CAPÍTULO 11

Mi «segunda mano»

Comencé como tantos automovilistas: compré un «segunda mano».

Este «segunda mano» era muy aceptable. Puedo decir en su elogio que, al cabo de los años, llegó a ser un «quinta mano» bastante robusto todavía.

Y ha llegado el momento de decir que la función de guiar un coche es la más difícil entre todas cuantas puede proponerse un hombre nervioso. Por mi parte, tengo siempre demasiadas preocupaciones, mi cerebro está fatigado por una vida de constante labor, y si quisiera ponderar el límite que alcanzan mis distracciones, habría de afirmar que llegan tan lejos como mi falta de memoria. No obstante, alcancé el fin de la enseñanza que quisieron darme en una academia para chóferes, y no quedé mal. En los primeros días me era absolutamente imposible obligar a cada mano y a cada pie a que procediesen con independencia, y me conducía como si estuviese haciendo ensayos de malabarismo. Estiraba o encogía a un tiempo todas las extremidades, pisaba alocadamente allá y acullá, lanzaba gritos reclamando el auxilio de mi instructor, o me quería arrojar por la ventanilla. Sin embargo, conseguí dominar casi todas las dificultades. Es cierto que un día atropello al mismo tiempo a dos chiquillos que estaban empleados en el local donde se realizaban las prácticas, pero el director, que presenció la escena, se limitó a volver el rostro hacia el almacén y dar dos palmadas, gritando:

—¡Eh, sacad dos chiquillos nuevos!

Y como yo balbuciese una excusa, me tranquilizó:

—No tiene importancia. Están acostumbrados, y, por otra parte, abundan terriblemente. Apenas le cobraremos a usted veinticinco pesetas por cada uno.

—No son caros —respiré.

—Son de balde. Pero es que hay mucha competencia. Figúrese usted que existen casas que ni siquiera los cobran, para atraer a los clientes. Ahora, que no tienen más que muchachillos esmirriados, de mala calidad, huesudos… Pasa usted sobre ellos y se le pinchan los neumáticos.

Poco después me dijo:

—Creo que ya está usted en condiciones de someterse a examen para obtener el carnet. Sólo le falta conocer algunos trucos del oficio, pero no están comprendidos en la tarifa. Por cinco pesetas más le daré un buen consejo.

Entregué cinco pesetas.

—Temo que se deje arrebatar usted demasiado por esta tendencia a aplastar criaturas. Siempre que usted atropelle a un chiquillo, diga que fue el chiquillo el que le atropelló a usted. Esta tesis hace tanta falta a un automovilista como los faros.

La anoté en un cuadernito.

—¿Dispone usted de cinco pesetas más? Démelas. Y acuérdese de esto: los automovilistas tienen tres enemigos: los árboles, los ciclistas y el chófer; y un solo amigo: el amigo de usted, que se lo pedirá siempre prestado.

—Bueno.

—Con esto me parece que ya le basta. Se alejó.

—¡Oiga! —grité de pronto—. Tengo una duda. Si a mi derecha hay un talud y a mi izquierda un muro, y he de ir forzosamente a uno u otro lado, ¿cuál debo elegir?

Vaciló un momento.

—Según. Puede decirse que eso es temperamental. Los espíritus aventureros prefieren el barranco.

Con estas y otras instrucciones teóricas y prácticas, me creí ya capacitado para lanzarme por las calles y carreteras del ancho mundo y comparecí el día que me fijaron ante el experto oficial que había de negarme o concederme el carnet de conductor.

Contesté algunas preguntas, hice ciertas evoluciones, y un caballero joven y bien vestido —un poco infatuado, como casi todos los funcionarios públicos—, ocupó un puesto a mi lado para someterme a la prueba definitiva.

—En marcha.

Puse el coche en marcha.

—Vamos a ver cómo se las arregla entre el tránsito. Recorrí brillantemente toda la Castellana y emboqué la carretera de Chamartín.

—Dé la vuelta.

