza a unos treinta centímetros del estómago, a cuarenta grados a la derecha de una línea imaginaria que se desprende, recta, hacia delante. Juan Tuma nos contó que ése era el centro donde se congrega la segunda atención, y que es posible manejarlo golpeando suavemente con las palmas de las manos. Oyendo hablar a Juan Tuma, olvidé mi enojo.
***
Mi siguiente encuentro con el mundo de don Juan fue con el Oeste. Don Juan me dio variadas advertencias de que el primer contacto con el Oeste era un evento sumamente importante, porque éste decidiría, de una manera u otra, lo que subsecuentemente yo debería hacer. También me puso en guardia de que iba a ser un evento difícil, especialmente para mí, que tan inflexible y tan importante me sentía. Me dijo que por lo común uno se aproxima al Oeste durante el crepúsculo, un momento del día que ya en sí es difícil, y que sus guerreras del Oeste eran poderosas, temerarias y enteramente exasperantes. A la vez, también conocería al guerrero que era el socio anónimo. Don Juan me recomendó que ejercitara la mayor cautela y paciencia; esas mujeres no sólo estaban locas de atar, sino que ellas y el hombre eran los guerreros más poderosos que había conocido. En su opinión, los tres eran las máximas autoridades de la segunda atención.
Un día, como si se tratara de un mero impulso, súbitamente don Juan decidió que era hora de iniciar nuestro viaje para conocer a las mujeres del Oeste. Viajamos a una ciudad del norte de México. Justo al atardecer, don Juan me indicó que estacionara el auto enfrente de una gran casa sin luces que se hallaba casi en las afueras de la ciudad. Nos bajamos del automóvil y caminamos a la puerta principal. Don Juan tocó varias veces. Nadie contestó. Tuve la sensación de que habíamos llegado en un momento inoportuno. La casa parecía vacía.
Don Juan continuó tocando hasta que, al parecer, se fatigó. Me indicó que tocara. Me dijo que lo hiciera sin parar porque las personas que vivían allí eran medio sordas. Le pregunté si no sería mejor regresar más tarde, o al día siguiente. Me dijo que continuara golpeando la puerta.
Después de una espera que pareció interminable, la puerta se empezó a abrir lentamente. Una mujer rarísima sacó la cabeza y me preguntó si lo que quería era tumbar la puerta al suelo, o enfurecer a los vecinos y a sus perros con mis golpes.
Don Juan dio un paso como para decir algo. La mujer salió afuera y con brusquedad lo empujó a un lado.
Empezó a sacudir su dedo índice casi sobre mi nariz, gritando que me estaba portando como si en el mundo no existiera nadie más aparte de mí. Protesté. Dije que yo sólo estaba cumpliendo lo que don Juan me había ordenado hacer. La mujer preguntó si me habían ordenado derrumbar la puerta. Don Juan quiso intervenir pero de nuevo fue empujado a un lado.
Parecía que esa mujer acababa de levantarse de la cama. Era una calamidad. La habíamos probablemente despertado y en su prisa se puso un vestido, de su canasta de ropa sucia. Se hallaba descalza, su pelo encanecido estaba en desorden total. Tenía los ojos irritados y apenas entreabiertos. Era una mujer de facciones ordinarias, pero de alguna manera muy impresionante: más bien alta, de un metro setenta centímetros, morena y enormemente musculosa; sus brazos desnudos estaban anudados con duros músculos. Advertí que el contorno de sus piernas era bellísimo.
Ella me miró de arriba abajo, irguiéndose por encima de mí, y gritó que no había oído mis disculpas. Don Juan me susurró que debería disculparme con voz fuerte y clara.
Una vez que lo hice, la mujer sonrió y se volvió hacia don Juan y lo abrazó como si fuera un niño. Gruñó que él no debió hacerme golpear la puerta porque mi contacto era demasiado furtivo y perturbador. Tomó a don Juan del brazo, lo condujo al interior y lo ayudó a cruzar la puerta, que por cierto tenía un pie muy alto. Lo llamaba «queridísimo viejecillo». Don Juan se rió. Yo me hallaba asombrado viéndolo comportarse como si le fascinaran las absurdidades de esa temible mujer. Una vez que ayudó al «queridísimo viejecillo» a entrar en la casa, ella se volvió hacia mí e hizo un gesto con la mano para ahuyentarme, como si yo fuera un perro. Se rió al ver mi sorpresa: sus dientes eran grandes, disparejos y sucios. Después pareció cambiar de opinión y me indicó que entrara.
