CAPÍTULO 7

Que trata de las vicisitudes desagradables de un viaje en tren

Llegó el verano y con él mi acostumbrado mes de licencia. Algunos de mis compañeros habían salido ya en sus coches a recorrer lugares deliciosos, desde donde nos enviaban tarjetas postales que suscitaban nuestra envidia y nos impelían a murmurar horriblemente de ellos. Yo, como todos los años, decidí utilizar el tren para trasladarme a la casa que mis tías poseen en Nogueira de Ramuín, donde presumo insoportablemente a cuenta de que estoy avecindado en la capital de España.

A las tres y media de la tarde ya me encontraba acomodando mis maletas en el vagón, a pesar de saber que no marcharíamos hasta las cinco. Así fue como pude obtener un asiento junto a la ventanilla, de espaldas a la máquina. Me hubiese gustado más el de enfrente; pero estaba ocupado ya por un señor enjuto y nervioso, que había ido a las doce y treinta. Poco después fue cuando comenzó a llenarse la estación de un gentío apresurado que corría a lo largo del tren e invadía los pasillos, cargado con bultos de todos los tamaños y formas. Entonces se acomodaron en nuestro departamento un cincuentón y un muchachito, hijo suyo. Los cuatro hicimos una barrera junto a la puerta, con la ilusión de conservar algunos asientos libres; pero no pudimos impedir que se filtrase otro señor con un sable, un espadín y un bastón de mando atados en lo alto de la maleta. Continuaba el apretado desfile por el pasillo. Un hombre con traza de hércules se detuvo para preguntarme:

—¿Hay sitio?

Miré al andén, acometido por una súbita distracción.

—¿Hay sitio? —volvió a indagar, dirigiéndose al viajero de la maleta armada, que volvió la cabeza para dar a entender el disgusto que le producía hablar con alguien que no le había sido presentado.

—¿Se puede saber si hay alguna plaza libre? —rugió el advenedizo.

—Acabo de llegar —pretexté.

—Entérese usted mismo —gruñó el cincuentón sin apartarse.

Y el hombre nervioso, oculto detrás de todos, chilló, cada vez con una voz distinta, para sugerir la creencia de que aún había cinco o seis personas más en el departamento.

—¡Aquí, no! ¡Aquí, no! ¡Aquí, no!

Acosado por los que venían detrás, el hércules nos empujó con un resoplido de iracundia y entró. Le oímos murmurar mientras instalaba su equipaje:

—Lo que no hay es vergüenza. ¡Cuatro asientos libres!… No sé qué noción tienen algunas personas del derecho…

Pero en seguida corrió a la puerta, obstruyéndola él solo con su corpachón, y espantó a todos los que pretendían entrar. Es bien notorio, sin embargo, que pretender viajar con cierta comodidad en un tren que sale de Madrid con dirección a las playas del Noroeste en los primeros días de agosto equivale a luchar contra el destino. Media hora antes de marchar, todas las plazas estaban ocupadas. Seguían pasando viajeros, jadeantes y despavoridos por la creciente sospecha de tener que soportar en pie veinticuatro horas de viaje. Después hubo unos minutos de calma porque hacia un extremo del pasillo se había atascado un mozo con tres maletas y no podía ir para adelante ni para atrás, a pesar de que le empujaban y le golpeaban los que le seguían. Al cesar la oclusión, una tromba humana corrió ante nuestra puerta, y, como una ola puede arrojar a la playa un despojo, así fueron lanzadas entre nosotros la bella Margarita y su madre, entre chillidos, protestas y tropezones. Cuando quisimos hacerlas salir, la puerta estaba obturada por bultos y viajeros. Entonces sonó la tercera campanada y abandonamos la discusión para asomarnos a la ventanilla central —única que fue posible abrir— y despedirnos de nuestros amigos y familiares. Quizá fue aquél el más penoso episodio, porque para poder sacar las diez cabezas por tan reducido espacio se hizo inevitable apretarnos dolorosamente y aun trepar unos encima de otros. Y todo esto para no conseguir nada, porque eran tantas las voces y tan abundantes las personas agrupadas ante la ventanilla, que nadie podía entenderse. Yo estreché la mano de un caballero al que estoy seguro de no haber visto en ninguna otra ocasión, y una matrona desconocida elevó hasta nosotros desde el andén a un chiquillo de cuatro años y nos refregó las mejillas con su rostro húmedo lo mismo que pudiera hacerlo con un hisopo. En cuanto al caballero nervioso y enjuto, encaramado sobre el montón humano y contagiado por aquel clamor de despedidas, gritaba más fuerte que nadie, como si lo llevasen a la guerra.

