Colofón fantástico

El primero de todos los extraños síntomas fue registrado el día 7 de agosto, a las cinco y media de la tarde. La señorita Mabel Fertig había entrado a tomar el té en la pastelería La Nueva Mongolia y dejó abandonado junto a la acera su lindo «Bekkers», último modelo, de diez caballos, deliciosamente pintado de color trucha, tan a la moda entonces. Cinco o seis personas que pasaban cerca del coche y la dueña de una frutería, que estaba hablando con el ama de llaves del magistrado Simpson, afirman que el camión número 6, de la Compañía Metalúrgica del Oeste, al embocar la calle, trazó una curva excesivamente abierta y avanzó contra el pequeño «Bekkers». Aunque un chófer ocupase en aquel momento el baquet, no podría hacer nada eficaz para impedir el choque, y era inminente la destrucción del elegante automóvil cuando, sin que nadie lograse explicárselo, el «Bekkers» retrocedió unos metros y se metió en la acera. El camión pasó entonces sin rozarlo.

La señorita Mabel no concedió el menor crédito a esta noticia ni la menor importancia a un incidente que no había dejado ni un rasguño en su bello carruaje. Cuando salió de La Nueva Mongolia la acompañaba el joven campeón de tenis G. W. Croys, y ella parecía demasiado feliz para preocuparse de una sutileza, de la que, hasta pasados algunos días, cuando las circunstancias le dieron valor, no volvió a acordarse.

El segundo indicio, igualmente inexplicable, brindóse una semana después. Corría el «Peengre», cuarenta caballos, de míster Kock, a unos cincuenta kilómetros de la ciudad, cuando un hombre apareció en la carretera, saliendo distraídamente de un senderillo que en ella desembocaba. El atropello parecía inevitable; pero la sirena del «Peengre» sonó, imperativa y brusca, y el hombre, sobresaltado, corrió a la cuneta.

—¿Ha sido usted quien le ha avisado, míster Kock? —preguntó el chófer negro a su señor, que iba sentado a su izquierda.

—No he sido yo, John —respondió el distinguido caballero.

—Pues yo puedo jurar que tampoco he oprimido el resorte de la sirena.

Míster Kock encogió sus hombros con la misma elegancia que ponía en todos sus demás actos. Y no se volvió a hablar de semejante minucia hasta que, transcurridos unos días, se reveló de repente la importancia de lo ocurrido.

Y fue así:

El 30 del mismo mes se inauguró en las amplísimas naves del Automobile-House la exposición de los nuevos modelos de la fábrica Hoppe, que había emprendido la magna labor de modificar todos sus tipos, célebres en el mundo entero. Los ingenieros de la fábrica habían estudiado y ensayado las modificaciones durante un lustro, y ni un solo detalle pudo trascender al público ni a los demás constructores. La enorme extensión que ocupaban los talleres, a veinte kilómetros de la capital, resultó —desde que comenzó la realización de los proyectos— inasequible para toda clase de visitantes, fuese cual fuese el pretexto que los moviera. A los obreros que hacían el montaje de los coches se les vedó la salida de la fábrica. Una publicidad que superaba a cuantas antes se hubiesen realizado, avisó al orbe la aparición de los seis nuevos tipos de «Hoppes». Planas enteras en los más populares diarios, anuncios de fuego sobre las fachadas de los edificios, en las grandes ciudades del continente; proyecciones sobre las nubes, millares y millares de impresos arrojados por aeroplanos, inscripciones trazadas con aceite coloreado sobre el mar de las bahías y la superficie de los lagos de Europa y América… Se esperaba —a pesar de la creciente insensibilidad del público para las propagandas comerciales— que la casa Hoppe ofreciese una superación, porque su crédito era el más sólido dentro de la industria universal; pero no se sabía en qué podían consistir las mejoras, porque la perfección del automóvil había alcanzado un punto que a todos parecía definitivamente final. Los antiguos motores de explosión, los viejos sistemas de frenos, el arcaico medio de refrigerar, aquel complicado suplicio de las cámaras de aire que estallaban o se desinflaban tan frecuentemente y de las cubiertas que era preciso renovar, habían desaparecido hacía más de cincuenta años, y los mecánicos eruditos que saben cómo eran los autos en el primer tercio del siglo XX no acertaban a explicarse la paciencia de los hombres de entonces, verdaderos esclavos de unos coches imperfectos de misérrima duración, y que se descomponían varias veces al mes y estaban más tiempo en el taller de reparaciones que rodando. El automovilista de aquella época no representaba para ellos más que un desgraciado señor que se pasaba lo mejor de la vida tumbado en la carretera bajo un primitivo artilugio, haciendo pesquisas en sus entrañas herrumbrosas. En el centro de la Gran Avenida se alzaba un monumento, inaugurado en el año 2207, que aspiraba a premiar el sacrificio de los precursores. Sobre el ancho pedestal veíase la marmórea efigie de un hombre vestido a la fea usanza de 1920, en mangas de camisa en actitud de mover el émbolo de una bomba de aire con la que simulaba hinchar un neumático. Un sudor de agonía pegaba a la frente y a las sienes los cabellos, y un gesto de amargura y de cansancio deformaba el rostro. La inscripción decía: «A las numerosas y desdichadas víctimas de los albores del automovilismo. La Humanidad agradecida.»

El automóvil era ya un artefacto verdaderamente útil. Su motor no recordaba en nada los de gasolina ni los eléctricos. El depósito de dinamic (la sustancia descubierta por el famoso Thompson a principios del siglo XXI), ocupaba apenas un decímetro cúbico, y una vez lleno se podía recorrer unos diez mil kilómetros en un coche de diez caballos sin reponer la maravillosa materia. La perfección lograda era tal, que bien podía decirse que en aquellos organismos metálicos nada faltaba y nada sobraba tampoco. Eran un verdadero prodigio de la mecánica, que en las postrimerías del 2000 alcanzó un desarrollo que habría asombrado aun a los más optimistas vaticinadores del porvenir en aquellos tiempos en que Julio Verne y Wells, entre otros muchos, gustaban de perder sus horas en suposiciones de lo futuro.

Fue una muchedumbre espesa v ávida la que invadió el inmenso local del Automobile-House el día primero de la exposición. Contemplado desde las grandes lucernas, el piso parecía alfombrado con un oscuro tapiz: tal era la contigüidad de las personas, la densidad de la masa de visitantes. Cada carruaje quedaba sobre su plataforma como en un islote, y los cordones de seda que los enmarcaban para preservarlos del manoseo de los curiosos se combaban ante el empuje del gentío. El metal niquelado y nuevo, pulido y suave brillaba gratamente; el barniz, virgen de cualquier mancha o rasguño, tenía a la vista el valor del raso o del terciopelo. En las lentes facetadas de los faros se retrataban, movibles y diminutos, los mirones como en las pupilas quietas y fascinadoras de un monstruo.

La variedad de modelos recorría triunfalmente toda la escala, desde el enorme camión hasta el cochecito unipersonal, delgado y breve como una saeta, con las ruedas distanciadas por largos ejes, dotado de una vaga similitud con las moscas de río.

Desde la tercera galería, el secretario general del Movimiento y míster Hoppe, rodeados de un grupo numeroso de personajes oficiales y de ingenieros, invitados a la inauguración, presenciaban la lenta marea de aquel mar humano, El rasurado rostro de míster Hoppe —frente ancha y rugosa, enérgico mentón, un profundo surco en forma de coma en cada mejilla, tupida cabellera de estaño, párpados oscurecidos por una dolencia hepática— tenía un gesto de satisfacción y orgullo. Millares de ojos elevaban hacia él sus miradas, y su nombre corría frecuentemente como un murmullo más fuerte sobre el inquieto charco de la multitud.

