CAPÍTULO 6

De cómo conocí a una mujer y a un hombre

Entonces fue cuando conocí a Mouriz. Pero antes de hablar de esto es indispensable que refiera una historia íntima. Pido perdón. Me molesta mucho contar tales episodios y no comprendo cómo hay gente que se dedique a escribir novelas de amor, porque lo único que lo puede hacer interesante es vivirlo; y tan divertido —a mi buen parecer— resulta llenar quinientas cuartillas para enterar al mundo de cómo una dama suspiró en nuestros brazos, como describir con el mismo número de palabras la delicia de haberse bebido dos botellas de un buen coñac. Todos vienen a ser placeres efímeros y personales, que a nadie importan más que al interesado y a los farmacéuticos, que se lucran con la venta de bicarbonato y de los reconstituyentes.

Sin embargo, en esta ocasión no tengo más remedio que informar a ustedes de que una vez vi a Natalia.

Natalia era… como a ustedes les parezca mejor. Desde luego, una muchacha muy de nuestros días. Quizá igual a millones de muchachas, y acaso ni siquiera hubiese reparado en ella si me dirigiese a tomar un tren, si fuese tarde para llegar a la oficina o si me encaminase a un estanco después de estar dos horas sin cigarrillos. Pero cuando pasó Natalia yo no tenía nada que hacer, y me pareció una maravilla. Caminábamos por la acera en el mismo sentido, y me acerqué a ella para decirle delicadamente:

—Buenos días, señorita.

Me miró de arriba abajo.

—No suelo hablar con personas que no me han sido presentadas, caballero —gruñó.

Me cohibí.

—En ese caso… me iré…

—Es lo mejor.

—¿Me autoriza usted para buscar a alguien que nos presente?

—Búsquelo usted.

—¿Conoce usted a Gómez?

—¿Quién es?

—Mi jefe.

—No.

—¿Y a la señora de Pérez?

—¿El arquitecto?

—No; el abogado.

—Tampoco.

Cité a seis o siete nombres más. No teníamos una sola amistad común.

—¡Qué lástima! —gemí.

—Vista la imposibilidad —comentó ella, ya un poco nerviosa—, separémonos. No puedo hablar un segundo más con usted.

—¡Alto! —exclamé, dueño de una idea magnífica—. ¿Conoce usted a don Alejandro Lerroux? Yo lo he visto una noche, a distancia, en un teatro.

—Yo también le vi, de lejos, en una verbena.

—¡Gracias a Dios! —respiré.

—Pero él no nos conoce a nosotros.

—No importa; ¿cree usted que si fuésemos a buscarle y le dijésemos: «Haga usted el favor de presentarnos recíprocamente, porque no encontramos nadie que lo haga», se negaría a ello un hombre que se pasa el día ocupándose en resolver tantos problemas?

Natalia meditó.

—Creo que lo haría —dijo.

—Pues ya está, démoslo por hecho.

—Muy bien —aceptó—. Mi familia no puede encontrar mal que yo trate a un hombre presentado por el ministro de Negocios Extranjeros.

Y nos marchamos juntos.

Al entrar en el Retiro la cogí del brazo. No protestó. Pasado el Parterre, quise besarla líricamente en los ojos; pero ella me informó de que si el rímel de las pestañas se introducía entre los párpados le haría lagrimear, peligro que no existía de ninguna manera con el carmín de los labios. Y para demostrarle que yo no era terco y desconsiderado, la besé en la boca. Pareció agradecerlo.

Después nos divertimos mucho. Le dije algunas amenas brutalidades, bebimos media docena de cócteles e hice todo lo posible por parecerle un hombre distinguido. Me preguntó:

—¿Qué eres tú?

Y le respondí:

—Rata de hotel.

Me apretó una mano, emocionada. Entonces acordamos irnos a merendar a la carretera de El Plantío. Esto es demasiado caro para un hombre como yo, y propuse, fingiendo júbilo:

—¡Vamos a pie!

—¿Cómo a pie? Son más de diez kilómetros…

—Naturalmente —corregí, resignado—. No era más que una broma. Tomaremos ahora mismo un taxi.

Frunció las cejas:

—No me gustan esas bromas —declaró—. Iremos en tu coche. ¿Está muy lejos?

—¿Mi coche? —reí—. Yo no tengo coche.