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Escribidme pronto!

Pero como no se dirigía concretamente a alguien, comprendimos que lo hacía por darse importancia.

El verdadero conflicto comenzó cuando, ya en marcha el tren, cada cual quiso retirar su cabeza, porque estaban como herniadas fuera de la ventanilla, y en cuanto uno quería retirarse apretaba, casi hasta la asfixia, los nueve pescuezos restantes. No sé quién habló de la proximidad de un puente o de un túnel donde podríamos quedar guillotinados, y se promovió un alboroto indescriptible. El señor de la maleta belicosa, que era coronel, impuso orden, vociferando:

—¡Calma! ¡Calma!

Y propuso que, para tranquilizar a las señoras, y ya que no teníamos otra cosa que hacer, cantásemos un corito. El mismo atacó las primeras notas de la conocida canción que dice:

Unha noite na eira do trigo…

El efecto fue casi instantáneo. Al poco tiempo, las mujeres unían sus voces a las nuestras en el lúgubre canto y lanzaban ayes desgarradores cuando la letra lo exigía. El esfuerzo coral y el sol que calcinaba nos hicieron sudar hasta lubricarnos de tal modo, que el hijo del cincuentón, cuyos huesos no habían perdido aún la elasticidad de la adolescencia, logró retirar su cráneo, y antes de llegar a Villalba todos pudimos ocupar nuestros puestos. Yo cedí la mitad del mío a la bella Margarita.

Lo que ocurrió después fue muy desagradable, porque revivió el ansia de quedarnos solos en el departamento. Este instinto, que se manifiesta siempre entre los viajeros ferroviarios, es irresistible, porque está arraigado en la humanidad desde que el hombre luchaba con los demás hombres para evitar que entrasen en su caverna. El único truco que da resultado algunas veces es el de la enfermedad contagiosa, y ésta es la causa de que todo el mundo apele a él. Así cuando yo estaba pensando qué repugnante mal me achacaría, la madre de Margarita comenzó a exponer sus temores de no ver nunca más a una hermana suya, a la que había abrazado estrechamente una hora antes, y que padecía de viruela negra. El Hércules —al que pareció dedicar especialmente la historia, porque era el que más estorbaba con su volumen ingente— afirmó que nada podía ya conmover a un hombre como él atacado de tuberculosis pulmonar. El caballero nervioso, oído esto, sonrió con amargura al asegurar que la lepra que le comía le obligaba a considerar como leves distracciones las demás dolencias. Intervino el militar, mintió a su vez el comerciante y, aunque todos dedujeron por la intención propia la que movía a los demás, quedó en nosotros después de aquella conversación, durante algún tiempo, esa inquietud que se sufre al evocar las posibles miserias del organismo.

Por mi parte, pronto me desprendí de tales preocupaciones, porque entablé una interesante charla con Margarita. Tuvo ella la amabilidad de confiarme su propósito de veranear en Mondoñedo y de explicármelo diciendo que ya estaba harta de San Efcastián. Yo correspondí a esta confianza proclamando que si me había decidido a pasar quince días en Nogueira era porque me fatigaba volver un año más a Ostende. A lo cual ella replicó que no le extrañaba, porque, después de haber acudido cuatro veranos seguidos a una playa de Norteamérica, le había acometido un spleen tan agudo, que su padre, para distraerla, la regalara un Rolls. Apenas oí esto le hablé del yate que me esperaba en Villagarcía, y los dos quedamos muy satisfechos de sabernos tan distinguidos y tan acaudalados.

