En el que me convenzo de que… no puede ser
El caballero que almorzó a mi lado en el banquete con que obsequiamos al jefe de mi oficina para celebrar el matrimonio de su hija mayor, puesta en trance de maternidad por un novio impaciente, manifestaba con frecuencia su disgusto:
—Estas berenjenas no valen nada —se decidió a confiarme de pronto—. Las que produce mi finca son infinitamente superiores.
Poco después me aseguró que no cambiaría un conejo de los que criaba en tal finca por cuarenta langostas tan podridas como la que nos sirvieron anegada en la purulencia de una lívida salsa mayonesa. Yo estaba triste pensando en la hiperclorhidria y en las veinticinco pesetas que me había costado el cubierto. Contesté, con voz rencorosa:
—Sí… es un atropello, es un atropello… En los banquetes, ya se sabe lo que ocurre… Bebamos para alejar el mal humor.
Le serví una copa de vino.
—No creo —dijo— que sea tan bueno como el que obtengo de mis viñas.
Lo probó con recelo. Un sorbito, otro sorbito, hasta trasegarlo todo. Yo esperaba, cortésmente.
—¿Qué tal? —pregunté.
—Me parece que es mucho peor —replicó—. Pero no estoy seguro, y me molestaría calumniar a ese cosechero. Écheme usted otro poco.
Volví a llenar su copa.
—No, no es tan bueno —afirmó al vaciarla. Pero debía de conservar todavía algún escrúpulo, porque bebió medio litro más. Entonces me informó de que si yo pensaba servirle más vino únicamente consentiría que se lo echase en la copa del agua, porque tan sólo los buenos caldos pueden ser tomados en pequeña porción y a tragos menudos, mientras que los vinos ordinarios han de ser lanzados al estómago con la copiosidad y la indiferencia con que se vacía un cubo de agua turbia.
Al aparecer los camareros ofreciendo cigarros, el caballero extrajo una boquilla de espuma de mar que representaba la cabeza del presidente Wilson, y limpió amorosamente con una pluma de gallo.
—También es de mi finca —me confesó—. Tengo centenares de gallos y gallinas, con millares de plumas. Ningunas tan buenas para limpiar los tubos de las pipas. Es la especialidad de mis aves. Podrá haber otras que pongan huevos mejores —aunque no está probado—, pero ninguna ofrecer a su propietario plumas tan excelentemente calibradas para barrear la nicotina de las boquillas.
Dicho esto, aquel buen señor me hizo la merced de soltar en mis oídos el raudal de sus confidencias a propósito de las maravillas de su finca. Pronto supe que mi reciente amigo había pasado gran parte de su vida en Nueva York, donde pudo conseguir una enorme fortuna, que ahora disfrutaba plácidamente en su país natal. De su estancia en Norteamérica conservaba una afición casi morbosa a las estadísticas, y la única contrariedad que ahora enturbiaba su dicha era no saber exactamente cuántas berenjenas, cuántas judías, cuántas lechugas producía su huerta; cuántos huevos sus gallinas, cuánta fruta sus árboles. El no podía ocuparse en tal cuestión. ¡Si encontrase un hombre serio, perfectamente compenetrado de la importancia de la estadística, que se aviniese a llevar aquella fácil contabilidad!… Estaba dispuesto a darle quinientas pesetas al mes. (Yo parpadeé.) Y, al fin y al cabo, no era preciso ningún desvelo. Con dos horas diarias de trabajo podría realizarse cumplidamente aquella función.
Yo declaré que siempre había amado la estadística, y hasta creo que dije entonces que, a mi juicio, era la madre de todas las ciencias.
—Y de todas las artes.
—Bueno —repliqué—; eso, por sabido, se calla.
Se felicitó de haber hallado un hombre tan juicioso como yo, y yo aseguré que estaba encantado de hablar con un caballero tan inteligente. Esto pareció halagarle, porque me quiso regalar una pluma de gallo, y como en aquel momento no tuviese más, su efusión le llevó a ofrecerme la que ya había usado para limpiar el interior de la cabeza del presidente Wilson. Tornamos a hablar de la estadística, y me dijo que no había acto de su vida al que él no la aplicase.
—Eso me permite saber que en este almuerzo he bebido cuatro copas grandes y ocho copas pequeñas de vino…
—Nueve —interrumpí yo—, porque una vez bebió usted la del vecino de la derecha. Nueve; y se ha comido nueve panecillos.
Me consideró con asombro.
—A un hombre como usted llegaría a pagarle yo setecientas pesetas.
Sentí un agradable cosquilleo en el plexo solar. Pero no dejé traslucir mi alegría.
—¿Quiere venir a ver mi finca? —me propuso—. Está a veinte kilómetros de Madrid. Tengo abajo mi coche, y le llevaré a usted en un momento.
Accedí. Montamos en un excelente automóvil que él mismo guió. Lo conducía hábilmente entre el tránsito abundante de la ciudad; pero yo advertí con cierto sobresaltado asombro que apenas el acaudalado caballero cogió el volante, enrojeció, frunció las cejas, se mordió los labios y presentó algunos otros síntomas de enfurecimiento. En un cruce le vi asomar de repente la cabeza por la ventanilla, y oí que gritaba:
—¡Idiota! ¡Mala bestia! ¡Aprenda usted a andar! En seguida me explicó:
—Un peatón que me ha increpado. Hay que estar pronto a contestar a esta gente, porque…
Se interrumpió para asomarse nuevamente a la ventanilla y vociferar:
—¡Al pesebre, canalla! ¡Lleva tu mano, imbécil! ¡Uncido a un carro estaría mejor que guiando un coche! Siguió hablándome:
—Esto es lo que más trabajo me ha costado aprender; la respuesta rápida, el insulto pronto. Es lo más difícil del automovilismo. En un casino, en la acera, en el teatro, en una reunión cualquiera, puede usted devolver un insulto acertada y cómodamente, porque siempre dispone de algún tiempo para pensarlo. Pero cuando se va en un auto no, porque todo es demasiado fugaz. Especialmente si le insultan desde otro auto que se cruza con el de usted. Y es lo grave que ningún otro hombre tiene que afrontar mayores y más frecuentes ultrajes, porque al que va corriendo en un coche le insulta todo el mundo: los que van a pie, los que le miran desde los balcones y hasta los que pasan en otros coches, ya porque corren menos, ya porque corren más. Es muy duro; le digo a usted que es muy duro. Hay que dar respuesta adecuada a demasiada gente. Al principio yo insultaba a todos con la misma palabra; pero concluí por aburrirme. Ahora, después de estudiar un poco el Diccionario de la Lengua, tengo un repertorio bastante rico.