—¡Ese es Hoppe!… ¡Allí está Hoppe!… Joe Wilpe, el joven obrero rectificador, acababa de ocupar el baquet de un coche de lujo para hacer una demostración del motor silencioso. Hurgó con rapidez en algunos invisibles resortes; el carruaje tembló levemente y los curiosos que se apiñaban junto a los cordones de seda pudieron oír apenas un zumbido. Pero muy pronto, resonando bajo la amplia bóveda de hierro y cristal, la bocina del auto lanzó un largo rugido. Avisados por esta llamada, nuevos curiosos se hacinaron. Wilpe manipuló en el botón de la bocina sin acallarla. Allá en lo alto, míster Hoppe frunció las cejas grises y ordenó:

—Decid a ese inoportuno que no vuelva a tocar un coche.

En aquel momento, un camión ancho y potente dejó oír también un ronco aullido, y un segundo después los cláxones y las sirenas de todos los automóviles llenaban el ámbito con un horrísono concierto. La gente reía; algunas jóvenes tapaban sus oídos con un mohín delicioso, afectando sufrir más de lo que permitían sus fuerzas. No se veía a ningún empleado en los sonoros vehículos, y muchas personas comentaban, al darse cuenta de ello:

—Se trata de una sorpresa que ha preparado Hoppe. Pero la verdad era que bastaba ver la expresión del famoso ingeniero, su elevado tronco inclinado para contemplar el salón, sus manos crispadas rabiosamente sobre la barandilla y el afán colérico con que su mirada recorría una por una las plataformas sostenedoras de los coches, para comprender que no era de su agrado aquella algarabía. Cuando fracasó en su indagación, volvió el rostro hacia míster Harrison, su valioso auxiliar, que alargaba el pescuezo sobre el hombro de su jefe, y le preguntó:

—¿Qué pesada broma es ésa?

—No comprendo… —balbució el interrogado.

De repente, un múltiple grito subió, como la columna pavorosa de una explosión. El tractor «Titanic», potente y achatado, vagamente parecido a un cefalópodo, o a una extraña y gigantesca bestia gris que aun pudiese vivir después de haber sido seccionado su abdomen, se deslizó rodando hasta el borde de la tarima, rompió el cordón de seda y avanzó contra la multitud. Los cuatro fuertes camiones cubiertos comenzaron igualmente a rodar y dos segundos después todos los coches marchaban sobre el suelo de mosaico, bamboleándose ligeramente al remontar los obstáculos que les oponían los cuerpos caídos ante ellos. La muchedumbre, amenazada en muy diversas direcciones, apretujábase en vaivenes encontrados; clamaban con angustia los que advertíanse cercanos a la asfixia en el centro de aquellas presiones opuestas; gritaban los que sentían sobre sí el peso de las ruedas o, simplemente, la proximidad del peligro; con violentos empujones, trataba cada uno de hallar su propia salvación; llamábanse vociferando los que se habían visto separados por los demás; increpaban otros a los autores de aquella salvaje imprudencia, y la confusión y la congoja de los millares de seres encerrados en el vasto salón fueron bien pronto aterradoras. Los cláxones y las bocinas acrecentaban el terrible tumulto. En la explanada que se abría ante el ciclópeo edificio del Automobile-House, los paseantes corrieron hacia las grandes puertas para ver qué ocurría en el interior, y los chóferes que esperaban a sus señores se pusieron en pie sobre los estribos para contemplar la escena. Apretándose, cayendo, estrujándose, la gente salió en raudales. Chocaban los fugitivos contra los que acudían, y seguían corriendo hasta ampararse entre las filas de coches. Los magullados, a quienes el miedo había impedido sentir dolor hasta entonces, se lamentaban con grandes ayes, y muchos se dejaban conducir casi en volandas hasta los puestos de socorro. Continuaban los enormes vanos su fluxión de seres que salían en apretado chorro y se extendían como una gran mancha oscura por la explanada. Rompiendo como un ariete el denso grupo, o, para expresarse con una más exacta imagen, sobresaliendo en el caudal humano, despavorido y gritador, como arrastrado por una riada, apareció el primer coche «Hoppe». Taladró, aplastó, hendió la masa viva y siguió en una carrera frenética sin que su claxon dejase de sonar con irritada aspereza, muy parecidamente a los ladridos de un can furioso. Segundos después fue la mole de un camión la que surgió, rebatiendo violentamente cuerpos humanos, arremolinándolos como la proa de un barco arremolina en espuma el agua. Salió y voló en pos del primer coche. Y después otro, y otro… Todos los espectadores de esta extraordinaria escena pudieron advertir que ninguno de los autos llevaba conductor, que todos ellos parecían proceder automáticamente, como si hubiesen sido puestos en marcha y abandonados a sí propios; pero la habilidad con que sorteaban los obstáculos y la certeza con que seguían el camino hacían absurda tal suposición.

Aún culminó el estupor y el pánico de la muchedumbre cuando casi todos los numerosos automóviles que los visitantes de la exposición habían dejado en los alrededores del edificio lanzáronse tumultuosamente en seguimiento de los «Hoppes». Los mecánicos se inmovilizaban de asombro o intentaban correr en su alcance, hasta que la reflexión les hacía advertir lo inútil de su empeño. En cuanto a los que se hallaban en los baguéis cuando ocurrió la fuga, procuraban vanamente detener sus propios vehículos, para arrojarse después al suelo, enloquecidos ante aquel inexplicable fenómeno. En la explanada permanecieron tan sólo algunos coches antiguos y seis o siete de marcas inferiores. Los demás desaparecieron en el recodo que formaba la avenida. Y apenas se había ocultado el último, bajo el elevadísimo arco de hierro de la entrada del Automobile-House, se destacó la figura de míster Hoppe, descubierta la iracunda testa, cerrados los puños, mirando a uno y otro lado para inquirir el paradero de los coches huidos de tan extraña manera. Entonces se oyó gritar:

—¡Vedlos allí! ¡Ved dónde van todos!

En la carretera, que pintaba una ancha faja negruzca entre el verdor del paisaje, los autos formaban una columna cerrada que se alejaba de la ciudad. Eran como un solo cuerpo, largo y movible, que llenaba el camino de cuneta a cuneta. Pasaban, pasaban… Quizá diez mil, quizá veinte mil… Sin poder apartar los ojos de aquel remoto desfile, míster Hoppe murmuró:

—Harrison, ¿usted comprende algo de esto?