Soltó mi brazo y me miró como si me viese por primera vez.

—¿Hablas en serio?

—Claro está.

—¡Júralo!

—Jurado.

—¡Oh! ¿Es posible? ¿Un muchacho como tú… sin automóvil? Entonces… Pero… ¿Quién es usted? ¿Y por quién me ha tomado a mí? Haga el favor de retirarse en seguida. ¡Un taxi! ¡Llevarme en un taxi! ¡Usted no ha tratado en su vida con una persona correcta!

—Oiga, Natalia…

—¡Váyase, váyase!… ¡Parece mentira!… ¡Un hombre presentado por el jefe de la diplomacia!… ¡Tratar así a una señorita! ¿Qué se habrá creído que soy yo?

Marchó sin volver la cabeza, murmurando aún expresiones confusas… Yo sentía su infinito desprecio aplastado violentamente contra mi rostro, desfigurándome y manchándome, como a esos actores de cine contra cuya faz otro actor lanza una torta de crema.

Me alejé melancólicamente. Los autos que recorrían las calles, bocineando, agrandaban mi humillación. Me sentía inferior e infeliz. Acudía a mí el recuerdo de todas las aventuras que mis amigos debían a sus coches: las de Ramírez, que rindió el duro corazón de Atanasia guiando un ocho cilindros, con las manos bellamente protegidas por manoplas color crema; las de González, que cada tarde llevaba una modista diferente hasta la Cuesta de las Perdices, y aún más allá…; las de Gutiérrez, que salía siempre a la carretera llevando tras él, en lo que pudiéramos llamar la grupa de su motocicleta, a una hija de familia, que se caía en la cuneta, sin que él lo advirtiese, en el primer viraje… Y yo…, en cambio…, ¿qué podía ofrecer? ¿Un vulgar tranvía? ¿Un pestífero taxi?… Mis ojos se humedecieron. Sentía compasión hacia mí mismo, y para aliviarla y también para compensar mi organismo de la humedad perdida con mis lágrimas, entré en el primer bar que me ofreció en mi camino su interior discreto. Entré y pedí un bock y seguí cavilando. Probablemente se me ocurrirían muchas otras ideas delicadas que yo tendría ahora cierto orgullo en reproducir si no viniese a impedirlo una voz que sonó a mi lado:

—Caballero, ¿quiere usted hacer el favor de recogerme la pierna izquierda, que se me ha caído?

En el suelo había una muleta pintada alegremente de amarillo. Miré al que me había hablado. Era un hombrecillo rechoncho, de media edad, que sonreía con aire malicioso. A primera vista no ofrecía mayor interés que el de uno de esos budas barrigudos que están sobre los pianos o sobre las mesas de casi todas las casas. Pero considerando más atentamente se advertían en él algunos detalles que no es frecuente encontrar en el hombre, tal como se le ve habitualmente… Su pierna izquierda se acababa en la rodilla, y de la derecha no creo que le quedasen más de siete centímetros. Disponía únicamente de un brazo, y aun éste no tenía completos los dedos. La frente aparecía deprimida por una ancha cicatriz.

—Muchas gracias —dijo el hombre cuando coloqué la muleta a su alcance—. Siento mucho molestar a la gente, pero… no hay más remedio… ¿Tiene usted un cigarrillo?… ¿Y una cerilla?… Enciéndala. Gracias otra vez. Es usted muy amable; tanto, que voy a darle un buen consejo. Cuando acabe ese bock, no beba más cerveza. No sirve para otra cosa que para molestar el riñón, y, a no ser que tenga muy serios motivos particulares para ello, un hombre no debe nunca molestar inútilmente sus riñones. Pida un «Rasputín». Es una mezcla a partes iguales de ron y de café, pero en este bar no lo saben, y siempre echan más ron que café. ¡Bendita ignorancia!… ¡A ver: un «Rasputín» para este caballero!

Tragué aquel brebaje. El hombre mutilado me preguntó:

—¿Qué tal?

—Cosa buena —carraspeé—. Muy reconocido…

—No vale la pena. Otro cualquiera le pediría a usted algo grande por este favor. A mí, con que me convide usted a beber otro…, tan amigos…

Bebimos otro. Entonces le dije mi nombre y mi profesión. Tomamos un tercero y le narré mi infancia con todos los detalles que aún recuerdo y acaso algunos nuevos que me parece haber inventado. Pero al pedir el cuarto «Rasputín» abandoné bruscamente el tema, a pesar de la amable atención de mi vecino, para referirle lo que me había ocurrido aquella tarde. En aquel momento adoraba a Natalia, y no pude evitar verter algunas lágrimas.