Don Juan se dirigía a una puerta que yo difícilmente podía distinguir al final de un oscuro pasillo. La mujer lo regaño por ignorar hacia dónde se dirigía. Nos condujo por otro pasillo oscuro. La casa parecía inmensa, y no había una sola luz en ella. La mujer abrió una puerta que conducía a un cuarto muy grande, casi vacío a excepción de dos viejas sillas en el centro, bajo el foco más débil que jamás he visto. Era un foco alargado, antiguo.
Otra mujer se hallaba sentada en uno de los sillones. La primera mujer tomó asiento en un pequeño petate y reclinó su espalda contra la otra silla. Después colocó sus muslos contra los senos, descubriéndose por completo. No usaba ropa interior. La contemplé, estupefacto.
En un tono áspero y feo, la mujer me preguntó que por qué le estaba yo mirando descaradamente la vagina. No supe qué decir y sólo lo negué. Ella se levantó y pareció estar a punto de golpearme. Exigió que confesará que me había que dado con la boca abierta ante ella porque nunca había visto una vagina en mi vida. Me aterré. Me hallaba completamente avergonzado y luego me sentí irritado por haberme dejado atrapar en tal situación.
La mujer le preguntó a don Juan qué tipo de nagual era yo que nunca había visto una vagina. Empezó a repetir esto una y otra vez; gritándolo a todo pulmón. Corrió por todo el cuarto y se detuvo en la silla donde se hallaba sentada la otra mujer. La sacudió de los hombros y, señalándome, le dijo que yo nunca había visto una vagina en toda mi vida.
Me hallaba mortificado. Esperaba que don Juan hiciera algo para evitarme esa humillación. Recordé que me había di cho que esas mujeres estaban bien locas. Se había quedado corto: esa mujer estaba en su punto para el manicomio. Miré a don Juan, en busca de consejo y apoyo. Él desvió su mirada. Parecía hallarse igualmente perdido, aunque me pareció advertir una sonrisa maliciosa, que ocultó rápidamente volviendo la cabeza.
La mujer se tendió boca arriba, se alzó la falda y me ordenó que mirara hasta hartarme en vez de estar con miraditas aviesas. Mi rostro debió enrojecer, a juzgar por el calor que sentí en la cabeza y el cuello. Me hallaba tan molesto que casi perdí el control. Tenía ganas de aplastarle la cabeza.
La mujer que se hallaba en la silla repentinamente se puso en pie y tomó del pelo a la otra; la hizo levantarse con un solo movimiento, al parecer sin ningún esfuerzo. Se me quedó mirando con los ojos entrecerrados, y aproximó su rostro a unos cinco centímetros del mío. Su olor era sorprendentemente fresco.
Con una voz muy chillante dijo que deberíamos acabar con lo que empezamos. Las dos mujeres quedaron muy cerca de mí bajo el foco. No se parecían. La segunda era de mayor edad, o daba esa impresión. Su cara se hallaba cubierta por una densa capa de polvo cosmético que le daba una apariencia de bufón. Su cabello estaba arreglado en un moño. Parecía muy serena, salvo un continuo temblor en el labio inferior y la barbilla.
Las dos eran igualmente altas y fuertes en apariencia; ambas se irguieron amenazadoras sobre mí y me observaron un rato largo. Don Juan no hizo nada por romper su fijeza. La mujer de más edad asintió con la cabeza y don Juan me dijo que se llamaba Zuleica y que era ensoñadora. La mujer que había abierto la puerta se llamaba Zoila, y era acechadora.
Zuleica se volvió hacia mí y, con voz de loro, me preguntó si en verdad nunca había visto una vagina. Don Juan ya no pudo conservar más tiempo la compostura, y empezó a reír. Con un gesto, le hice ver que no sabía qué decir. Me susurró en el oído que lo mejor sería decir que no; de otra manera tendría que describir una vagina, porque eso me exigiría después Zuleica.