Y el obeso Harrison, acariciando con dedos temblorosos la tersa calva, pudo encontrar fuerza suficiente para balbucir:

—No sé… Es una pesadilla… Yo he tenido una pesadilla igual…

Cuando el honorable Mac Gregor hubo agitado durante diez minutos la campanilla presidencial, aquietóse el tumulto. El salón de sesiones del Consistorio, cedido para aquella reunión extraordinaria, estaba lleno de hombres dominados por una excitación difícilmente contenible, que estallaba con el menor pretexto. Habíanse congregado allí las inteligencias más destacadas de la ciudad. Si en aquellos instantes se hundiese el techo del edificio, la nación tendría que llorar la muerte de sus mejores matemáticos, de sus mejores biólogos, de sus más sabios inventores, de sus estadistas más concienzudos. No se había permitido la entrada al público, que formaba grupos numerosos en la calle, ni a la prensa, cuyos representantes cambiaban conjeturas en los pasillos, alejados de las puertas de acceso al salón por ujieres incorruptibles. El descubrimiento de un periodista, agazapado delante de la amplia mesa de los consejeros, había dado lugar al alboroto que Mac Gregor consiguiera cortar a fuerza de campanillazos. Nancy Chaney, la profesora de Mecánica del Instituto Nacional de Ciencias, había defendido la conveniencia de que las discusiones fuesen públicas, y el viejo Acker, la más alta autoridad en Química Orgánica, objetó que no se trataba de una reunión política, sino de la coincidencia de unos hombres de estudio que iban a procurar el desciframiento de un suceso hasta entonces misterioso. Esta fútil cuestión bastó para que la tensión nerviosa de todos los presentes se exteriorizase en gritos, protestas y puñetazos sobre los pupitres. Cuando el honorable Mac Gregor pudo hacerse oír, recomendó a todos la calma precisa para que cada uno pudiese aplicar toda su inteligencia a razonar sobre el fenómeno que les había congregado; recordó que el Gobierno y el país, el mundo entero, estaban pendientes de lo que allí se decidiese, y rogó que se escuchase en silencio al insigne Cooper.

El insigne Cooper, cuyo discurso había truncado la caza y expulsión del periodista indiscreto, permanecía durante el clamoreo con los brazos cruzados y un gesto de resignación y de disgusto en la ancha faz sembrada de los puntitos de oro de sus pecas. Al sobrevenir la tranquilidad, reanudó su perorata. Había hecho, primeramente, una descripción del perfeccionamiento logrado por la industria automovilística, y enumeró las maravillas operadas por la mecánica en la construcción de los coches. Ahora, continuó:

—¿Qué faltaba a esos prodigiosos aparatos? Científicamente, los hombres de hoy no alcanzamos a suponer para ellos una posibilidad de mejora. Como máquinas habían llegado a un punto de asombrosa bondad. Eran organismos de acero tan acertadamente construidos, que no les faltaba más que la capacidad de regirse a sí propios para alcanzar la suma perfección. Y he aquí que ese milagro ha ocurrido. ¿Cómo? Si he de decir verdad, no participo del delirante asombro del vulgo. Los orígenes de la vida continúan siendo un secreto para nosotros; pero, por mi parte, no me niego a aceptar la explicación de que en una máquina perfecta puedan presentarse inopinadamente fenómenos fácilmente confundibles con los de la vida misma. Todo quedará reducido a creer que habíamos logrado ese insospechable éxito sin habérnoslo propuesto, sin saber que había de resultar así. Hemos creado un ser vivo por medio de la mecánica, después de haber intentado inútilmente originarlo por medio de la química. El viejo Acker:

—¡No, no! ¡La vida es tan sólo una serie de reacciones químicas!

El ilustre Cooper:

—Me alegraría muchísimo que mi sabio y respetable amigo nos ofreciese una solución más exacta y comprensible que la mía. No tengo inconveniente en cederle ahora mismo la palabra si nos asegura que posee la clave. Mientras tanto, me permitirá que continúe el desarrollo de mi hipótesis, que es la que cuenta con mayor número de partidarios. La realidad es que nuestros automóviles se han marchado sin que nadie los guíe, sin haber sido puestos en movimiento por manos de hombres. Y es suficientemente significativo el detalle de que los tipos atrasados, de construcción deficiente, continúen sumisos en sus paradas y en sus garajes. Podemos atisbar por este resquicio la posibilidad de que la perfección mecánica a que antes me refería haya determinado…

El reverendo Kay, irguiéndose enrojecido y extendiendo sus brazos hacia el orador:

—¡Ha sido el diablo, y nada más que el diablo!

Mac Gregor:

—¡Orden! ¡Orden!

El reverendo Kay:

—¡Es el castigo a la soberbia, la burla de nuestra desmedida ambición, la carcajada con que Satanás responde a nuestros afanes de lujo! ¡Yo he predicado siempre contra las corruptelas del lujo! ¡Volvamos a caminar sobre nuestros propios pies para hacer penitencia!

Algunas voces:

—¡Tiene razón!

El secretario de la Cámara Industrial:

—¡Yo he visto al reverendo Kay en bicicleta!

Cooper gritó, malhumorado:

—No creo que hayamos venido a discutir acerca de Satanás.

Nuevo tumulto. Diez o quince personas afirman, con todas sus fuerzas, y cuarenta o cincuenta niegan a todo pulmón. Los demás exteriorizan su desagrado golpeando el suelo. El reverendo Kay, congestionado, pide que se someta el asunto a votación nominal. Mac Gregor agita la campanilla con redoblada furia y con una habilidad en la que se advierte la experiencia adquirida. Agotada su calma, Cooper se sienta, haciendo ademanes que expresan elocuentemente su desdén hacia todo el concurso. Poco a poco, Kay logra imponerse con su voz fuerte, acostumbrada a dominar desde el pulpito, y fulmina una ardorosa catilinaria contra el progreso.

—¿Adonde van a parar los hombres? —pregunta—. ¿No advierten claramente la diabólica colaboración que existe en sus inventos? Un soplo infernal anima ahora a los autos. Se ha intentado con ello corregir la obra del Creador, que hizo bondadosamente al caballo, y esto es de una soberbia intolerable. Con el automóvil se pretendía solapadamente dejar en ridículo al caballo, y así se ofendía a la divinidad. Era una tentativa más vanidosa aún que la de la torre de Babel, que tan duro castigo mereciera. Satanás, triunfante, se había burlado de los hombres, llevándose los autos después de tener bien seguras las almas de sus fabricantes y sus poseedores…

No le dejaron seguir. En pie y golpeando los pupitres, le increpaban desde todos los lados del salón. Vanamente luchó su laringe contra tantas laringes indignadas. Sus últimas palabras tuvieron el carácter de una imprecación, a juzgar por el gesto que las acompañaba; pero nadie pudo oírlas entre la general barahúnda.

Míster Hoppe habló después. Explicó detalladamente las modificaciones que, con relación a los tipos ya conocidos, introdujera en sus nuevos coches. Se le escuchaba con atención profunda. Contó la minuciosa labor de las rectificaciones de las piezas de acero; el escrupuloso cuidado con que se iba formando el motor y el coche todo, la estrecha relación que se creaba entre la más pequeña y la más delicada de las partes de la máquina, hasta llegar a aquella síntesis que era un auto, donde —mejor aún que en un cuerpo humano— nada sobraba y nada faltaba. Desde luego, él no podía aventurar la menor conjetura acerca del extraño fenómeno; pero si algo de lo que en la asamblea se había dicho resultaba asequible, en cierto modo, a la razón, era sin duda lo que el ilustre Cooper había aventurado como probable. Sin pretenderlo, sin saber que se alcanzaba tan maravilloso resultado, parecía cierto que se dotara a las máquinas de un principio de vida; que se había hecho del motor algo así como un rudimentario cerebro.

Míster Graams aulló:

—¿No puede ser todo esto un truco de míster Hoppe para anuncio de su marca?

