CAPÍTULO 13

Que es como una ventanilla abierta por la que se despide la novelita

No vale la pena de referir cómo volví a encontrar mi automóvil. La policía sostiene que nunca me lo robaron y que ocurrió, sencillamente, que me olvidé del lugar donde lo había dejado, y allí estuvo días y días hasta que, por casualidad, volví por aquel sitio, lo reconocí y me apoderé nuevamente de él. Siempre me he negado a reconocer esta hipótesis, pero tampoco dispongo de otra suficientemente probada que oponerle.

La dulce verdad es que el coche está en mi poder, y que mi vida de automovilista se ha reanudado.

Desde el momento de la reaparición de mi «segunda mano» comprendí que de nada me servía si no contaba con un chófer que lo guiase y que, a la vez, pudiese afrontar la grave responsabilidad de un homicidio de imprudencia temeraria. Todos los que me conocen saben que mis ingresos no me permiten sostener el lujo de un servidor tan caro, y hube de meditar mucho tiempo antes de resolver el problema de hallar el hombre honrado, prudente y gratuito que necesitaba. Hasta que pensé que lo tenía en mi propia casa: era Domingo, mi criado, el más leal de todos los servidores, según había podido demostrar en muchos años de servicio.

Le advertí mis propósitos un poco cautelosamente para no verme en el caso de aumentarle el sueldo.

—Domingo —le dije—, no te sienta bien estar tanto tiempo encerrado en la casa. Te convendría respirar aire puro algunas horas cada día. Te encuentro pachucho.

—Estoy un poco pachucho —repitió, porque sabía que uno de sus deberes era no contradecir nunca al amo.

—Bien, eso se arreglará pronto. Vas a aprender a conducir, y cuando estés suficientemente preparado, guiarás mi coche.

—El señor es muy bueno —agradeció.

Le compré un uniforme impresionante, y pasado un mes, me llevaba por las calles de Madrid como si no hubiese hecho otra cosa en toda su vida.

Una tarde de invierno regresábamos de El Escorial, adonde había ido para fortalecer mi seguridad de que no me interesaba nada el famoso edificio, cuando el auto se detuvo, descendió Domingo, manipuló un poco en el motor y volvió a su asiento ahogado en sollozos.

—¿Qué ocurre? —pregunté sobresaltado.

—¡Una desgracia, señorito, una horrible desgracia! —confesó, llorando a chorros.

—¡Habla, por Dios, Domingo!

—¿Cuánto me paga el señorito por todo mi trabajo?

—Ya lo sabes, Domingo: ciento cincuenta pesetas.

El chófer lloró más aún.

—¡Ay, pobre de mí, qué disgusto tan grande!

—Pero, en fin, Domingo, ¿qué es?…

Se retorció dolorosamente antes de contestar:

—¡Que el señorito tendrá que darme setenta duros todos los meses…, hi, hi…, setenta duros!…

—¡Domingo! ¿Has bebido, Domingo?

—Ni una gota, señorito.

—¿Entonces? ¿No sabes que ya has mandado volver al sastre seis veces con la factura? ¿Por qué me pides dinero, mal hombre?

Lloraba como si fuera a disolverse.

—¡Si yo no lo quiero, señorito!… Pero me afilié a la Sociedad de Chóferes, por… qué se yo…, por vanidad o por simpatía, y ahora resulta que nos han ordenado exigir setenta duros… Usted sabe lo serio que soy yo… Ese es un deber social, y yo no puedo faltar a mis deberes…

Fruncí el ceño.

—Déjame el volante, Domingo. Ya hablaremos al llegar a Madrid.

Al oír estas palabras, redobló sus lamentos.

—¡Esto era lo que temía yo! —clamaba entre torrentes de lágrimas—. ¡Que usted quisiese guiar y se enterase de que no podía, porque he quitado una pieza del motor hace un momento! ¡Ay, qué desgracia, qué desgracia!

Quedé estupefacto.

—Según eso, has cometido un sabotaje.

—¡Un cochino sabotaje, señor…; así se llama! Pero ¿qué otra cosa podía hacer, si me lo han ordenado los compañeros? ¿Había que desatender a los compañeros?

Se golpeaba la cara con indignación, sinceramente desesperado. Nunca he conocido un hombre que haya cumplido sus obligaciones con tanto heroísmo, porque sé que mi criado me aprecia y no tiene la menor intención de expoliarme. En el fondo, aquello robusteció la estimación que por él sentía. Ordené:

—Coloca la pieza y sigamos. Te daré los setenta duros. Y así lo hice. Pero tuve que reducir los viajes, por ahorrar gasolina, y suprimir la parca cena habitual, y hube de prescindir de fumar mis cigarrillos ingleses. Porque sucedía que, a mi ver, todo el mundo pretendía vivir a mi costa desde que poseía un coche viejo. El Estado me imponía tan crecido tributo como si pretendiese sostener con mis cuartos una provincia; cuando se detenía mi automóvil a la puerta de un restaurante pueblerino, subían de precio todos los manjares, y me arruinaban las pequeñas expoliaciones en los garajes, hasta que pude encontrar uno donde ejercían vigilancia permanente dos guardias civiles retirados, y un sacerdote pronunciaba una breve y conmovedora homilía ante cada chófer, en el momento de salir con el auto, exhortándole a no falsear la cuenta de la gasolina.

Domingo estaba tan triste como yo por tantos dispendios. Un día le dije:

—El coche te da mucho trabajo.

—¡Oh, casi nada! —respondió.

—Debe de ser terrible ir una hora y otra al volante, sin tener con quien hablar, y bajarse en la carretera cuando se desinfla un neumático, a cambiar la rueda bajo la lluvia y el viento. Tú ya no eres joven. ¿Por qué no te procuras un ayudante? Yo no me opondría. Me miró, vacilando.

—Podrías darle…, si era un compañero agradable…, la mitad de tu sueldo, por ejemplo…; y si te decides…, acuérdate de mí, que me hace mucha falta el dinero…

Aceptó, sencillamente.

—Puede usted comenzar mañana, señor. Queda admitido.

Por eso me verán ustedes siempre sentado en el automóvil al lado de mi chófer.