CAPÍTULO III

Madame Keller, nacida en 1757, tenía entonces cuarenta y cinco años. Originaria de Saint-Sauflieu, como antes he dicho, pertenecía a una familia de pequeños propietarios. Monsieur y madame Acloque —su padre y su madre—, de posición muy modesta, habían visto disminuir su pequeña fortuna de año en año, a consecuencia de las necesidades de la vida. Murieron poco después uno de otro, hacia el año 1765. La joven quedo entregada a los cuidados de una tía vieja a, cuyo fallecimiento debía dejarla bien pronto sola en el mundo.

En esta situación se encontraba cuando fue pretendida por monsieur Keller, que había venido a Picardía para asuntos de su comercio, el cual ejerció durante diez y ocho meses en Amiens y en los alrededores, donde se ocupaba del transporte de mercancías. Era un hombre serio, de buena presencia, inteligente y activo. Por aquella época no teníamos nosotros todavía por la gente de raza alemana la repulsión que debían inspirarnos más tarde los odios nacionales sostenidos por treinta años de guerra.

Monsieur Keller disponía de una regular fortuna, que no podía menos de acrecentar con su celo y con su actividad ante los negocios, y, en resumen, preguntó a mademoiselle Acloque si quería ser su esposa.

Mademoiselle Acloque dudó, porque se vería obligada a salir de Saint-Sauflieu y de su Picardía, a la cual estaba unida de todo corazón. Y, además, este matrimonio, ¿no debía hacerla perder su cualidad de francesa? Pero entonces no poseía por toda fortuna más que una casita, que seria necesario vender muy pronto. ¿Qué seria de ella después de este último sacrificio? Por estas razones, madame Dufrenay, su vieja tía, sintiendo su próximo fin, y asustándose de la situación en que se encontraría su sobrina, la impulsó a que aceptara el ofrecimiento.

Mademoiselle Acloque consintió. El matrimonio fue celebrado en Saint-Sauflieu; y la que ya era madame Keller, dejó la Picardía algunos meses más tarde, y siguió a su marido al otro lado de la frontera.

Madame Keller no tuvo motivo para arrepentirse de la elección que había hecho. Su marido fue bueno para ella, como ella fue buena para él. Siempre atento y cariñoso, puso todo su cuidado en conseguir que su esposa no conociese demasiado que había perdido su nacionalidad. Para este matrimonio, completamente de razón y de conveniencia, no hubo, sin embargo, más que días felices; lo cual es raro en nuestros tiempos, y lo era ya también entonces.

Un año después, en Belzingen, donde vivían madame Keller dio a luz un niño. Entonces quiso consagrarse toda entera a la educación de su hijo, del cual se ha de tratar mucho en nuestra historia.

Algún tiempo después del nacimiento de eso niño, hacia 1771, fue cuando mi hermana Irma de edad entonces de diez y nueva años, entró a servir a la familia Keller. Madame Keller la había conocido muy niña, cuando ella misma no era más que una pollita. Nuestro padre había trabajado algunas veces en casa de monsieur Acloque, y su señora y su hija se interesaban por su situación. De Grattepanche a Saint-Sauflieu no hay mucha distancia. Madame Acloque encontraba con frecuencia a mi hermana, la besaba, la abrazaba, le hacía pequeños regalos, y sintió, en fin, por ella, una gran amistad; amistad que había de ser pagada más tarde con el más acendrado y puro afecto.

Así, cuando supo la muerte de nuestro padre y de nuestra madre, que nos dejaban casi sin recursos, madame Keller tuvo la idea de llevarse consigo a Irma, que estaba ya sirviendo en una casa de Saint-Sauflieu, en lo cual mi hermana consintió de buen grado, sin que jamás haya tenido que arrepentirse de ello.

Ya he dicho que monsieur Keller era de sangre francesa por sus antecesores. Veamos de qué modo.

Poco más de un siglo antes, los Keller habitaban la parte francesa de la Lorena. Eran hábiles y entendidos comerciantes, y estaban ya en una posición muy desahogada, que hubieran seguramente mejorado mucho, sin los graves acontecimientos que vinieron a trastornar el porvenir de millares de familias, que se contaban entre las más industriosas de toda Francia.