Nuevo escándalo. Míster Hoppe, erguido en toda su alta estatura, sonreía despreciativamente. ¿Un truco de publicidad? Pero ¿no había visto tocio el mundo que los coches habían huido sin conductores? Aun suponiendo que una habilísima arteria le hubiese permitido manejar de tan extraña manera los que acababan de salir de sus talleres, ¿podía suponerse que los autos de diferentes marcas que estaban en la explanada de la exposición y que escaparon también, a despecho de sus chóferes, estaban manejados por la misma martingala?… No. Las palabras de Graams eran ridículas. Míster Hoppe creía ciertamente que nadie las podía suscribir.

Y así era, en efecto, porque una salva de aplausos animó al insigne fabricante a continuar sus explicaciones. Pero en aquel momento, un ujier se acercó a míster Hoppe.

—Acaban de telefonear de su casa, sir —dijo—. Miss Lizzie no ha regresado aún… Ha sido visto su coche entre los automóviles fugitivos.

Todos los asambleístas pudieron advertir la inquietud en el rostro del gran ingeniero. Nada le importaba tanto en el mundo como su hija, y el temor de que hubiese podido sufrir algún peligro le obsesionaba tan dolorosamente que ya no supo hilvanar sus ideas ni pudo atender a las palabras de los demás. Mientras el viejo Acker exponía una opinión intrincada acerca de lo ocurrido, Hoppe, abandonando su asiento, aproximóse a Mac Gregor, le confió su angustia y salió del local. Antes de que los periodistas pudiesen alcanzarle, había ocupado el baquel de uno de los autos antiguos que esperaban en la calle y corría velozmente hacia su casa.

—¿Qué ha ocurrido, Harrison?

El calmoso auxiliar de Hoppe cruzó en la espalda las manos gordezuelas, ademán que tenía el mismo valor que el de otra persona mucho más delgada que las hubiese cruzado sobre el pecho.

—¿Quién lo sabe? —respondió—. Probablemente nada de importancia; pero es casi seguro que Lizzie se haya visto obligada a seguir a esa infernal comitiva.

—¿Me acompaña usted?

—Encantado.

Y Harrison hizo inclinar el viejo artilugio al entrar en él. Partió el coche, siguiendo la misma ruta por la que se habían alejado los automóviles aquella tarde. La noche era tibia y el viento, que había hecho ondear durante todo el día los mil gallardetes del Auto-mobile-House, dormía fatigado. Los haces de luz del coche hirieron hondamente la sombra acumulada bajo los copudos olmos de la carretera, y el pavimento, pulido y charolado por el roce frecuente de las ruedas de goma, brilló como si rebosase humedad. Aquel paraje, a todas horas recorrido por veloces viajeros, estaba entonces solitario. El extraño fenómeno había impresionado tanto, que nadie se atrevía a salir de la ciudad confiado a un vehículo que podía arrastrarle a una aventura misteriosa. Hoppe, gruñendo contra la lentitud del viejo armatoste que conducía, subió la cuesta, dobló los tres recodos en que terminaba y bajó a la llanura, por donde la pista se extendía, amplia e incitadora, flanqueada de grandes carteles anunciadores cuyas letras metálicas se incendiaban con la luz del coche, como sí ellas mismas fuesen de luz.

—¿Presume usted dónde están? —inquirió Harrison.

—No —respondió Hoppe malhumoradamente. Y añadió, cinco kilómetros más allá:

—Ni me importa. ¡Al diablo con ellos! Lo único que me interesa es encontrar a Lizzie.

Un cuarto de hora después, al borde de la pista, convertido en un montón de hierros, hallaron un «Peengre» de dos plazas. Algo más lejos, una camioneta con las cuatro ruedas al aire y terribles abolladuras en los costados. La extensa pista continuaba, ya libre de obstáculos, hasta la curva que trazaba para cruzar el río. Y al salir de la larga trinchera en que se encajonaba, fue cuando Harrison lanzó un grito de sorpresa:

—¡Hoppe: mire usted!…

Extendía su mano hacia la altiplanicie de Hartz. La imponente montaña, horizontalmente cortada en una extensión de muchos kilómetros, se alzaba muy próxima ya, oculta en la sombra, sumada a la negrura de la noche. Y era precisamente sobre ella, en el elevado llano arenoso que la remataba, donde ocurría el singular fenómeno que había provocado la exclamación del ingeniero. En una extensa línea, la planicie aparecía alumbrada por una blanca luz, un poco difusa en la distancia. Como si ocurriese una erupción magnífica, centenares de conos luminosos, cruzándose y volviéndose a cruzar, se elevaban en las tinieblas. Juego silencioso de espadas arcangélicas o paseo de fantasmas por el lienzo oscuro de la noche o flechas de luz disparadas contra las estrellas. El espectáculo era extraordinariamente hermoso.

—Son ellos —dijo Harrison.

Sin contestar, Hoppe forzó la marcha. Todavía media hora de llano, y después el zigzagueo penoso de la carretera para escalar la altura de Hartz. Formas monstruosas de rocas, a uno y a otro lado; pinos soñolientos más arriba, una fresca brisa, abismos, la ruta en suspensión sobre el espacio, como esos atrevidos puentes que en las leyendas fantásticas lanza Satanás de una a otra orilla de los ríos anchurosos en las horas que pasan de la medianoche hasta que el gallo anuncia la alborada.

Subían ya la empinada cuesta que había de dejarlos en la planicie, cuando el camino se reveló vivamente, recortado en luz. La sombra de una mole asomó sin urgencia y, al fin, se destacó en lo más alto la silueta de un camión. Se destacó y se detuvo. Ingente, ancho, poderoso. El capot, breve y fuerte, achatado, tenía entonces una viva semejanza con el hocico cruel de un jabalí. A uno y otro lado, los faros eran ojos temibles, como encendidos en ira, que registrasen el camino. La anchura de las ruedas, rugosas y grises, recordaba las patas, grises también y cortas y rugosas, de los paquidermos. Gruñó con una sorda vibración de su claxon, y avanzó después con una súbita arrancada, cuesta abajo, como si se despeñase por ella.

—¡Cuidado, Hoppe! —advirtió Harrison, soliviado por el temor en su asiento.

El padre de Lizzie maniobraba ya con inteligente premura en la ancha pista, procurando deslizarse a la izquierda del monstruoso artilugio. Entonces se detuvo el camión nuevamente. Su potente luz deslumbraba a los hombres; y a Harrison, horripilado, le parecía advertir leves intermitencias, como de parpadeos o como los fulgores que la ira puede poner en el mirar humano, en aquellos focos redondos, grandes, cargados de un matriz amarillo. Todo el cuerpo del camión temblaba. Hoppe y su compañero podían ver perfectamente el baquet vacío, y esta ausencia de la voluntad de un hombre en los movimientos del auto los impresionaba más de lo que querían revelar. El frío del miedo corría por el cauce de sus médulas. De pronto el industrial giró bruscamente hacia la derecha, y en este instante el camión se precipitó —acometió, sería más exacto decir— contra ellos.

El choque fue inevitable. Alcanzado a la altura del asiento trasero por el fuerte hocico metálico del monstruo, el ligero coche se tambaleó brutalmente con fuerte ruido de herrajes. Una rueda arrancada por la embestida rodaba, oscilando, cuesta abajo, y el auto cayó sobre aquel lado, falto de apoyo. Impelido contra su jefe, Harrison luchaba por incorporarse, abrumado por su propio abdomen, y arañaba el aire en busca de asidero. El camión, lejos de continuar su camino, dio marcha atrás, paróse e hizo gruñir nuevamente su claxon.