—No llore usted —dijo el mutilado—, porque ya le sale el ron por el ojo izquierdo y se va a manchar la chaqueta.

—¡Qué me importa ya la chaqueta! —gemí.

—Eso es otra cosa —reconoció él entonces.

Volvió a pedirme un cigarrillo y comentó:

—Le ha contado usted su historia al hombre que mejor puede comprenderla, porque yo soy de los que creen que no hay nadie en el mundo en cuya vida no juegue un papel decisivo un automóvil. Muchos dolores y muchas alegrías se le deben. Antes se decía: Churchil la femia.

—Cherchez la femme —corregí.

—Es igual. El caso es que antes se decía que la mujer era la causante de todo, y hoy debe aconsejarse: Cherchez l’auto… Usted pierde el amor de una mujer por no tener un coche, otros pierden la vida por poseerlo, yo me la gano porque lo tienen los demás… Siempre hay un auto por el medio…

—¿Es usted chófer?

—No. Yo he sido marino. Mi verdadera vocación es la de marino. Pero tuve la desgracia de nacer en Madrid y nunca pude salir de este sitio. Ahora, las ocasiones que se presentan a un marino para hacer carrera en Madrid puede decirse que son casi nulas. Para un marino de corazón, esto está muy mal. Yo llegué a pasar hambre. Un hambre terrible. Ofrecía mis brazos y nadie los aceptaba. Un día me atropello un automóvil. Me llevaron al hospital, me curaron y me dieron una pequeña indemnización. Entonces yo adiviné un porvenir en aquel accidente. Cuando se me acabaron los cuartos me hice atropellar otra vez. Tuvieron que amputarme la pierna izquierda por la rodilla. Me la pagaron bien; tanto como no creí yo que valiese. Viví algún tiempo así…

—Comiéndose la pierna.

—Comiéndome la pierna: exactamente. Y cuando no quedaba ya ni una astilla del hueso, pues… ¿qué iba a hacer yo?…, me tumbé ante otro auto. La segunda pierna me obligó a un regateo terrible, porque la tasaron en una miseria. Estuve muy digno. Dije que yo podía regalar una pierna tan buena como cualquier otra y que, para mí, ofrecía el mérito de ser ya la única. Al fin, pagaron. Y pasé otra temporadita. Después hubo que sacrificar el brazo izquierdo.

—Y unos dedos del otro.

—Sí; eso fue un día que salí de casa sin dinero y me hacían falta veinte duros. Me dejé aplastar el dedo meñique por un automovilista primerizo. Pagó en el acto. Pero pronto se me planteó el problema más serio que puede acongojar a un hombre. Mi cuerpo se iba acabando poco a poco y me exponía a terminar el negocio en el cementerio. Adquirí la experiencia necesaria para sufrir contusiones de poca importancia; pero, naturalmente, pagaban poco por ellas. Ya estaba resuelto a quedarme con la cabeza y el tronco nada más, cuando me llamó el director de una compañía aseguradora. «Amigo Mouriz —me dijo—, hemos pagado por usted mucho más de lo que usted vale. Su carne debía, en realidad, adquirirse al peso, según tarifa de carnicero, y sus huesos no sirven ni para hacer botones. Para resarcirnos de algo hemos fabricado cuarenta boquillas de cigarrillos con las tibias de usted, y ésta es la hora en que no se ha vendido ni una. ¿Usted se ha propuesto seguir fragmentándose?» «Hay que vivir, señor director», confesé. «Sí, sí, hay que vivir; pero nuestras acciones bajan por su culpa. Le he llamado para ofrecerle una transacción. ¿Le conviene una plaza de portero en nuestras oficinas?» Discutí, mejoró sus proposiciones y terminé por aceptar. Ahora vivo más cómodamente, y le aseguro que no me gustaría volver a verme debajo de un coche. Si usted se decide a comprar uno, haga el favor de decirme las calles por donde piensa pasar durante los primeros quince días.

Se lo juré. Y él me dio la tarjeta con sus señas.