Respondí como don Juan me indicó y Zuleica comentó que sentía lástima por mí. Y luego ordenó a Zoila que me enseñara su vagina. Zoila se tendió boca arriba bajo el foco y abrió los muslos.
Don Juan reía y tosía. Le supliqué que me sacara de ese manicomio. De nuevo me susurró en el oído que lo que debía hacer era mirar bien y mostrarme atento e interesado, porque si no tendríamos que quedarnos allí hasta el Día del Juicio.
Después de un examen cuidadoso y atento, Zuleica dijo que a partir de ese momento podía yo alardear de ser un conocedor, y que si alguna vez me topaba con una mujer sin pantaletas, ya no sería tan vulgar y obsceno como para quedarme bizco mirándola, porque ya había visto una vagina.
Caminando muy despacio, Zuleica nos condujo al patio. Me susurró que allí se hallaba alguien esperando conocerme. El patio estaba en completas tinieblas. A duras penas podía distinguir las siluetas de los otros.
Entonces vi el oscuro con torno de un hombre que se hallaba a unos cuantos metros de mí. Mi cuerpo experimentó una sacudida involuntaria.
Don Juan le habló a ese hombre con una voz muy baja, y dijo que me había llevado con él para que lo conociera. Le dijo cómo me llamaba. Después de un momento de silencio, don Juan me dijo que el hombre se llamaba Silvio Manuel, que era el guerrero de la oscuridad y el verdadero jefe de todo el grupo de guerreros.
Después, Silvio Manuel me habló. Me dio la impresión de que tenía un desorden en el habla: su voz era amortiguada y las palabras le salían como suaves estallidos de tos.
Me ordenó que me acercara. Cuando traté de aproximarme, él retrocedió, exactamente como si flotara. Me llevó a un re ceso aún más oscuro del pasillo, caminando, o eso parecía, hacia atrás y sin ruido. Murmuró algo que no pude comprender. Quise hablar, pero la garganta me picaba y estaba reseca. Me repitió algo dos o tres veces hasta que comprendí que me estaba ordenando que me desnudara. Había algo abrumador en su voz y en la oscuridad que lo envolvía. No pude desobedecer. Me quité la ropa y quedé desnudo, temblando de temor y de frío.
Estaba tan oscuro que no podía ver si don Juan y las dos mujeres aún estaban allí. Escuché un suave y prolongado siseo que se originaba muy cerca de mí; entonces sentí una brisa fresca. Comprendí que Silvio Manuel exhalaba su aliento sobre todo mi cuerpo.
Después me pidió que me sentara en mi ropa y mirara un punto brillante que con facilidad yo podía distinguir en la oscuridad, un punto que daba una tenue luz ámbar. Me pareció que me quedé mirando horas enteras hasta qué de súbito comprendí que el punto de brillantez era el ojo izquierdo de Silvio Manuel. Pude distinguir entonces el contorno de todo su rostro y de su cuerpo. El pasillo no estaba tan oscuro como parecía. Silvio Manuel avanzó hacia mí y me ayudó a incorporarme. Me encantó ver en la oscuridad con tal claridad. Ni siquiera me importaba estar desnudo o que, como entonces advertí, las mujeres me miraran. Al parecer, ellos también podían ver en la oscuridad; me observaban. Quise ponerme el pantalón, pero Zoila me lo arrebató de las manos.
Las dos mujeres y Silvio Manuel me observaron durante un largo rato. Después, don Juan se presentó repentinamente, me dio mis zapatos, y Zoila nos llevó por un corredor a un patio abierto, con árboles. Distinguí la negra silueta de una mujer parada en la mitad del patio. Don Juan le habló y ella murmuró algo como respuesta.
Don Juan me dijo que era una mujer del Sur, se llamaba Marta, y era la asistente de las dos mujeres del Oeste.