—¡Pronto Jasper! —ordenó Hoppe, empujando vigorosamente al ingeniero—. ¡Pronto! ¡Va a acometernos otra vez!

Y saltó a la pista, al tiempo que el extraño enemigo se acercaba con redoblado encono. El golpe resonó intensamente; quebráronse los vidrios de parabrisas, y el cochecillo, arrollado por la mole hostil, dio varias vueltas sobre sí mismo, esparciendo cojines y herramientas, como si se vaciasen sus entrañas por una ancha herida. Harrison, sorprendido por el encuentro cuando sólo tenía un pie en la carretera, salió rodando peligrosamente. Hoppe corrió hacia él y le ayudó a alzarse.

—No ha sido nada —afirmó el ingeniero, tac-tando, no obstante, con desconfianza su cabeza—; no ha sido nada. ¡Por vida de…! He aquí una aventura bastante singular. Nunca hubiera creído…

Pero se interrumpió al advertir que la furia del camión aún no se había calmado. Ahora empujaba el destrozado automóvil hasta el borde de la pista y, con una impulsión definitiva, lo lanzaba por la rápida ladera hasta el abismo. Un largo chirrido, al resbalar sobre una roca, choques estrepitosos…; después, el ruido del golpe final, allá abajo.

—Ocultémonos —aconsejó el gordo Harrison cuando el camión inició el regreso—. No confío en lo que pueda sucedemos si nos halla en la pista.

Y casi arrastró a míster Hoppe para obligarle a saltar el pretil. Después, al quedar nuevamente solitaria la carretera, los dos hombres continuaron en silencio su marcha hasta llegar a la planicie.

La planicie de Hartz nunca ha tenido, como todos sabemos, la menor belleza. Quizá cuando formaba parte del fondo de los mares creciesen en ella algas de aspecto maravilloso o el coral fingiese árboles fascinadores; acaso en aquellos remotísimos tiempos corriese sobre su superficie la sombra de hermosos peces fugitivos, entre la suave y verdosa claridad del agua, y el nácar tapizase el fondo, y las medusas paseasen sus trajes de hadas sobre esas flores vivas de largos pétalos, que no son sino fauna increíble, y los caballitos de mar, como pequeñas figuras de ajedrez, verticales y solemnes, fuesen y viniesen, como husmeando todo con su gracioso hocico equino. Pero desde que las terribles presiones del enfriamiento habían convertido en cima de montaña lo que fue hasta entonces fondo de mar, la planicie a que nos referimos no pasó de ser uno de los lugares más ingratos de la tierra. En su suelo arenoso apenas crecían matas raquíticas que los rebaños desdeñaban. Un viento frío barría con frecuencia aquella llanura desolada, levantando columnas de arena fina y gris. Los poetas de la región, fieles a su deber de ensalzarla, no habían hallado que el Hartz sirviese para algo más que para refugio de fantasmas y emplazamiento de aquelarres. Pero a ninguna persona seria se le oyó afirmar jamás que encontrase en el Hartz nada que se pareciese a una bruja. Se sospechó también que existiese allí un yacimiento de hierro, mas una somera investigación científica bastó para demostrar que tal sospecha era únicamente fruto de la buena fe de los hombres, que se resistían a aceptar que en la Naturaleza existiesen tantos kilómetros cuadrados de tierra que no servían para nada.

Sin embargo, fuese cual fuese la belleza del Hartz cuando lo cubrían las aguas marinas, es difícil que superase a la que ofrecía en esta noche en que los dos ingenieros llegaron allí en busca de una muchacha arrebatada por un cochecillo amarillo de doce caballos. En la inmensa extensión, los millares de automóviles huidos de la ciudad habían acampado —no hay otra expresión más justa— y sus luces permitían ver tan claramente como si fuese de día. Las formas graciosas de los coches de turismo y las ingentes moles de los consagrados al transporte de mercancías se entremezclaban en un incesante movimiento; los farolillos verdes, azules o morados de los cupés, y las rojas bombillas posteriores recordaban a veces la alegría de una verbena. Las sirenas, los cláxones, las bocinas, confundían sus sones en una algarabía constante. En algún lugar, un grupo de autos marchaba lentamente, como observando lo que ocurría en la explanada. En cualquier otro sitio, la casualidad o la costumbre los había alineado —en la misma traza en que se les ve mientras esperan en las plazas públicas la salida de sus dueños que asisten al teatro o a una asamblea numerosa— y permanecían inmóviles y como dormidos, ajenos a cuanto ocurría a su alrededor. Por regla general, en estas filas no había más que cómodos cupés destinados al acarreo de señoras frioleras y ancianas. Pero la nota dominante en la planicie era el movimiento y la confusión. Autos ligerísimos, afilados como flechas, pasaban a velocidades temerarias, se perdían muy lejos, entre las sombras, y regresaban después. Centenares de coches de todas formas y tamaños se cruzaban y entremezclaban, sin que se produjese un choque, ni un roce, con una seguridad y una precisión que maravillarían a los chóferes más expertos. Las miradas de los focos relucían. Y el cambio de tanta luz (su ir y venir, sus posiciones distintas a cada segundo, a cada milésima de segundo) era precisamente lo que proporcionaba al espectáculo su apariencia fantástica.

Cuando se recobraron de su emoción, los dos hombres cambiaron su preocupado mirar. Estaban al borde de la planicie, tras una roca que alzaba apenas un metro, y puede decirse que mientras contemplaron el insólito acontecimiento, ni Hoppe pensó en su hija ni Harrison sintió aquel hormigueo de temor que desde el accidente sufrido en la carretera alteraba sus nervios. Fue, al fin, el fabricante quien primeramente se sustrajo al asombro para acordarse de Lizzie.

—Sigamos, Jasper —ordenó, incorporándose. Pero el ingeniero no se movió.

—¿Adonde diablos quiere usted ir, Hoppe? Espero que no intente introducirse en ese hormiguero satánico. No creo que pudiésemos andar más de ochenta metros sin que nos aplasten.

Hoppe meditó, mientras volvía a examinar el aquelarre increíble.

—No es preciso atravesar la planicie —respondió—. Bordeémosla para buscar el automóvil de Lizzie, y si logramos descubrirlo, ya resolveremos lo que se haya de hacer.

Obedeció Harrison y ambos avanzaron, contorneando el llano, con los ojos atentos a los coches que pasaban, lenta o apresuradamente, a menos de un cuarto de milla de distancia. A veces se detenían para mirar a un contuso grupo de autos en reposo, por si entre ellos podían ver el torpedo amarillo de la joven. Y a veces también, cuando llegaba hasta ellos, destacándose vivamente, la larga mirada luminosa de unos faros, se encorvaban entre los matorrales con una irresistible impresión de miedo, como si quisiesen evitar ser descubiertos y perseguidos por aquellos seres que acababan de sumarse a la vida.

Un brusco rebullir en el campo de los fugitivos les hizo prestar atención. Vieron apartarse a derecha e izquierda varios coches y, por el espacio libre, un torrente luminoso avanzó raudamente hasta, cerca de los dos hombres, pareció examinar la rápida vertiente de la montaña, y se volvió después, en una agilísima maniobra, dando frente al llano por donde corría, siguiendo el mismo camino, otra ola de luz.