Los Keller eran protestantes. Muy apegados a su religión, no había cuestión alguna de Interés, por importante que fuese, que pudiera hacer de ellos renegados.

Bien lo demostraron cuando fue revocado el edicto de Nantes en 1685, pues tuvieron, como tantos otros, que elegir entre dejar el país o renegar de su fe. Como tantos otros también, eligieron el destierro.

Manufactureros, artesanos, obreros de todas clases, agricultores, salieron de Francia, para ir a enriquecer la Inglaterra, los Países Bajos, la Suiza, la Alemania, y más particularmente el Brandeburgo. Allí recibieron una cordial acogida por parte del Elector de Prusia y de Postdam, en Berlín, en Magdeburgo, en Battin y en Francfort-sur-l’Oder.

Precisamente fueron habitantes de Metz, en número de veinticinco mil, los que fundaron las florecientes colonias de Stettin, y de Postdam.

Los Keller abandonaron, pues, la Lorena, no sin esperanza de volver, indudablemente después de haber tenido que ceder sus fondos de comercio por un pan de centeno.

¡Sí! Cuando se sale de un país, se dice que se volverá a él cuando las circunstancias lo permitan; pero entretanto que llegan estas circunstancias, se instala uno en el extranjero. Se establecen nuevas relaciones y se crean nuevos intereses. Los años corren, y después se queda uno allá. Esto ha sucedido con muchas familias, con detrimento de Francia.

En aquella época, la Prusia, cuya elevación a reino data sólo de 1701, no poseía sobre el Rhin más que el ducado de Cleves, el condado de la Mark, y una parte del Gueldres.

En esta última provincia precisamente, casi en los confines de los Países Bajos, fue donde llegaron a buscar refugio los Keller. Allí crearon establecimientos industriales, emprendieron de nuevo su comercio, interrumpido por la inicua y deplorable revocación del edicto de Nantes, dado por Enrique IV. De generación en generación, se hicieron relaciones y aun alianzas con los nuevos compatriotas; las familias se mezclaron tan completamente, que aquellos antiguos franceses llegaron poco a poco a convertirse en súbditos alemanes.

Hacia 1760, uno de los Keller dejó el Gueldres para ir a establecerse en la pequeña ciudad de Belzingen, en medio del Circulo de la Alta Sajonia, que comprendía una parte de la Prusia. Este Keller tuvo fortuna en sus negocios, lo cual le permitió ofrecer a mademoiselle Acloque las comodidades que ésta no podía encontrar en Saint-Sauflieu. Fue en el mismo Belzingen donde su hijo vino al mundo, prusiano por parte de padre, si bien por parte de su madre corría en sus venas sangre francesa.

Y lo digo con una emoción que me hace todavía derramar lágrimas; era un francés de corazón aquel joven, en quien resucitaba el alma maternal. Madame Keller lo hablo alimentado con su pecho; sus primeras palabras de niño las había balbuceado en francés, y en este idioma, y no en alemán, había aprendido a decir madre. Nuestro lenguaje era el que primeramente había escuchado y hablado después, pues éste era el que se empleaba más habitualmente en la casa de Belzingen, aunque madame Keller y mi hermana Irma hubiesen aprendido bien pronto a servirse de la lengua alemana.

La infancia del pequeño Jean fue, pues, arrullada con las canciones de nuestro país. Su padre no pensó jamás en oponerse a ello; al contrario. ¿No era la lengua de sus antecesores aquella lengua de Lorena, tan francesa, cuya pureza no ha sido alterada por la vecindad de la frontera germánica?

Y no solamente madame Keller había nutrido con su leche a aquel niño, sino también con sus propias ideas, en todo lo que a Francia se refería. Amaba profundamente a su país de origen: jamás había perdido la esperanza de volver a él algún día. No ocultaba la felicidad que para ella sería volver a ver su vieja tierra picarda. Monsieur Keller no oponía a ello repugnancia alguna. Sin duda, después de hecha su fortuna, él hubiese dejado voluntariamente la Alemania para ir a fijarse definitivamente en el país de su mujer. Pero le era preciso trabajar algunos años todavía, a fin de asegurar una situación conveniente a su mujer y a su hijo. Desgraciadamente, la muerte había venido a sorprenderla apenas hacía quince meses.