Marta dijo que podría apostar que yo nunca me había presentado a una mujer estando desnudo; el procedimiento habitual es conocerse y desvestir se después. Rió con fuerza. Su risa era tan agradable, tan clara y joven, que me estremeció. Su risa repercutió por toda la casa, aumentada por la oscuridad y el silencio que allí reinaba. Miré a don Juan en busca de apoyo. Se había ido, y Silvio Manuel también. Me hallaba solo con las tres mujeres. Me puse muy nervioso y le pregunté a Marta si sabía a dónde se había ido don Juan. En ese preciso momento, alguien me agarró de la piel de mis axilas. Grité de dolor. Supe que había sido Silvio Manuel. Me levantó como si yo no pesara nada y me sacudió hasta que se me salieron los zapatos. Después me puso de pie en una estrecha tina de agua helada que me llegaba a las rodillas.
Me quedé en la tina durante un rato largo mientras todos me escrutaban. Después, Silvio Manuel volvió a levantarme, me sacó del agua y me colocó junto a mis zapatos, que diligente mente alguien había puesto al lado de la tina.
Don Juan de nuevo apareció y me dio mi ropa. Me susurró que debía de ponérmela y que lo cortés era quedarse conversando por un rato. Marta me dio una toalla para que me secara. Busqué a las otras dos mujeres y a Silvio Manuel, pero no aparecían por ningún sitio.
Marta, don Juan y yo permanecimos en la oscuridad conversando un largo rato. Ella parecía dirigirse principalmente a don Juan, pero creí que yo era su verdadero público. Esperé una indicación de don Juan para que nos marcháramos, pero él parecía disfrutar la ágil conversación de Marta. Nos di jo que ese día Zoila y Zuleica habían estado en la cumbre de la locura. Añadió luego, en beneficio mío, que las dos eran extraordinariamente racionales la mayor parte del tiempo.
Como si revelara un secreto, Marta nos contó que el cabello de Zoila estaba tan despeinado porque cuando menos un tercio de éste era pelo de Zuleica. Las dos habían tenido un momento de intensa camaradería, y se ayudaron mutua mente a peinarse el pelo. Zuleica trenzó el pelo de Zoila como lo había hecho cientos de veces, salvo que, como estaba fuera de control, anudó parte de su propio cabello con el de Zoila. Marta dijo que al levantarse de las sillas hubo una conmoción. Ella corrió al rescate, pero cuando entró en el cuarto, Zuleica ya había tomado la iniciativa y se hallaba más lúcida que Zoila, decidió cortar la parte del pelo de Zoila que había trenzado con el suyo. En el desorden que vino después, Zuleica se confundió y acabó cortando su propio pelo.
Don Juan reía como si fuera lo más chistoso que hubiera oído en su vida. Escuché suaves explosiones de risa que pare cían tos y que provenían de la oscuridad del lado opuesto del patio.
Marta añadió que había tenido que improvisarle un moño hasta que le creciera el pelo a Zuleica.
Reí con don Juan. Marta me caía muy simpática. En cambio las otras dos mujeres me daban asco. Marta, por el contrario, parecía un parangón de calma y de voluntad férrea. No podía ver sus rasgos, pero la imaginé muy hermosa. El sonido de su voz era cautivante.
Muy cortésmente, ella le preguntó a don Juan si yo querría algo de comer. Él respondió que yo no me sentía muy a gusto que digamos con Zuleica y Zoila y que probablemente acabaría en náusea. Marta me aseguró que las dos mujeres ya se habían ido, y tomó mi brazo y nos llevó a través de un corredor aún más oscuro hasta una bien iluminada cocina. El con traste fue excesivo para mis ojos. Me quedé en el umbral de la puerta tratando de acostumbrarme a la luz.
La cocina era de techo alto y bastante moderna y funcional. Tomamos asiento en una especie de desayunador.
Marta era joven y muy fuerte; tenía una figura llena, voluptuosa; rostro circular y nariz y boca pequeñas. Su pelo negrísimo estaba trenzado y enroscado encima de su cabeza.
Estaba seguro de que ella habría estado tan curiosa por examinarme como yo por verla en la luz. Nos sentamos y comimos y hablamos durante horas. Yo quedé fascinado. Era una mujer sin educación y, sin embargo, me tuvo absorto con su conversación. Nos contó chistosísimas y detalladas historias de las ridiculeces que Zoila y Zuleica hacían cuando estaban locas.