Iba un tranvía y venía un camión.

—No tengo sitio —murmuré.

Y seguí corriendo. Quizá la imposibilidad de obedecer inmediatamente aquel mandato o la estirada gravedad de mi examinador, o ambos motivos, alteraron mis nervios, porque la verdad es que ya no pude encontrar sitio bastante para hacer dar la vuelta al coche. Continué tragando kilómetros.

—¿Por qué no regresa? —indagó él.

—No… no… puedo —silabeé.

Le oí suspirar. Corríamos ya por las afueras.

—Al menos —ordenó—, pare usted.

Pero ya había llegado al máximum del azoramiento. Apenas se me oyó decir:

—No… no… me acuerdo…

Era verdad, juro que era verdad. Si entre ustedes hay un hombre realmente nervioso, creerá mis palabras.

—¿Quiere usted decir que no sabe detener el coche? —preguntó mi acompañante con voz temblorosa.

—No…, palabra de honor…; no me acuerdo. Sé que es bueno pisar en un sitio, pero si piso en otro sitio correremos más.

—¡Correr más no! ¡No pise nada!

—Lo mejor —rogué apresuradamente— será que se ponga usted en mi lugar. Renuncio al carnet. Me doy por vencido.

El joven caballero dio una palmada en sus muslos.

—¿Y qué diablos quiere que haga yo en su lugar? ¡Aviados estamos!

En cuatro palabras me confesó que le habían conferido aquel cargo, en espera de otro mejor, porque su padre era un político que disponía de más de mil votos; pero que ni su padre ni él habían manejado jamás un coche.

El mío se despeñaba cuesta abajo por una pendiente pronunciada.

—¡No corra tanto!

—No soy yo.

—¡Vamos a matarnos! ¿Por qué se me habrá ocurrido aceptar esta ganga? ¡Maldita sea!… ¿No puede hacer nada por?…

—¡No puedo! ¡Este artilugio está desbocado!… ¡Ahí viene un árbol! ¡Atención!

—¡Soo! —gritó él contra el parabrisas, dirigiéndose al capot, con los ojos desorbitados y el cabello de punta.

—¡Soo! —grité yo con toda mi alma. El árbol pasó de largo por la derecha.

—Allí aparecen un viejo y una niña —indiqué—. No creo que consiga pasar por el medio…; me parece que uno de ellos…, por lo menos uno… ¿Cuál me aconseja usted?

—¡Qué horror!

—¡Pronto! ¿Cuál de ellos?

Por fortuna, el auto paró antes de alcanzarlos… Se había agotado la gasolina. Mi acompañante se apeó con una prisa temblorosa y echó a correr, al través de los sembrados, hacia Madrid. El sombrero le cayó al saltar una cerca, y no se detuvo a recogerlo.

Verse con un auto en las manos es un grave motivo de preocupación para cualquier hombre prudente. No puede formarse ni una idea aproximada de la responsabilidad que acepta, hasta que se encuentra uno en medio de la calle, con el artilugio trepidante, repentinamente dueño de la vida de los demás.

Recuerdo a este propósito algo que he presenciado y que olvidaré difícilmente.

Cierta vez estaba yo comprando cartuchos de caza en una armería, cuando vi entrar a un hombre ceñudo, sin sombrero, y que estaría completamente pálido si no llevase estampados en rojo sobre su mejilla izquierda los cinco dedos de una mano.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó el dependiente.

—Algo que sirva para matar a un hombre —respondió con un rugido el recién llegado.

—¡Caballero —exclamó el vendedor, dando un paso atrás—, en esta casa!…

—¡Pronto, imbécil! —exigió el agraviado—. ¿A qué viene eso? ¿No es aquí donde venden pistolas? ¿Y para qué suelen servir las pistolas? ¿Creéis tú y quien las hace que se utilizan para agitar el café?

En rigor, nada había que oponer a aquellas palabras, y el dependiente lo comprendió así y le enseñó pistolas del 9. Pero el hombre abofeteado apenas las miró.