Abrió un paréntesis para replicar a otro conductor que lo increpaba:
—¡Follón! ¡Calzonazos!
Íbamos por la parte más concurrida de la ciudad. El caballero me rogó:
—Tenga usted la bondad…, porque yo no doy abasto… Hágame el favor de insultar por la ventanilla de la derecha, mientras yo insulto por la de la izquierda…
—No sé si sabré…
—Sin duelo…
—Pero ¿cuándo?…
—En estos momentos puede ir usted insultando siempre, porque siempre habrá alguno que le insulte o que le vaya a insultar. No tenga reparo.
Por la ventanilla de la derecha comencé a gritar:
—¿Dónde llevas los ojos, cacatúa? ¡Cretino! ¡Golfo!
Y él por la ventanilla de la izquierda:
—¡Bergante! ¡Malandrín! ¡Cascanueces!
A derecha e izquierda nos injuriaban también automáticamente. Ya en la carretera, sólo disparamos cinco o seis injurias graves por kilómetro. Cuando nos cruzábamos a ciento por hora con otro auto que marchaba a ciento dos, clamábamos:
—¡Bestias!
Y la ráfaga nos traía al mismo tiempo otra palabra:
—¡Bárbaros!
Llegamos, al fin, a la propiedad de mi amigo. Me enseñó sus gallineros, sus conejeras, su huerto, su jardín; me instó para que me encargase de la estadística…
—Pero yo —objeté— tengo ya un empleo en Madrid… No puedo abandonarlo; tampoco me gusta vivir en el campo… Me conviene ganar setecientas pesetas más cada treinta días, pero es imposible que acepte…
—Si no hace falta que renuncie a su empleo, ni que cada tarde acude usted a la finca; dos o tres horas de labor, y otra vez a su casa…
—¿Hay trenes?
—No hay trenes.
—¿Entonces?
—En su coche de usted.
—Yo no tengo coche.
Me consideró primero con desprecio y después con lástima. Quedó largo tiempo callado, como si hubiese oído una inconveniencia o un disparate. Yo comenzaba a sentirme incómodo.
—Mire usted, amigo mío —dijo, al fin, lentamente—, sin un coche no hará nada en la vida; siempre será usted un hombre incompleto. El tiempo que pierde en moverse sobre sus piernas —deficientes, como todas las piernas— para ir de un lado a otro reduce a menos de la mitad el valor y la utilidad de su existencia. Si usted no posee un coche, nada tenemos que tratar, porque eso quiere decir que usted no es buen trabajador. El hombre que no posee un auto, una máquina de escribir, una navaja de afeitar y un despertador no llegará a ser nada.
—Según —objeté, algo molesto—; hay profesiones para las que el auto es superfluo.
—Ninguna —aseguró con énfasis—; ni aun las más extraordinarias. Yo puedo asegurárselo a usted. ¿Quiere saber cuáles fueron los principios de mi carrera, la base de mi fortuna?… Yo he pedido limosna, querido señor. Sí. Yo he montado un puesto de pedir limosna en Nueva York. Me situé en un lugar magnífico, elegido después de un largo estudio comparativo. Millares y millares de personas pasaban por allí al cabo del día. Pero todas eran gente apresurada, que no hacían el menor caso de mí; ciudadanos que corrían a sus negocios sin poder atender al mío. Después de largas reflexiones, compré un auto de cuarta o quinta mano; un auto viejo, de apariencia enfermiza, pero que aún caminaba con la tenacidad de un veterano que quiere morir en su puesto. Con aquel artilugio comencé a operar. Me infiltraba en el torrente de coches de las grandes avenidas, y marchaba al lado de carruajes magníficos, clamando; «¡Po, po! ¡Una limosnita por amor de Dios, caballero! ¡Po, po!» La bocina de mi coche sonaba como una tos lamentable, era una extraordinaria bocina que hacía pensar en la bronquitis que aqueja a los ancianos en las guardillas agujereadas. Le digo a usted que no podía escucharse durante más de un minuto aquel sonido sin darme un dólar. Por otra parte, el hombre que va ociosamente recostado en el interior de un coche es propenso a la caridad. Yo reuní de esta manera mis primeros veinte dólares. Si hubiese ido a pie o en bicicleta, no saldría de la inopia y acaso estaría enterrado ya. Sin auto no se puede ser hoy un hombre de negocios. Usted me convenía. Siento tener que prescindir de usted, pero…
Di una patada en el suelo.
—¡Concédame usted un mes! —grité—. Dentro de un mes estaré aquí traído por mi propio coche. Las mujeres me rechazan y el dinero me huye porque no soy más que un peatón. Pero estoy decidido. Mi vida va a cambiar… ¿Un mes?
—Sea un mes —concedió el caballero—. Debutará usted con la estadística de los espárragos. Le espero a usted.