Cuando salimos de la casa, don Juan expresó su admiración por Marta. Dijo que ella era quizás el más admirable ejemplo de cómo la determinación puede afectar a un ser humano. Sin ninguna base educativa o de preparación, salvo su voluntad inquebrantable, Marta había triunfado en la más ardua ta rea imaginable: la de cuidar a Zoila, Zuleica y Silvio Manuel.
Pregunté a don Juan por qué Silvio Manuel se había rehusado a que lo mirara en la luz. Me respondió que Silvio Manuel se hallaba en su elemento en la oscuridad, y que ya tendría incontables oportunidades de verlo. Durante nuestro primer encuentro, no obstante, era obligatorio que él se conservara dentro de los linderos de su poder: la oscuridad de la noche. Silvio Manuel y las dos mujeres vivían juntos porque formaban un equipo de brujos formidables.
Don Juan me recomendó que no me formara juicios apresurados de las dos mujeres del Oeste. Yo las había conocido en un momento en que estaban fuera de control, pero esa ausencia de control sólo tenía que ver con la conducta superficial. Las dos tenían un centro interno que era inalterable; por tanto, hasta en los momentos de peor locura podían reírse de sus propias aberraciones como si se tratara de una representación puesta en escena por otras personas.
El caso de Silvio Manuel era distinto, no se hallaba trastornado de manera alguna. De hecho, su profunda sobriedad le permitía actuar tan efectivamente con las dos mujeres, porque ellas y él eran extremos opuestos.
Don Juan me dijo que Silvio Manuel había nacido de esa manera y que todos los que lo rodeaban reconocían la diferencia. Aun el mismo benefactor de don Juan, que era duro e implacable con todos, prodigaba especial atención a Silvio Manuel. Don Juan tardó años en comprender la razón de esa preferencia. Debido a algo inexplicable en su naturaleza, una vez que Silvio Manuel ingresó en la conciencia del lado izquierdo, nunca más salió de allí. Su proclividad a permanecer en un estado de conciencia acrecentada, aunado a la soberbia capacidad de su benefactor, le permitieron llegar, antes que los demás, no sólo a la conclusión de que la regla es un mapa y que, en realidad, existe otro tipo de conciencia, sino también el pasaje real y concreto que conduce al otro mundo de la conciencia. Don Juan decía que Silvio Manuel, de la manera más impecable, equilibraba sus ganancias excesivas poniéndolas al servicio del propósito común de todos ellos. Silvio Manuel era la fuerza silenciosa que se hallaba tras don Juan.
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Mi último encuentro introductorio con los guerreros de don Juan fue con el Norte. Don Juan me llevó a la ciudad de Guadalajara a fin de llevarlo a cabo. Me dijo que nuestra cita era a sólo una corta distancia del centro de la ciudad y que tendría lugar al mediodía, porque el Norte era el mediodía. Dejamos el hotel a las once de la mañana, y nos paseamos tranquilamente por la zona del centro.
Caminaba sin fijarme, preocupado por el encuentro, cuando me estrellé de cabeza con una dama que salía apresurada de una tienda. Llevaba unos paquetes, que se esparcieron por la acera. Pedí disculpas y empecé a ayudarla a recogerlos. Don Juan me urgió a que me apurara para no llegar demasiado tarde. La señora parecía aturdida con el golpe. La sostuve del brazo. Era una mujer alta, muy esbelta, quizá de unos sesenta años, vestida con suma elegancia. Parecía una dama de sociedad. Era exquisitamente cortés y asumió la culpa, aduciendo que se había distraído buscando a su sirviente. Me preguntó si la podía ayudar a localizarlo entre la multitud. Me volví a don Juan, quien dijo que, después de medio matarla, lo menos que podía hacer era ayudarla.
Tomé los paquetes y regresamos a la tienda. A corta distancia localicé a un indio de aire desamparado que parecía estar absolutamente fuera de sitio allí. La señora lo llamó y él fue a su lado casi como un perrito extraviado. Parecía que estaba a punto de lamerle la mano.
