En el que un hombre corre detrás de su automóvil
Durante un mes no hice otra cosa que buscar mi automóvil.
El dolor de un hombre al que le roban un alfiler de corbata, su reloj o su cartera, debe de ser muy grande; el de aquel a quien le han burlado la esposa merece lástima y respeto. Pero ninguno puede ser comparable al del que sabe que su coche ha sido raptado y otras manos lo llevan por rutas ignoradas hacia lugares misteriosos. Del reloj puede pensarse: «Adelantaba mucho.» De la mujer: «Ya verá el don Juan cuando ella comience a pedirle abrigos de pieles.» Del automóvil robado no se recuerda más que la blandura de sus asientos, que tan dulcemente disfrutará ahora el ladrón, de la docilidad con que se deja conducir por las carreteras y, sobre todo, se hace insufrible la angustia de suponer que el malvado sea un mal chófer y le abolle las aletas —esa parte delicada, tan sensible— contra todos los obstáculos que encuentre.
Acudí a la policía. La policía me escuchó, anotó mis señas y las del coche y me dejó marchar, sin comprometerse con una palabra de esperanza. Volví al día siguiente y aún no se sabía nada. Volví todos los días y no logré más que conocer a cincuenta y seis señores que también habían sido despojados de sus vehículos y que aumentaron mi inquietud con la suya propia.
Cuando se pierde un automóvil al poco tiempo de haber comenzado a saborear sus dulzuras, el pesar es más vivo aún y no acierta uno a consolarse. Como no todos mis amigos habían tenido ocasión de verme agarrado al volante con aquella mi traza de náufrago que ha encontrado un madero, se resistían a creer en mi compra y tuve que llevar durante muchos días en un bolsillo del gabán, para mostrarlo con cualquier pretexto, el tapón del radiador, que conservaba con el afán que un enamorado pondría en conservar el ensortijado mechón de la novia muerta. Colocaba el tapón sobre la mesa del café o en la alfombra de las casas que visitaba, y sobre este detalle describía el coche y procuraba que se reconstituyese en la imaginación de mi auditorio.
—Ustedes ya ven el tapón —decía—. Bueno, pues por aquí, por delante, bajaba el radiador, en esta forma, y hacia atrás seguía el capot, pintado de negro. Después…
Así media hora. Luego guardaba la preciosa reliquia y me iba a otra tertulia a desarrollar el mismo tema y rehacer de ilusión el artefacto.
También insistí en publicar anuncios en los periódicos. Ya no pedía que me lo devolviesen, pero con la esperanza de encontrarlo alguna vez, formulaba súplicas para que no lo estropeasen. Por aquellos días aparecieron estos renglones en los principales diarios de Madrid:
Ladrones del auto número tantos: Ruégueles no le echen aceite inferior. Está acostumbrado a funcionar con el de la marca X. Cinco litros cada cien kilómetros. Y ojo con los baches, por Dios.
Al fin, en la comisaría nos dijeron que había una buena noticia para nosotros y nos hicieron entrar a los cincuenta y siete en un salón donde, sobre una larga mesa, estaban alineados algunos pares de albarcas. Las contemplamos con asombro, cuando se oyó un grito, y un señor declaró que acababa de descubrir que estaban hechas con trozos de las cubiertas que le habían robado hacía seis meses. Le dejamos sollozando sobre aquellas reliquias y salimos tan mal impresionados, que fue entonces cuando decidimos fundar la Asociación de Propietarios de Automóviles Robados, cuyo primer objetivo fue el de reunimos a almorzar el primer sábado de cada mes.
Por aquella época intimé mucho con nuestro presidente, un viejecito tenue y frágil cuyo único tema de conversación era su auto. En 1909 se había apeado del coche en la estación del Mediodía para despedir a un amigo que se marchaba a Jerez, y ya no volvió a ver nunca más el extraño aparato que constituía su orgullo. Nadie pudo darle nunca noticias exactas del 303 —que tal era el bonito número de la matrícula—. Sólo vagos rumores le advertían alguna vez de su presencia en apartados rincones del mundo. Hablaba siempre de su automóvil como si creyese firmemente que seguía siendo un último modelo. Con cualquier pretexto gruñía: «¡Si tuviese aquí mi coche!…», y una vez se conmovió mucho porque creyó reconocer al 303 en la descripción que hacían los diarios de un automóvil, desde el que un grupo de gangsters tiroteó a la policía en una calle principal de Chicago.
En unión de este hombrecillo recorrí todas las paradas de taxis, todos los garajes, todos los sitios en que pueden venderse automóviles desguazados, y no pude hallar ni una sola pieza del mío. Inspirado por él, me presenté un día en la Embajada de los Estados Unidos. Comenzaba a creer que la pérdida era irremediable, y mi desesperación me aconsejaba asirme a cualquier idea e impetrar todos los auxilios. El viejecito del 303 era desde 1909 enemigo personal de todos los directores generales de Seguridad, y creía que debían haber movilizado el ejército para buscar su coche. Yo iba por el mismo camino cuando, descubriéndome ante un portero, declaré que deseaba ser recibido por el embajador.
El portero me dijo que era imposible. No me inmuté.
—Dígale —exigí— que se trata de un asunto muy grave.
—Por grave que sea —rehusó.
—Dígale que se trata de la mosca mediterránea en California.
Movió negativamente la cabeza.
—De un contrabando de bebidas alcohólicas.
La cabeza galoneada osciló otra vez.
—De un plan belicoso del Japón.