Hoppe y su auxiliar reconocieron en seguida en el primeramente llegado uno de los tractores «Titanic» que, salidos de sus talleres, se exhibían aún, algunas horas antes, en la exposición. El otro vehículo que apareció, trepidante, en la calle abierta por… —sí, es preciso decirlo— por el instinto de conservación de tos otros carruajes, tenía un aspecto ingente y apocalíptico. Era un autotanque, marca «Bekkers», construido para transporte de petróleos. Su achatada mole gris, metálica, compacta y hermética; su capot casi triangular, relativamente pequeño; las ruedas que se escondían bajo la protección de un ancho guardabarros, le prestaban cierto parecido con una inmensa tortuga. Para acentuar la semejanza, el tubo de desagüe asomaba en la trasera del tanque, como el breve apéndice de un quelonio. Los haces luminosos de sus faros minúsculos se agitaban incesantemente. Detúvose a alguna distancia del tractor y lanzó un largo y pavoroso aullido que estremeció al ingeniero.

El tractor —cabeza enorme y cuerpo sucinto— era como un arácnido descomunal. Gangueó con fuerza, respondiendo a la sirena del «Bekkers», y durante unos segundos los conos de luz del uno claváronse en los conos de luz del otro, en un examen o en un reto… Y de repente, el autotanque se precipitó contra el tractor, levantando en la arrancada la arena de la planicie. El «Titanic» lanzóse también, pero tangencialmente, soslayando el encuentro, y apenas la masa de su rival había pasado, se arrojó sobre ella, con violencia tal, que la pared metálica resonó fuertemente y mostró, al volverse, una amplia abolladura.

—Eso es diabólico, Levis —comentó el ingeniero, crispando su mano sobre el brazo de su jefe.

—Diabólico, Jasper. Así debieron de luchar los monstruos de la prehistoria en la juventud del planeta. ¿Es posible que nosotros hayamos dado lugar a que esto ocurra?

No siguió, porque el tanque, en un derrapage habilísimo, había batido al tractor y, con su pesada grupa, le obligaba a saltar, trompicando, algunos metros más allá, con evidente riesgo de volcar de costado. Sin darle tiempo para reponerse, la tortuga de acero le acometió otra vez, y el arácnido huyó entonces, trazando una línea quebrada sobre la arena. Pero pronto estuvieron de nuevo frente a frente y se embistieron con acendrado ardor.

—¡Eh, Jasper! —propuso el industrial, con toda la afición de un hombre de sangre anglosajona y todo el amor propio de un fabricante—. Apuesto diez mil libras por tu tractor. ¿Quiere?

—No; apueste por el tanque, y acepto.

El choque sobrevino, seco y sonoro, radiador contra radiador, y nuevamente se separaron en cautelosa marcha atrás, y nuevamente se encontraron. Hoppe, excitadísimo, batía con su puño derecho la palma de la mano izquierda y gritaba como ante un ring, absurdamente seguro de ser entendido.

—¡Dale! ¡Directo al motor! ¡Al motor!

Uno de los focos del «Titanic» había saltado hecho pedazos. El considerable peso del autotanque triunfaba visiblemente sobre la mayor ligereza del tractor. Ya no eran tan fuertes los ataques de éste, y cuando se apagó, convertido en añicos, su segundo faro detúvose, reculó y pretendió alejarse, trazando eses, evidentemente desconcertado, ciego. Entonces el tanque le siguió, empujándole con rudeza, con la indudable y siniestra intención de volcarlo.

—¡Ese «Bekkers»! —rugió el industrial—. ¡Esa inmunda tartana!… Pero ¿va a ser vencido nuestro «Titanic» por semejante carretilla?

Y en su indignación alzó el borde de la chaqueta para buscar la pistola. Extendía ya el brazo para disparar contra el tanque, cuando le dejó suspenso un hecho extraordinario. La portezuela de un «Hoppe» de lujo detenido a cierta distancia del lugar de la lucha se abrió, y un hombre atravesó corriendo el espacio libre, se encaramó de un brinco al tractor, asió el volante y le guió en una curva hábil y rápida, para desviarle de su enemigo. Durante algunos segundos pudo creerse que la intención del personaje que había surgido de tan inesperada manera no era otra que alejarse de aquel sitio; pero pronto se le vio hacer girar la dirección, llevar al tractor, obediente al mando, paralelamente al autotanque, y lanzarlo de pronto a toda marcha contra el capot del «Bekkers», cogido a través por aquella inteligente maniobra. Destrozado el motor, el «Bekkers», impulsado por la terrible catapulta, se inclinó y cayó, haciendo temblar la tierra. Su poderosa sirena lanzó entonces tales sonidos como antes no pudieron llegar a oídos humanos. Eran como lamentos de dolor, de agonía y de cólera. Extensos, ululantes, temibles. Como podría lanzarlos un automóvil con meningitis. (Esta fue la observación que hizo más tarde Harrison.) Luego, el espantoso tono se hizo lastimero, más apagado… y cesó.

Al ocurrir el tropezón definitivo, el hombre que guiaba el tractor —lazarillo de un monstruo guerrero— había salido disparado por encima del volante. Trazó una rama de parábola y cayó al borde del llano, allí donde los vientos habían acumulado en montón, como en pequeñas dunas, la arena de aquel desierto, entre la que asomaban aún algunas hojas de los matorrales sepultados.

Hoppe y su auxiliar aproximáronse presurosamente al desconocido. Pero cuando llegaron a él ya se había sentado por su propio esfuerzo. La arena amortiguara el golpe y únicamente una de las espinosas ramas señalara con un arañazo las mejillas del atrevido.

—¿Se ha hecho usted daño? —le preguntaron ansiosamente.

—Buenas noches, míster Hoppe —respondió el interpelado—. Estoy muy bien, y tengo mucho gusto en saludar a usted y a míster Harrison. ¿Han visto ustedes la pelea? El pobre «Titanic» no aguantaría un round más. Estaba ciego. Pero no era posible consentir que nos venciese el «Bekkers».

Se había levantado y sacudía la arena de su traje de mecánico. Era un hombre joven, rasurado, que, al levantar la gorra, excesivamente calada por su caída sobre la arena, mostró unas manos anchas y ennegrecidas, callosas y duras, de trabajador.

—¿Quién es usted? —preguntó Hoppe.

—Joe Wilpe, sir; obrero rectificador en su fábrica, donde estaría ahora mucho mejor que aquí. ¡Mi palabra! Cuando se les ocurrió esta travesura a nuestros coches me encontraba dentro de uno de ellos y hasta Hartz vine, a mi pesar, porque cualquiera se arrojaba entre aquel ejército en marcha…

Contó brevemente. Encajonado el auto entre las compactas filas, hubo de resignarse a seguir en él. Ya en la planicie, quiso tomar la dirección del vehículo y volver a la ciudad; pero el vehículo no obedecía. Se dejó, pues, llevar y traer, en correrías fantásticas, entre los demás automóviles; primero, porque le ganó la curiosidad de ver en qué terminaba el singular fenómeno, y últimamente, porque pensó que no había ningún pueblo tan próximo que pudiese ir hasta él a pie, y mejor que sufriendo las frías ráfagas del Hartz estaría sobre los blandos asientos del coche.

Harrison gritó en aquel instante:

—¡Mire usted, Hoppe! ¿Qué hace el «Titanic»?