Cinco minutos después estaba locamente enamorado de Margarita, como nos ocurre a todos los que hacemos un viaje de más de tres horas en un departamento donde va una mujer joven. Y como la madre nos observase con una impertinente curiosidad, le rogué, con un hábil pretexto, que se asomase a una ventanilla. Inmediatamente, según yo había calculado, esa terrible partícula de carbón que está delante de todas las ventanillas esperando que alguien aparezca, se le metió en un ojo, y la indiscreta señora tuvo bastante quehacer con dedicarse a incubarla con ayuda de un pañuelo, como hace todo el mundo. A las doce de la noche había conseguido que el ojo alcanzase el tamaño de un huevo y la arenilla el de un garbanzo.

Poco después de declararle mi pasión a Margarita se oscureció un poco el coche, Y fue porque un paño líquido de sangre caliente cubrió los cristales. La verdad es que nos alarmamos mucho; pero un comisionista que venía con nosotros, hombre acostumbrado a viajar, nos explicó que se trataba de un fenómeno naturalísimo, comprobable en el noventa y cinco por ciento de los casos. Por lo visto, sobre los techos de los vagones suelen viajar numerosos torerillos, limpiabotas y descuideros, que van siendo decapitados uno a uno, o todos de una vez, por el arco de los túneles. Cuando supimos que era un accidente habitual nos tranquilizamos.

Menos el cincuentón y su hijo, todos comimos en el departamento, lo que nos procuró una ocasión excelente de demostrar hasta dónde llegaba nuestra finura. Así, cuando el hombre de la maleta autoritaria me vio extraer de un paquetito una blanca y conmovedora pechuga de gallina, se apresuró a ofrecerme un bisté de caballo que llevaba, y aunque lo rehusé con el ahínco de la desesperación, él insistió diciendo que en estos trances debe dejarse a un lado todo egoísmo, tras de lo cual no dudé que aceptaría la pechuga, como se verificó tristemente. Luego vertimos el vino por los pantalones y el café por los chalecos, y la pérfida Margarita se limpió disimuladamente en mi chaqueta sus lindos dedos pringados del aceite que rezumaba un trozo de merluza. Sin embargo, estoy seguro de que entonces no le era indiferente. Pero una mujer lo sacrificará siempre todo a su toilette.

Cuando regresó el cincuentón se mostró más absorto y preocupado que antes. Salió de su ensimismamiento para provocar una discusión metapsíquica y declaró que a veces se sentía dispuesto a creer en la reencarnación.

—No se puede negar —dijo sobriamente— que hay ocasiones en que nos parece vislumbrar indicios de una vida anterior. Esta misma noche, en el vagón restaurante, he tenido el clarísimo recuerdo de haber vivido ya aquellos mismos instantes, exactamente los mismos: de haber sorbido el mismo consomé, de haber engullido el mismo ragú, las mismas judías verdes, el mismo rosbif correoso color chocolate. ¡Oh, los hombres nunca podremos penetrar ciertos misterios!

A todo esto, el tren había seguido admitiendo huéspedes. Eran ya tan numerosas las personas y los bultos en los pasillos, que una señora muy correcta, que iba en pie y que intentó dar a luz, no pudo conseguirlo porque verdaderamente no había sitio para un ser más, por pequeño que fuese.

A las once apagamos las lámparas con intención de dormirnos. A las once y cuarto roncaban, en tonos distintos, el coronel, el comisionista y el adolescente. A las once y media, el hércules produjo el primero de una impresionante serie de rugidos nasales. Fue tal, que los demás durmientes callaron, empavorecidos o quizá avergonzados de su insignificancia. Así dicen que ocurre en la selva cuando se hace oír el león. El coronel reaccionó en seguida y trató de sostener una temeraria competencia. Cada vez que los pulmones del hércules aspiraban, se producía un angustioso enrarecimiento; al resoplar, todo flameaba. La mañana nos sorprendió confundidos, despeinados, sucios, bostezantes y desabrochados.