—¡Más grandes! —dijo.

Le ofreció un revólver del 12.

—¡Más grandes! —gruñó.

—¿Acaso desea usted un rifle? —aventuró el dependiente.

—Veamos —barbotó el comprador.

Pero rechazó el rifle.

—Quiero —bramó— algo terriblemente mortal; algo que le haga polvo, que le aplaste, que le aniquile.

Paseó una mirada ansiosa por las estanterías, crispando las manos en el mostrador. Al fin, en sus ojos cargados de odio lució una idea:

—¿Tienen ustedes automóviles? —inquirió.

—No, señor —contestó el hortera estupefacto.

—Pues eso es lo que necesito —gritó el otro, y salió apresuradamente.

Ahora que voy a lanzarme con un coche entre los humanos, aquella escena acude a mi memoria, y, en principio, ¿por qué nos hemos de negar a reconocer en el automóvil un instrumento mortífero, cuando diariamente caen bajo su ímpetu más víctimas que bajo el ímpetu de las balas?

Cuando recibí la autorización de guiar y quise hacer mi primera salida, me sentí sin fuerzas para afrontar yo solo la dudosa aventura. Visité a mi amigo Garcés y pude convencerle, después de una larga discusión, para que accediese a dar un paseo en mi compañía. Cuando se despidió de su mujer tenía los ojos empañados en lágrimas. Me explicó, mientras bajábamos las escaleras;

—No he querido alarmarla; pero no sé si volver a subir… Me tranquilizaría decirle que no le perdonaría nunca que se volviese a casar…

—¡Qué tontería, Garcés! En todo caso, le telefoneas desde cualquier parte —dije, temeroso de que me abandonase si le perdía de vista.

Convinimos en pasear por lugares poco concurridos. El coche nos esperaba cerca del parque del Oeste. Nos acomodamos, cerré la portezuela y nos pareció quedar tan aislados del mundo como un grillo en su jaula.

—¿Adonde vamos? —me preguntó mi amigo, sonriendo a pesar de su palidez.

—¡Qué sé yo! ¿A la Moncloa? Caviló.

—Sí, muy buen sitio. Pero… ¿no te parece que hay allí muchas parejas de enamorados?

—¿Y qué? Frunció el entrecejo.

—La verdad es —dijo— que nadie hay en el mundo más distraído que un enamorado. Tocas la bocina, y no te oye… Prefiero ir entre sordos auténticos. Comprende —añadió mirándome con expresión de horror— que sería muy triste atropellar a unos novios.

—Sería espantoso —apoyé.

—¿Entonces?…

—Podemos ir por los bulevares.

—Mucha gente —opinó con lúgubre laconismo.

—En fin —murmuré—, tú dirás. Vámonos a cualquier parte.

Me miró con preocupación visible.

—Sí —suspiró—, lo mejor es ir a cualquier parte… Verdaderamente, es lo único que podemos hacer.

El cristal se había envahado y lo frotó durante mucho tiempo con uno de sus guantes.

—Voy a arrancar —le advertí, con la misma expresión que si le dijese que me iba a disparar un tiro.

Hice las manipulaciones de rigor, pero de pronto lo abandoné todo para lanzarme sobre la bocina y oprimirla furiosamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó alarmado, después que pudo contener su impulso de arrojarse por la ventanilla.

—¿No lo ves? Hay un guardia a caballo en el sitio por donde hemos de pasar, y los caballos suelen asustarse de los automóviles. ¡Son tan nerviosos esos animales!… ¡Ya se va!… ¡¡Bueno!!

—¿Qué hay ahora?

—Aquella familia que parece dispuesta a cruzar la calle. Esperaremos un poco. Tengo el presentimiento de que la vieja se aturdiría si avanzásemos, y vendría a meterse bajo las ruedas. Las ancianas y las gallinas no saben nunca qué hacer ante un coche. Me estremece pensar en que pudiésemos pasar sobre esa pobre mujer en presencia de sus nietos. ¡Qué cuadro para los infelices chiquillos, eh! Pone los pelos de punta. Pero… ¿no acabarán? Se han detenido a charlar con otra familia y se lanzarán al arroyo en el instante en que transcurramos… Ya lo verás. Será conveniente avisarles.