En contacto con su enemigo inmóvil, el tractor había desarrollado su aspirador metálico, muy semejante a la trompa de una mariposa, y lo hundía entre las piezas del deshecho motor del autotanque. El industrial y sus compañeros no alcanzaron a comprender, al principio, el significado de aquella actitud. En verdad, el tubo flexible con que el tractor inspeccionaba las vísceras de acero de su contrario sólo servía para absorber y acumular con fuerte presión en el oculto depósito la cantidad de dinamic precisa para el movimiento del coche. Joe Wilpe exclamó, después de observar la rara escena:

—Nuestro tractor se nutre. Esto es todo lo que ocurre. Hemos llevado los coches a la exposición con muy escasa cantidad de sustancia motora, y él se apodera de la que el «Bekkers» tiene aún en su caja.

—Es decir, que lo está devorando —corroboró Harrison.

—Así es, en realidad. Como un lobo a otro lobo.

—Mejor como un insecto a otro insecto —opinó Hoppe—. Pero continuemos nuestras pesquisas, Jasper. Después de lo que he visto tengo más motivos de inquietud que antes por la suerte de Lizzie.

El joven obrero afirmó:

—Miss Lizzie está aquí. La he visto en su torpedo amarillo.

Apremiado por las preguntas del fabricante, narró lo poco que sabía acerca de la muchacha. En una de las caprichosas correrías del coche que le había llevado hasta el Hartz pasó muy cerca de Lizzie. Conoció aquel pequeño y gracioso juguete en el que toda la ciudad estaba habituada a ver pasar la juvenil y blonda belleza de la joven, y pudo ver también que la hija de su jefe iba allí, quizá un poco desconcertada, con las finas cejas más enarcadas en la tersura de la frente, pero tranquila y dueña de sí. Se la podía examinar perfectamente, porque el cochecito era abierto y la graciosa figura de Lizzie se mostraba en toda su línea, echada hacia atrás en la butaquita, con los brazos cruzados sobre el pecho, un poco apretados los labios, fuertemente teñidos de carmín. Al pasar, Joe se asomó a la ventanilla y la llamó, gritando. Ella miró sorprendida; pero ya se habían alejado nuevamente. Media hora después volvieron a encontrarse, y aún caminaron próximos algunos momentos. Pero Joe ya había visto algo que le obligaba a la prudencia. Entonces le advirtió a la joven del grave peligro a que se exponía si abandonaba su coche y la instó a no moverse de él sino en condiciones especialmente favorables. Luego, el capricho de los autos en que iban los separó, y ya no había vuelto a distinguirla entre aquella barahúnda enloquecedora.

—¿Qué es lo que había visto usted antes de hallar a Lizzie por segunda vez? —indagó Hoppe, preocupado.

—Le aseguro a usted que no fue nada que desee volver a ver, míster Hoppe —contestó Wilpe—. Figúrese usted que el pobre Tom Klaes estaba hoy de servicio en las cercanías de la exposición para regular el tránsito. Era un excelente hombre, y yo le conocía bien, porque habíamos nacido en el mismo condado. Mi coche fue, como ustedes saben, uno de los primeros que abandonaron el local del Automobile-House, y cuando atravesé en él la explanada, haciendo aún desesperados esfuerzos para contenerlo, vi a Tom que blandía su maza blanca y hacía sonar insistentemente su silbato, corriendo de un lado a otro, en un absurdo empeño de dominar aquella invasión desordenada de coches. Creo que no se había dado cuenta aún de lo que ocurría, lo que, al fin y al cabo, nos pasaba a todos nosotros. Me vio desfilar ante él y gritó: «¡Lleva tu derecha, Joe!» Naturalmente, yo no le podía obedecer. Vociferó entonces: «¡Te multaré, Joe; ya estás prevenido!» Ignoro lo que haría después, pero sé que tuvo la triste ocurrencia de tomar una motocicleta del servicio policiaco y correr detrás de esta turba de seres infernales. Se metió en el centro de la llanura. Cuando yo le vi ya estaba desmontado. Ignoro lo que se proponía; pero es seguro que en aquellos momentos tenía bastante con pensar en la salvación de su existencia, porque ya había comenzado a darle caza el «Stull» cuarenta caballos de míster Sterling. El pobre Tom corría y saltaba, sorteando los autos y zigzagueando sin cesar. Yo creo que ya comprendía que estaba metido en un mal negocio, y, desde luego, sabía que el «Stull» le buscaba con un propósito siniestro.

—¡Nunca creeré una historia tan absurda! —interrumpió encolerizado míster Hoppe—. Es bastante ilógico lo que hemos visto, pero me niego a admitir que un automóvil pueda perseguir a un hombre como una fiera. No; no lo admitiré nunca.

—Bueno, sir —respondió calmosamente el joven—. Quiera Dios que no tengamos nosotros que experimentarlo. Permítame usted, tan sólo, que le diga que el infeliz Tom no podrá nunca testificar mis palabras, porque su cuerpo no es más que una masa sangrienta en el centro del llano, y si algo resta de él, está en mi bolsillo, y no es otra cosa que la blanca maza con que dirigía la circulación. Sé que su madre la guardará como un doloroso y querido recuerdo, y por eso la he cogido al verla abandonada en la arena. Pero acaso, sir, si usted conociese la historia de míster Sterling no se admiraría demasiado.

—¿Qué hizo míster Sterling?

—Nada importante que haga reclamar para él un puesto entre los grandes hombres. Y, sin embargo, para cualquier asiduo lector de la sección de sucesos de los periódicos, es más conocido que Washington. El peor chófer que hay en el mundo es él, y apenas ha pasado un día desde que compró el primer automóvil sin que por su culpa no haya vestido de luto una familia. Ha atropellado tantas personas el solo como la mitad de los conductores de la ciudad; ha entrado por los escaparates, ha barrido las aceras, y la tarde que estrenó su «Peengre» doscientos caballos derribó tantas farolas como árboles puede tronchar un ciclón en un bosque. En fin, sir, míster Sterling ha adquirido tan terrible práctica que, por el salto que da su coche sobre el tropiezo y por otros detalles que recoge su educada sensibilidad, sabe, sin mirar al suelo, si ha arrollado a un niño o a un anciano, a un hombre o a una mujer. Y esta ciencia no se adquiere sin muchas observaciones. Los que conocen a míster Sterling dicen que no se equivoca jamás. Ha tenido que pintar su coche de encarnado para que no resalten las manchas de sangre. Y yo digo ahora, míster Hoppe, que nada tendría de extraño que el «Stull» se hubiese viciado en esa abominable costumbre.

—Dicen —intervino pensativamente Harrison— que los tigres que han probado la sangre humana ya no gustan de otro manjar.

—Como un tigre se ensañaba el «Stull» con el desdichado Tom —afirmó Joe—. Después que lo hubo derribado, pasó y repasó diez, veinte, doscientas veces sobre él. Y también el autobús del Colegio de Santa Teresa.

—¿Y ese autobús tiene asimismo historia?

—No tan abundante, pero si lo ve algún día asomar por la calle que usted transita, hará muy bien en subir a la azotea de la casa más próxima. Llevaba y traía a las niñas del colegio a sus domicilios, y en el camino, rara vez dejaba de laminar a alguien. Esto daba lugar a muchos disgustos, porque al principio las criaturas se impresionaban grandemente; pero después lloraban si el atropellado no era la misma persona que ellas designaban al conductor.

Mientras Wilpe les hacía conocer estas interesantes noticias, continuaron bordeando la meseta para aproximarse al lugar donde era mayor el número de automóviles. Añadió el obrero, después de vacilar un poco:

—Precisamente era ese autobús el que perseguía al torpedo de miss Lizzie. Como el «Stull» no le dejó participar en el aplastamiento de Tom, suponga que, excitado por el espectáculo, buscaría por su cuenta un medio de satisfacer su ansia de sangre. Miss Lizzie se hacía ver demasiado en su coche. Ella y yo éramos los únicos seres humanos que, muerto mi pobre amigo, quedábamos en la llanada.