Cuando llegamos a la pequeña estación donde Margarita, su madre y yo debíamos apearnos, vimos que nuestro coche, al que se habían ido anteponiendo vagones, era el penúltimo, junto al furgón, desde donde los empleados iracundos arrojaban al suelo nuestros baúles, con la misma saña que si sostuviesen con ellos una lucha a muerte. Nuestros compañeros de vagón accedieron amablemente a echarnos por las ventanillas los cabases y las maletas, las sombrereras y los estuches de aseo; y quizá la alegría de verse libres de nosotros les hizo excederse hasta el punto de tirarnos seis o siete bultos más de los que legítimamente nos pertenecían.

Nos despedimos con prisa, y el tren partió.

Entonces advertimos que la estación quedaba tan remota, que no era más que una manchita en la lejanía de la llanura: tan largo era el convoy. Nuestra situación, dueños de una montaña de baúles en un descampado, no tenía nada de agradable, y aunque estudiamos detenidamente el medio de ir al distante lugarejo a buscar auxilio, pronto comprendimos que el trance era más difícil que aquel del barquero que tuvo que pasar de una a otra orilla a un lobo, una cabra y una col, porque las dos mujeres se negaban a quedarse solas: la madre no quería ir dejándome con su hija; la hija tenía miedo de aventurarse sin compañía; las dos juntas recelaban ser atacadas por ir sin amparo varonil, y los tres no podíamos marcharnos abandonando el equipaje.

Aquella noche colocamos verticalmente los baúles y, cubriéndolos con mantas, hicimos una especie de choza, que perfeccionamos en los días sucesivos. Tres llevábamos viviendo así cuando pasó un labriego, al que sometimos a un interrogatorio y que nos aseguró que en toda la comarca no había visto nunca nada que se pareciese a un mozo de estación, por lo que nos hizo perder definitivamente la esperanza de que pudiese ser transportada nuestra indumentaria.

Esto nos vedó movernos de allí, atentos a su custodia, y fuimos durante varias semanas los robinsones de aquel lugar. Cuando se detenía cerca de nosotros la cola de algún tren, paseábamos a lo largo de la vía ofreciendo, con canturria monótona, «¡Un vasito de agua!», porque sabíamos que ésta es la industria de todos los que, por haber perdido el tren en un sitio desconocido, no pueden encontrar trabajo, ni pedir dinero a nadie para volver a sus casas. Los perrochicos que ganábamos los poníamos, en estudiadas y sucesivas posiciones, sobre los carriles, y al pasar los trenes los iban aplastando, agrandando, hasta convertirlos en perros grandes. Así llegamos a reunir un regular capitalito.

No pude saber cómo terminaría aquello, porque un día me quedé repentinamente rígido, con los ojos un poco extraviados, marché con pasos de sonámbulo a la estación y subí al correo ascendente. Continué así, como bajo un extraño dominio, hasta las nueve de la siguiente mañana. A esa hora, sin darme todavía cuenta de mis actos, empujé la puerta de una oficina de Hacienda y me encontré ante el jefe de mi negociado, que conservaba el índice elevado verticalmente y su mirada irresistible fija en mí. Avancé hasta que mi nariz tropezó con aquel dedo. Entonces el jefe sopló en mi rostro y ordenó:

—Bien, señor Díaz; firme el parte de entrada.

Comprendí, vuelto a mi ser normal. Aquel día terminaba mi licencia. Mi jefe era un hombre tremendo. Me hubiera obligado a acudir puntualmente, aunque me encontrase en una isla desierta. Entre todos esos déspotas que dominan en los negocios, ninguno hipnotizaba a distancia tan bien como él.

Pero nada de esto me hubiera ocurrido si yo hiciese el viaje en un automóvil. Aquella serie de aventuras desagradables me hicieron pensar que el tren es ya un medio de locomoción bastante atrasado y molesto.