Don Juan nos esperaba afuera de la tienda. Le explicó a la señora que teníamos prisa y después le di mi nombre. La señora sonrió con gracia y me extendió su mano. Pensé que en su juventud debió haber sido arrebatadora, pues aún se conservaba hermosa y cautivante.
Don Juan se volvió a mí y abruptamente me dijo que el nombre de la señora era Nélida, que era del Norte, y que era ensoñadora. Después me hizo volverme hacia el sirviente y me dijo que se llamaba Genaro Flores, y que él era el hombre de acción, el guerrero de las hazañas del grupo. Mi sorpresa fue total. Los tres soltaron una carcajada, y mientras más crecía mi consternación más disfrutaban ellos.
Don Genaro regaló los paquetes a un grupo de niños, diciéndoles que su patrona, la bondadosa señora, había comprado esas cosas para regalárselas. Era su buena acción del día. Después caminamos en silencio una media cuadra. Yo tenía la lengua trabada. De repente, Nélida señaló una tienda y nos pidió que nos detuviéramos un instante porque tenía que recoger una caja de medias que le estaban guardando allí. Me escudriñó sonriendo, con los ojos resplandecientes, y me dijo que, ya en serio, brujería o no brujería, ella tenía que usar medias de nailon y pantaletas de encaje. Don Juan y don Genaro rieron como idiotas. Yo me quedé mirándola con la boca abierta, porque no tenía otra cosa que hacer. Había algo absolutamente terrenal en ella y, sin embargo, era casi etérea.
En tono de broma le dijo a don Juan que me sostuviera porque estaba a punto de desmayarme. Después cortésmente le pidió a don Genaro que fuera corriendo adentro y que re cogiera el paquete. Cuando él procedía a entrar en la tienda, Nélida cambió de idea y lo llamó, pero él al parecer no la es cuchó y desapareció en la tienda.
Nélida se disculpó y corrió tras él.
Don Juan oprimió mi espalda para sacarme de mis turbulencias. Me dijo que iba a conocer a la otra mujer del Norte, cuyo nombre era Florinda, por mi propia cuenta y en otra ocasión, porque ella sería mi enlace con otro ciclo, con otro estado de ser. Describió a Florinda como una copia al carbón de Nélida, o viceversa.
Observé que Nélida era tan sofisticada y de tan buen gusto que la podía imaginar en una revista de modas. El hecho de que fuese bella y tan blanca, quizá de familia francesa o del norte de Italia, me sorprendió. Aunque Vicente tampoco era indio, su apariencia rural no lo hacía ver como una anomalía. Le pregunté a don Juan por qué había gente blanca en su mundo. Dijo que el poder es lo que selecciona a los guerreros del grupo de un nagual, y que es imposible conocer sus designios.
Esperamos en frente de la tienda por lo menos una media hora. Don Juan pareció impacientarse y me pidió que entrara y los apresurara. Entré en la tienda. No era un lugar grande, no había puerta trasera, y ellos no estaban allí. Les pregunté a los empleados, pero nadie pudo darme razón.
Volví con don Juan y le exigí que me dijera qué había ocurrido. Me dijo que o habían desaparecido en pleno aire o habían salido a escurridillas cuando él me oprimió la espalda.
Me enfurecí y le grité que toda su gente eran unos embaucadores. Él rió tanto que le rodaron lágrimas por las mejillas. Dijo que yo era la ideal víctima de engaño. Mi sentido de impaciencia personal me empujaba a jugar el papel de un tonto sin remedio. Mi irritación lo hacía reír con tanta fuerza, que tuvo que apoyarse en la pared.
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La Gorda me relató su primer encuentro con los miembros del grupo de don Juan. Su versión difería sólo en el contenido: la forma era la misma. Los guerreros quizá fueron un poco más violentos con ella. La Gorda lo interpretó como un experimento para sacarla de su modorra, o una reacción natural, por parte de ellos, a lo que ella consideraba su detestable personalidad.