Tales fueron las cosas que mi hermana se había puesto a contarme en el camino, mientras que el carrillo rodaba hacia Belzingen. Desde luego, esta muerte inesperada había tenido por primer resultado el retrasar la vuelta de la familia Keller a Francia; y ¡qué de desgracias habían de seguir a ésta!

En efecto: cuando monsieur Keller murió, estaba sosteniendo un gran pleito con el Estado prusiano. Desde hacía dos o tres años era proveedor de fornituras militares por cuenta del gobierno, y había comprometido en este negocio, además de toda su fortuna, algunos fondos que la habían sido confiados. Con los primeros ingresos había podido reembolsar a sus asociados; pero a él le quedaba todavía que reclamar el saldo de la operación, que constituía casi todo su haber. Pero el arreglo de este saldo no llegaba jamás. Se jugaba con monsieur Keller, se le repelaba, como nosotros decimos, se le oponían dificultades de todas clases, hasta que se vio obligado a recurrir a los tribunales de Berlín.

Pero el pleito marchaba muy lentamente. Sabido es, por otra parte, que no es bueno pleitear contra los gobiernos, sean del Estado que quieran. Los jueces prusianos daban muestras de mala voluntad demasiado evidente. Sin embargo, monsieur Keller había cumplido sus compromisos con una perfecta buena fe, pues era un hombre honrado. Se trataba para él de veinte mil florines, una fortuna en aquella época, y la pérdida de aquel pleito seria su ruina.

Lo repito: sin este retraso, la situación quizá hubiera podido arreglarse en Belzingen. Este es, por otra parte, el resultado que perseguía madame Keller desde la muerte de su marido, pues ya se comprende que su más vivo deseo era el de volverse a Francia.

Esto fue lo que me contó mi hermana. En cuanto a su posición, bien puede adivinarse. Irma había criado y educado al niño casi desde su nacimiento, uniendo sus cuidados a los de su madre; por consiguiente, lo amaba también con un amor verdaderamente maternal. Por eso en la casa no se la miraba como una sirviente, sino como a una compañera, una humilde y modesta amiga. Ella era de la familia, tratada como tal, y consagrada sin reserva a aquellos buenos gentes. Si los Keller dejaban la Alemania, seria para ella una gran alegría el seguirles; si continuaban en Belzingen, ella permanecería con ellos.

—¡Separarme de madame Keller! Me parece que me moriría, —me dijo.

Yo comprendí que nada podría decidir a mi hermana a volver conmigo, puesto que su señora se veía obligada a permanecer en Belzingen hasta el cobro completo de sus intereses. Y, sin embargo, sólo el verla en medio de aquel país, pronto a levantarse contra el nuestro, no dejaba de causarme grandes inquietudes. Y había motivo para ello, pues si la guerra se declaraba, no sería leve ni por poco tiempo.

Después, cuando Irma hubo acabado de darme las estas noticias relativas a los Keller, me dijo:

—¿Vas a permanecer con nosotros todo el tiempo que dure tu licencia?

—Si; todo el tiempo que dure, si es que puedo.

—Pues bien, Natalis; es posible que asistas bien pronto a una boda.

—¿Quién se casa? ¿Monsieur Jean?

—Sí.

—¿Y con quién se casa? ¿Con una alemana?

—No, Natalis; y esto es lo que constituye nuestra alegría. Si su madre se casó con un alemán, la mujer de él será una francesa.

—¿Bella?

—Bella como un ángel.

—Esta noticia me causa mucho placer, Irma.

—¡Y a nosotros! Pero ¿y tú, Natalis, no piensas en casarte?

—¿Yo?

—¿No has dejado nada por esas tierras?

—Sí, Irma.

—¿Y qué es?

—La patria, hermana mía. ¿Es necesaria otra cosa para un soldado?