—Ya le he dicho, señor, que es imposible ver a su excelencia.
El viejecito del 303 intervino.
—Creo que debe usted decir el verdadero motivo de su visita. Este funcionario parece discreto.
—Bien —suspiré—, pues hágame el favor de anunciar que deseo comunicarle algo importante relacionado con el secuestro del hijo de Lindberg.
—¡Oh! —hizo el portero—. En ese caso… Sígame usted, señor.
Y se precipitó diligentemente, abriendo puertas ante mí, hasta dejarme instalado en el sofá de una salita.
—¡Un momento! —rogó.
Quedamos dando vueltas a los sombreros entre las manos, cargadas las frentes de preocupación, hasta que un alto empleado de la Embajada apareció entre los cortinajes. Nos informó de que su excelencia no estaba en el edificio y se ofreció a llamarle inmediatamente por teléfono si no queríamos depositar en él nuestra confianza.
—Hable usted, Jorge —me aconsejó el consecuente propietario del 303.
Alcé las cejas con un gesto particular que adopto cuando voy a exponer algo de mucha importancia.
—¿Le han dicho que quería hacer algunas manifestaciones a propósito del asunto Lindberg?
—Sí —contestó el yanqui.
—Ante todo, ¿tienen ustedes mucho interés en que aparezca el niño?
—Un interés inmenso.
—Pues bien, he aquí lo que vengo a decirles: el niño no aparecerá.
Le vimos inmutarse:
—¿Por qué afirma usted eso?
—Tengo mis razones, caballero.
El amo del 303 subrayó:
—Sí, sí; tiene sus razones.
Movió el puño cerrado varias veces, acercándolo y separándolo lentamente del pecho agregó:
—Y de peso.
—En fin —exclamó el funcionario—, supongo que usted comprenderá que esas razones son las que nos importa conocer, y espero que no las oculte…
—No sé si lo cuente —vacilé.
—Cuéntelo, Jorge, cuéntelo —apoyó el del 303—. Es un deber de conciencia.
—Eso es verdad —reconocí—, y si no fuese por la conciencia, no daría este paso, que me lleva a mezclarme en lo que pudieran llamarse asuntos de una familia a la que no conozco. Pero es lo cierto que debo llegar hasta el fin. Vamos a ver: ¿usted cree que un automóvil de cinco plazas puede estar escondido en una buhardilla?
—No —respondió el yanqui con extrañeza.
—¿Y en un quinto piso?
—No.
—¿Y en un tercero, un segundo o un primer piso? Francamente.
—Francamente, no lo creo.
—¿Admite usted que lo pueda llevar un hombre debajo de un gabán o una mujer envuelto en un chal de lana entre sus brazos?
—Absurdo.
—¿Y que esté en los pasillos o sobre las butacas de un tren de viajeros, o en el camarote de un vapor?
—Tampoco.
—¿Ni en el centro de un bosque sin caminos, ni en la cumbre de un áspero monte pedregoso?
—Ni en tales sitios.
—Perfectamente, señor. Pues mire usted: a mí me han robado un automóvil hace veinte días y nadie es capaz de encontrarlo, a pesar de que la lista de los lugares donde puede estar un automóvil es mucho más reducida que la de los sitios donde puede estar un niño. Ese niño puede hallarse en todos los escondrijos donde es posible que esté un automóvil, más en todas las buhardillas, en todos los primeros pisos, los segundos pisos, los terceros pisos, etcétera, y todos los bosques, las cuevas y las montañas. Ahora, fíjese bien en lo que voy a decirle.
Abrí un corto silencio para darle tiempo a preparar su atención, y volví la cabeza hacia el propietario del 303, que me alentó con un gesto.
—Fíjese bien —seguí—. Si es absolutamente imposible encontrar un automóvil, ¿cómo quiere usted que aparezca un chiquillo?
Mi teoría era formidable, pero ya contábamos con que, al principio, produjese cierto estupor. No me extrañó nada ver al yanqui fruncir las cejas y pasarse la mano por la frente.
—Usted puede decirme —continué— que la policía de su país es mejor que la nuestra. Pero yo le responderé que un niño es muchas veces menos voluminoso que un automóvil, y que España es muchas veces menor que los Estados Unidos. Estableciendo la justa proporción, viene a ser como si en su país de usted se perdiese una montaña y no acertasen a descubrirla. El hombre pareció impresionado.
—Es verdad —murmuró.
—¡Ya lo creo que es verdad! —apoyó el propietario del 303.
—¿Y qué quiere usted que hagamos? —indagó el yanqui.
—Yo creo —dije con expresión cavilosa— que lo que primeramente le conviene a los Estados Unidos es ocuparse de la búsqueda de mi coche, hasta llegar a encontrarlo. Esto fortificaría mucho la esperanza de recuperar al chiquillo, que, de no ser así, carecería de lógica.
El hombre meditó un momento.
—No se puede negar —reconoció— que utiliza usted una argumentación turbadora. Consultaremos con Washington.
—No deje usted de hacerlo hoy mismo —aconsejé.
—Otros diplomáticos han ascendido por mucho menos —rechazó mi acompañante, limpiando con aire distraído la cinta de su sombrero—. Y ahora que este asunto marcha ya por buen camino, quizá le interese a este señor conocer detalladamente la historia de mi 303.
—Espero que haya otra ocasión para ello —interrumpí, temeroso de comprometer el éxito de mi gestión. Y arrastré hasta la calle al antiguo automovilista.