—¿Entonces?… —preguntó el fabricante, deteniéndose, temeroso de que Wilpe callase algo más terrible aún.

—No creo que haya ocurrido nada, míster Hoppe; se lo aseguro —se apresuró a explicar el joven—. El autobús es un armatoste ingente, sin la ligereza del torpedo, habituado a caminar a la velocidad que las leyes municipales determinan. Es un coche gordo, hipócrita, burgués y tradicionalista. Juraría que no se le ocurre que puede correr más de lo que hasta ahora ha corrido. El torpedo puede burlarle muy bien. Lograremos encontrar sana y salva a miss Lizzie.

Tranquilizados por aquellas palabras, siguieron su busca. Vieron grandes coches detenidos en el borde de los precipicios, registrando el espacio con la proyección de sus luces intensas. Vieron otros con las ruedas delanteras apoyadas en una roca, haciendo sonar sus sirenas con esa tristeza lúgubre con que los perros aúllan a la Luna. Vieron rápidos carruajes correr en competencias juguetonas, como cachorros inquietos. Y camiones de motor achatado, con su traza de cerdos colosales, que se movían con lentitud y parecían ir de un momento a otro a hozar en la tierra… No estaba muy distante la hora del alba cuando Hoppe divisó el torpedo amarillo entre un grupo de autos detenido a unos sesenta metros de distancia. La luz de otros coches le iluminaba vivamente y se podía ver la silueta de Lizzie, debruzada sobre el volante, como si durmiese. El industrial la llamó con un poderoso grito que naufragó entre el estrépito de los cláxones. Lizzie no se movió. Acosado por tristes presentimientos, Hoppe se lanzó en dirección al auto. Sus compañeros corrieron también, más en su auxilio que en el de la joven, pero el mismo agilísimo Wilpe no pudo dar alcance a su jefe. Varios coches, lanzados en carreras frenéticas, los separaron, y hubo un momento en que el gordo Harrison, perdido en un torbellino de automóviles, se detuvo, mirando ansiosamente en su torno, y pensó con angustia en el trágico fin del guardia Klaes.

Hoppe había conseguido llegar cerca del torpedo amarillo. Si le preguntasen, no sabría decir cómo esquivó los innúmeros autos que cruzó en su camino, veloces como proyectiles. Llegó y, a su llegada, la joven se incorporó y mostró el rostro hermoseado más aún por la alegre sorpresa de aquel socorro. Pero en el mismo instante, el torpedo arrancó, enhebrando su traza ahilada entre los coches que le circundaban, y se alejó. Tanto el industrial como Joe pudieron advertir que la muchacha manipulaba en el volante, y en los frenos, pero sin lograr influir en la dirección del aparato. Marchó y se perdió entre otros coches, fundido en el tropel.

Fue entonces cuando Harrison pudo reunirse, ileso, con sus amigos. Aconsejó una espera en lugar seguro, ahora que sabían que Lizzie no había sufrido daño; pero Hoppe se negó concisamente, y echó a andar en la misma dirección seguida por el torpedo. Joe y el ingeniero, silenciosos, caminaron sobre sus huellas.

De pronto, un grito a sus espaldas. El torpedo había trazado un amplio círculo y regresaba al lugar de partida. Pasó sin detenerse. Lizzie extendió hacia ellos sus brazos.

No le era posible al coche desarrollar toda su velocidad en aquel lugar, que la presencia de otros vehículos hacía dificultosa; pero tampoco era su marcha tan lenta que permitiese a la joven arrojarse de él sin grave riesgo. En la mente de Harrison se formuló la idea de que, en las condiciones en que estaban, primero terminaría aquella persecución con la muerte de los tres, bajo las ruedas de cualquier auto, que con el rescate de la muchacha. Quizá Joe pensaba así también. En cuanto a míster Hoppe, había puesto en tierra una rodilla y apoyado en la otra su codo, apuntaba con la pistola al coche amarillo, contraída la cara en un gesto de violenta atención. Tres segundos… Y la detonación sonó breve y seca, zumbante.

—¡Guau! —hizo el coche; y levantó una rueda.

—¡Es nuestro, es nuestro! —exclamó Harrison, corriendo hacia él todo lo que permitía su barriga.

Pero Joe le agarró por la americana, a tiempo de librarle de ser aplastado. El autobús del Colegio de Santa Teresa se acercaba, negro, charolado, inacabable, grande como el salón de un cine, con su serie de asientos forrados de gutapercha, pesadote y haldudo, al mismo lento tren con que conducía las niñas hasta su casa. El torpedo amarillo sacudía convulsivamente la rueda herida, sin moverse del sitio. Los tres hombres vieron saltar a Lizzie y avanzar hacia ellos. El autobús se desvió ostensiblemente en dirección a la joven. Treinta metros…, veinte…, cinco… Harrison tapó sus ojos para no ver. La inmensa mole casi tocaba ya el cuerpo de la muchacha. Y entonces, volando sobre el arenoso suelo, Joe llegó. Las luces del autobús le inundaron en su claridad. ¿Iba a morir también en el tardío empeño de salvar a la joven? Inmóvil ante el hinchado vehículo, firme sobre sus pies, Wilpe alzó autoritariamente la mano que sostenía la blanca maza con que el difunto Tom había ordenado durante varios años el tránsito en las calles de la ciudad populosa.

Y el autobús del Colegio de Santa Teresa, ordenancista y burgués, se paró en seco.

Poco después, mientras, sentados en lugar seguro, Hoppe y Harrison oían la cantarina voz de Lizzie, que relataba su aventura, Joe examinaba el destrozo que el proyectil había causado en el coche amarillo. Un sutil alambre cortado por la bala invalidaba aquel sensible mecanismo, en el que nada sobraba ni nada faltaba tampoco. Obediente al impulso de su oficio, Joe restableció la conexión precisa, cerró la plancha que había descorrido para estudiar la avería y marchó a reunirse con sus compañeros. Mas antes de que hubiese dado el primer paso, sintió un leve golpe en su mano derecha. Se volvió. La aguda proa del torpedo —especie de hocico de pez— se alargaba hacia él agradecida y sumisa.

Luego, el coche le siguió y se detuvo a esperarle al borde de la meseta.

Lector: me acongoja la idea de que me retires la estimación que pudieras tenerme al sospechar, ante este indicio, que me dedico a pergeñar fantasías delirantes acerca de lo que ha de ocurrir dentro de un milenio.

No; la verdad es que no lo sé. Y todavía es más verdad que no me importa. Ni siquiera corro detrás de ese misterio tan próximo —pero tan hermético— que se llama «mañana». Me contento con saborear los sucesivos segundos del presente, que es, al fin, la única manera de vivir la vida.

Pero yo he atravesado ayer la plaza de la Cibeles, a pie, quizá a las siete, quizá a las siete y media de la tarde. Y he escrito después. Y en mi imaginación no habría más que fragmentos de pesadillas, en las que todos los personajes eran automóviles de ojos encendidos, iracundos y clamorosos, animados de una vida propia y real, ansiosos de sangre humana.

Fue una imprudencia, y… éste es el resultado. Naturalmente, no lo volveré a hacer…