A medida que revisábamos el mundo de don Juan, nos íbamos dando cuenta de que éste era una réplica del mundo de su benefactor. Se podía ver que consistía o de grupos o de casas. Había un grupo de cuatro pares independientes de mujeres que parecían hermanas y que trabajaban y vivían juntas; otro grupo estaba compuesto por don Juan y tres hombres de la edad de don Juan, y muy allegados a él; un par de mujeres del Sur, más jóvenes que las demás, que parecían tener lazos de parentesco entre ellas, Marta y Teresa; y finalmente un par de hombres menores que don Juan, los propios Emilito y Juan Tuma. Pero también parecían consistir en cuatro casas aparte, localizadas muy lejos la una de la otra en distintas zonas de México. Una se hallaba compuesta por las dos mujeres del Oeste, Zuleica y Zoila, Silvio Manuel y Marta. La siguiente estaba formada por las dos mujeres del Sur, Cecilia y Delia; Emilito que era el propio de don Juan, y Teresa. Otra casa estaba hecha por Carmela y Hermelinda, las mujeres del Oeste, Vicente, y el propio Juan Tuma; y, por último, la de las mujeres del Norte, Nélida y Florinda, y don Genaro.
Según don Juan, su mundo no tenía ni la armonía ni el equilibrio del de su benefactor. Las dos únicas mujeres que se equilibraban completamente la una a la otra, y que parecían gemelas idénticas, eran las guerreras del Norte, Nélida y Florinda. Una vez, Nélida me dijo que las dos eran tan parecidas que incluso tenían el mismo tipo sanguíneo.
Para mí, una de las sorpresas más agradables fue la transformación de Zuleica y Zoila, quienes habían sido tan repugnantes. Resultaron ser, como había dicho don Juan, las guerreras más sobrias que se pudiera imaginar. No lo podía creer cuando las vi por segunda vez. El ataque de locura había pasado y ahora asemejaban dos señoras bien vestidas, altas, morenas y musculosas, con brillantes ojos oscuros como pedazos de resplandeciente obsidiana negra. Rieron y bromea ron conmigo por lo que ocurrió la noche de nuestro primer encuentro, como si otras personas y no ellas hubieran tomado parte en él. Puede comprenderse fácilmente el tumulto emocional de don Juan causado por las guerreras del Oeste del grupo de su benefactor. Para mí también era imposible aceptar que Zuleica y Zoila pudiesen transformarse en criaturas repugnantes y detestables. Me tocó la oportunidad de presenciar esa metamorfosis en varias ocasiones; felizmente nunca pude juzgarlas tan ásperamente como lo hice en el primer encuentro. Más que nada, sus excesos me causaban tristeza.
Pero la sorpresa más grande me la deparó Silvio Manuel. En la oscuridad de nuestro primer encuentro lo imaginé como un hombre imponente, un gigante avasallador. En realidad era pequeño, pero no frágilmente pequeño. Su cuerpo era como el de un jinete de carreras, un jockey pequeño pero perfectamente proporcionado.
Me pareció que hubiera podido ser un gimnasta. Su control físico era tan notable que podía inflarse, como si fuera un sapo, hasta casi el doble de su tamaño, expandiendo todos los músculos del cuerpo. Daba asombrosas demostraciones de cómo podía descoyuntar sus miembros y reacomodarlos nuevamente sin ninguna manifestación de dolor. Al mirar a Silvio Manuel, siempre experimenté un profundo, desconocido sentimiento de temor. Para mí, era como un visitante de otro tiempo. Era moreno pálido, como estatua de bronce. Sus rasgos eran afilados. Su nariz aguileña; sus labios gruesos y sus ojos oblicuos ampliamente separados, lo hacían parecer una figura estiliza da de un fresco maya. Durante el día era amigable y simpático, pero tan pronto oscurecía se volvía insondable. Su voz se transformaba. Tomaba asiento en una esquina oscura y se dejaba devorar por la oscuridad. Todo lo que quedaba visible de él era su ojo izquierdo, que permanecía abierto y adquiría un fulgor extraño, como ojos de felino.