Alcé el parabrisas.

—¡Eh! —grité.

—¡Eh! —gritó él también con todas sus fuerzas.

No hicieron caso.

—¡Eh! ¡Eh! —insistimos.

Entonces las dos familias se pusieron a mirar hacia el otro extremo de la calle, menos una niña, que miró a un árbol, y la vieja, que señaló el balcón de un quinto piso, empeñada en que había dado las voces un señor que estaba allí leyendo un periódico.

Arranqué nuevos aullidos a la bocina y Garcés sacó un brazo por la portezuela.

—¡Pasen de una vez! —ordenamos.

—¿Qué?

—¡Que pasen pronto!

—¿Adonde?

—¿Adonde va a ser? ¡A la otra acera!

Atravesaron la calle, intimidados, volviendo la cabeza hacia nosotros. Creo —Dios me perdone— que no tenían la menor intención de cambiarse de andén, pero nuestros ademanes los azoraron.

Manipulé otra vez. El coche comenzó a trepidar. Súbitamente asomé la cabeza por el hueco del parabrisas y clamé más fuerte y con más apuro que antes:

—¡Eh, eh!

—¡Eh, eh! —vociferó mi amigo, tanto más azorado cuanto que al incorporarme no le dejaba ver lo que ocurría.

—¡Esa niña! —grité excitadísimo.

—¡Esa pobre niña! —secundó, pálido como un difunto, porque aunque el coche no se había movido, tuve la impresión de que habíamos partido en dos a una inocente criatura.

Volví a sentarme muy nervioso, echando pestes contra las niñeras distraídas. Entonces pudo ver Garcés a una mujer que corría hacia la acera llevando en los brazos, muy apretada contra su pecho, a la chiquilla que acababa de coger en mitad de la calle. Una señora que apareció en la acera se precipitó hacia la criada lanzando ayes desgarradores.

—¡Hija mía! ¿Qué fue?… ¡Hija mía!

La pequeña rompió a llorar, asustada, con lo que los ayes de la madre alcanzaron a alarmar al vecindario. La excelente señora dedicó sus manos estremecidas a buscar las lesiones de su vástago. Le quitó el sombrero, le levantó las ropas la sacudió para ver si caía sangre. Como no encontrase nada extraño, le dio a la niñera un vigoroso bofetón, afirmando que lo hacía tan sólo para acostumbrarla tener cuidado. Cuando se acabó al alboroto y las vimos marchar discutiendo aún, me enjugué el sudor de la frente y confesé:

—¡Creí que la matábamos!

—¡Calla! —rogó Garcés.

—Gracias a Dios, hemos podido evitarlo.

—Gracias a Dios.

Mis nervios habían sufrido demasiado.

—Después de este feliz desenlace —dije—, creo que nada mejor puede sucedemos. Si te parece —añadí con aspecto dichoso—, podíamos ahora pasear un poco a pie por el parque.

Aún no había acabado de proponerlo, y ya estaba Garcés sobre el asfalto, estirándose la americana con un gesto alegre y juvenil.

—Tienes un hermoso coche —alabó.

—Sí, es verdaderamente hermoso —reconocí, guardando la llave en el bolsillo.

Y bien seguros sobre nuestros zapatos, tomamos sin precaución la curva de una vereda.

Todavía guié mi «segunda mano» en otra ocasión. Tuve que llevar al teatro a una dama ante la que me convenía aparecer como un hombre de vida confortable, y supe conducirme como un experto. Únicamente descubrí, apenas salido del garaje, que la bocina se había resfriado. Cuantos tengan coche conocerán, seguramente, este lamentable fenómeno. Las bocinas se resfrían muchas veces sin que se sepa por qué. La de mi automóvil hacía siempre: «¡poo!», y aquella tarde sonaba «¡pii!». La gente no quería apartarse, porque creía que se acercaba tan sólo una bicicleta y, después de verme, no podía dejar de reír.