Una cuestión secundaria que emergió en el transcurso de nuestro trato con los guerreros de don Juan fue el tema del desatino controlado. Don Juan me dio una explicación suscinta de una vez que se hallaba exponiendo las dos categorías en las que obligatoriamente se dividen las mujeres guerreras: ensoñadoras y acechadoras. Me dijo que todos los miembros de su grupo hacían ensoñar y acechar como parte de sus vidas diarias, pero que las mujeres que componían el planeta de las ensoñadoras y el planeta de las acechadoras eran las máximas autoridades de sus actividades respectivas.
Las acechadoras son las que enfrentan los embates del mundo cotidiano. Son las administradoras de negocios, las que tratan con la gente. Todo lo que tiene que ver con el mundo de los asuntos ordinarios pasa por sus manos. Las acechadoras son las practicantes del desatino controlado, así como las ensoñadoras son las practicantes del ensueño. En otras palabras, el desatino controlado es la base del acechar, y los ensueños son las bases del ensoñar. Don Juan decía que, hablando en términos generales, el logro más importante de un guerrero en la segunda atención es ensoñar, y en la primera atención el logro más grande es acechar.
Yo malentendí lo que los guerreros de don Juan hicieron conmigo en nuestros primeros encuentros. Tome sus actos como ejemplos de engaño y falsedad, y ésa sería mi impresión hasta la fecha, de no haber sido por la idea del desatino controlado. Don Juan me dijo que los actos de esos guerreros fueron lecciones maestras de acechar.
Me dijo que su benefactor le había enseñado el arte de acechar antes que otra cosa. Para poder sobrevivir entre los guerreros de su benefactor tuvo que aprender ese arte a toda prisa. En mi caso, dijo don Juan, puesto que no tenía que vérmelas con sus guerreros, tuve que aprender primero a ensoñar. Pero cuando el momento fuese apropiado, Florinda aparecería para guiarme a través de las complejidades del acechar. Nadie más qué ella podía hablar conmigo detalladamente del acecho; los otros tan sólo podían ofrecerme demostraciones directas, como ya lo habían hecho en nuestros primeros encuentros.
Don Juan me explicó detalladamente que Florinda era una de las máximas practicantes del acecho, ya que su benefactor y sus cuatro guerreras, que eran acechadoras, la habían entre nado en los aspectos más intrincados de este arte. Florinda fue la primera guerrera que llegó al mundo de don Juan, y por esa razón ella iba a ser mi guía personal: no sólo en el arte de acechar sino también en el misterio de la tercera atención, si es que yo llegaba a ese nivel. Don Juan no me explicó nada más acerca de ese punto. Me dijo que eso tendría que esperar a que yo estuviera listo, primero para aprender a acechar, y después a entrar en la tercera atención.
Don Juan decía que su benefactor había sido muy meticuloso con cada uno de sus guerreros al adiestrarlos en el arte de acechar. Utilizó toda clase de estratagemas a fin de crear un contrapunto entre los dictados de la regla y la conducta de los guerreros en el mundo cotidiano. Creía que ésa era la mejor forma de convencerlos de que la única manera que disponen para tratar con el medio social es en términos del desatino controlado.
A medida que desarrollaba sus estratagemas, el benefactor de don Juan ponía a la gente y a los guerreros frente a los mandatos de la regla, y dejaba que el drama natural se desenvolviese por sí mismo. La insensatez de la gente tomaba la delantera y por un momento arrastraba con ella a los guerreros, como parece ser lo natural, pero siempre será vencida por los designios más abarcantes de la regla.
Don Juan nos dijo que en un principio se sintió profunda mente agraviado por el control que su benefactor ejercía sobre sus guerreros. Incluso se lo echó en cara. Su benefactor no se inmutó. Sostuvo que su control era tan sólo una ilusión que el Águila creaba. El solamente era un guerrero impecable, y sus actos representaban un humilde intento de reflejar al Águila.
Don Juan decía que el impulso con el cual su benefactor llevaba a cabo sus estratagemas se originaba en su certeza de que el Águila era real y final, y en su certeza de que lo que la gente hace es un desatino absoluto.
Esas dos convicciones daban origen al desatino controlado, que el benefactor de don Juan describía como el único puente que existe entre la insensatez de la gente y la finalidad de los dictados del Águila.