La mayor sensación de ridículo que padecí en mi vida fue al hacer sonar entre la muchedumbre aquella bocina amariconada, y puedo jurar que durante todo el trayecto sentí en mis mejillas la quemadura de la vergüenza.

Fue lo peor, que habíamos convenido en que avisase mi llegada desde la calle, haciendo sonar el constipado instrumento. A los diez minutos había más gente detenida en la acera que si diese un concierto la Banda Municipal. Y como cuanto más fuertemente apretaba la pera de goma, más aflautados eran los ayes de la bocina, la risa del auditorio encontraba una gran variedad de motivos. Reían con algazara los chiquillos, reía un gordo señor sobre cuyo vientre saltaba un dije de oro, y algunos chóferes acortaban su marcha al pasar y reían también con la mejor gana. Un guardia vino a preguntarme si era yo mismo el que me quejaba, y dos estudiantes que se habían sentado al borde de la acera porque no podían soportar los sacudimientos de sus carcajadas a cada nuevo pitido de la bocina, declararon, cuando les fue posible hablar, con el rostro húmedo de lágrimas, que nunca creyeron que se pudiese disfrutar tanto en la vida.

La dama apareció tras los cristales de su ventana y me hizo señas de que todo aquello le había asustado más de lo que era capaz de resistir. Se avino a bajar cuando se marcharon los del grupo, y entró en el coche escandalizada.

—No espere usted que le acompañe en estas condiciones —dijo—. Antes de que usted vuelva a tocar una sola vez esta horrible bocina, me permitirá que me apee.

—Lo siento mucho —repliqué—, pero me será imposible evitarlo. Me obliga el reglamento. Nos multarían.

—Busque usted otro remedio.

—Bien —obedecí—. Veremos lo que ocurre. Y avanzamos más de cien metros, gritando yo mismo «¡po-po!», «¡po-po!», por la ventanilla, pero como esto resultaba muy fatigoso, la misma dama se apeó para comprar una ocarina en una tienda de instrumentos de música, y todo marchó bien desde aquel instante.

Ante el teatro había una larga cola de vehículos, y el guardacoches, después de indicarme dónde podía dejar el mío y abrir la portezuela respetuosamente, me gritó, cuando ya caminábamos hacia la entrada;

—¿Deja usted el tapón, caballero?

—¿Qué tapón? —pregunté extrañado,

—El del radiador. No es muy prudente… Hay muchos canallas que se dedican a robarlos, y aunque yo vigile… Y añadió:

—Pero váyase tranquilo: yo lo guardaré. Y le dejé destornillando el tapón metálico, en el que se destacaba una airosa figurita de níquel.

Al salir busqué inútilmente mi coche. Sólo pude encontrar al guarda, que trotaba afanosamente de portezuela en portezuela recogiendo propinas.

—¡Ah! —exclamó al reconocerme—. ¡He aquí su tapón, caballero!

—¿Y el coche? —indagué.

Recorrimos toda la calle, miramos en una plazuela próxima, en un bar.

El coche había desaparecido. Con el espíritu amargado, tristemente, regresé a pie, pensando en qué podría utilizar aquel tapón, que era todo lo que, con mis zapatos, me quedaba en relación con los medios de trasladarme de un lugar a otro.

Al día siguiente mandé publicar un anuncio en el que ofrecía trescientas pesetas al que me devolviera el automóvil robado o me diese noticias que me permitiesen recuperarlo, y esto fue lo peor que pude hacer, porque a las tres horas de haber aparecido los periódicos había alineados a lo largo de mi calle más de un centenar de coches viejos, cuyos propietarios porfiaban por convencerme de que bien podía considerarlos míos si me avenía a entregar los sesenta duros.