CAPÍTULO 5

En el que se habla de lo que le ocurrió a un folleto conmigo

Mi vida varió mucho desde entonces, porque Zambrano, el agente de ventas, no me quería dejar en paz. Era como mi sombra y lo encontraba en todos los momentos. Corríamos de un lado a otro en su automóvil de pruebas. Nos enhebrábamos en el tránsito; subíamos cuestas en primera, en segunda y en tercera; «tomábamos» airosamente todas las curvas de los alrededores de Madrid. Cada una de estas curvas tenía una denominación luctuosa en la nomenclatura especial de Zambrano; no era «la curva de tal o cual sitio», sino «la curva donde se mató Fulanito», «la curva donde chocó Perenganito», «la curva donde se hizo polvo toda la familia de Zucránez…». Aprendí entonces que cada curva es un pequeño Verdún y en los primeros días, obsesionado, doblaba con precaución el recodo que forma el pasillo de mi casa.

A veces Zambrano entraba hasta mi alcoba a despertarme a las siete de la mañana. Me gritaba alegremente que conocía una recta de quince kilómetros que estaba siempre desierta a tales horas y en la que podíamos alcanzar los ciento veinte. Me esperaba a la puerta de la oficina, y en ocasiones me impedía ir a ella para llevarme en vertiginosos paseos e instarme a que me fijase en tal o cual excelente detalle del coche. Al fin, le dije:

—Zambrano, no se moleste usted. Estoy seguro de que en mi vida compraré un automóvil.

Esto fue a los dos meses de pasearme por toda la provincia. Recuerdo que se le extraviaron los ojos y llevó instintivamente la mano al bolsillo del revólver. Pero se enjugó el sudor, resopló un poco y extrajo de la faltriquera interior de la chaqueta un folleto encuadernado en cartulina verde gris. En otras muchas ocasiones le había visto yo ojearlo rápidamente; ahora debía de ser muy grande su desaliento cuando me rogó:

—Busque en el índice «Compradores remisos». Miré el folleto. Se titulaba Instrucciones a nuestros agentes, y estaba editado por la casa constructora de los coches.

—«Compradores remisos» —encontré en el índice.

—¿Qué página?

—Página setenta y tres.

—Lea, haga el favor.

—«Las ventas hechas en el salón no pueden enorgullecerle; hay que salir a buscar al cliente, levantarlo de su madriguera, darle caza, convencerle de que si no compra una de nuestras máquinas, su existencia no tiene razón de ser y nadie le llorará cuando, convencido de que no hace nada en el mundo, se dispare un tiro en la sien…»

—Otro párrafo.

—«Procure usted trabajar a la esposa del posible comprador, Si la esposa quiere comprar el coche, no importa que el marido se niegue. Confiamos a su perspicacia y mundanidad el saber cómo deben ser trabajadas las señoras de los clientes; pero creemos de especial utilidad hacer constar que si usted usa calzoncillos largos, de esos que se atan con cintas sobre los calcetines, hay noventa y nueve razones contra una para suponer que habrá usted perdido su tiempo…»

—¿Usted no tiene mujer?

—No.

—Lea más abajo. ¿Qué dice?

—«… Porque nunca está un individuo más próximo a adquirir un coche que cuando afirma tenazmente que no quiere oír hablar de semejante asunto…»

—¿Dice eso?

—Sí.

Zambrano levantó su frente para mirarme, más animado ya.

—Pues cuando eso dice, así será, porque esos americanos saben muy bien cómo se lleva un negocio. Habrá que continuar.

—Por mí… —contesté encogiendo los hombros. No debe extrañar que un hombre sencillo como yo, que no ha vendido en su vida más que las alhajas que le dejaron sus padres, quedase impresionado por las singulares sentencias de aquel folleto. Sus afirmaciones rotundas y atrevidas estaban garantizadas, sin duda, por la experiencia, y poco talento es preciso para hacerse cargo de que una empresa tan importante y auténticamente americana no se decide a imprimir y repartir un folleto de instrucciones a sus agentes de venta sin estar segura de su eficacia.

Poco a poco me fui interesando en su lectura y en el trabajo que Zambrano desarrollaba, ajustándose a sus indicaciones. Ayudaba yo al agente con mi mejor voluntad, ansioso de comprobar la exactitud de aquellas fórmulas que debían llevarme fatalmente a adquirir el coche que pensaba venderme. Y a veces llamaba su atención acerca de alguno de los medios que aún no había puesto en práctica. Le decía, con un dedo sobre una hoja del librito:

—Zambrano, aquí está escrito: «Hágale ver al posible comprador las ventajas que nuestros automóviles tienen sobre los de otras marcas…» No creo que me haya hablado usted de esto.

—¿No? Pues verá… —respondió Zambrano. Y se lanzaba a explicarme detalladamente todas aquellas ventajas.

Después quedábamos callados un momento, lo mismo que si me hubiese hecho tragar una píldora y estuviéramos esperando sus efectos.

—¿Qué tal ahora? —preguntaba él, al fin. Yo arrugaba la boca.

—Nada —decía.

—Pero… ¿no siente así como un impulso favorable?…

—Creo que no.

—Obsérvese bien.

Me observaba otro poco. El me repetía sus argumentos.

—¿Qué siente?

—Siento… como si tuviese gana de bostezar. Es curioso esto, ¿eh?

—Es terrible.

—Debo de ser un caso.

—Pero, vamos a ver, ¿por qué no le importa que este coche sea mejor que los otros?

—Porque los otros tampoco me importan. Debe de ser por eso. Pero en el folleto tiene que estar prevista una indiferencia así. Vamos a buscar.

El folleto decía:

«Si el posible comprador no tiene preferencia por ningún coche, la labor del agente se halla tan facilitada que no vale la pena de seguir tratando este punto…»

Escrutábamos en todas las páginas, en todos los párrafos, entre todas las líneas, como quien busca debajo de los muebles una perla que ha rodado por una habitación, que debe estar allí y que, sin embargo, no aparece. Llegué a sentirme más interesado que él contra mí mismo por no tener el menor deseo de comprarle el coche. A veces, después de ensayar, sin ningún éxito, cuatro o cinco trucos de los del folleto, yo me indignaba contra mi impasibilidad.

—¡Bueno! —gritaba—. ¡Es que soy un bestia! ¡Soy de granito, vamos! ¡Estoy al margen de la civilización!… Seguramente nadie resistiría a esas sugestiones tan hábilmente planeadas por esos señores…, y yo, tan tranquilo, más bien con ganas de no volver a subir a un coche en mi vida.

Un día le comuniqué una sospecha.

—El folleto recomienda que no se abandone al posible comprador. Y usted me abandona a veces, Zambrano. ¿Será por eso?

—¿Y qué podemos hacer?

Acordamos no separarnos un momento. Pedí una licencia de un mes en la oficina y Zambrano se vino a vivir a mi casa.

No debo mentir. En mi requerimiento a aquel hombre para que compartiese mis habitaciones había algo más que el placer de seguir el experimento hasta sus últimas posibilidades. Verdaderamente, pensé en él porque yo no podía sostener el gasto que representa una salamandra. En sus esfuerzos para convencerme, Zambrano desarrollaba tanto calor, sudaba de tal manera, que el invierno dentro de aquella mansión endiablada se hacía menos ingrato. La idea se me ocurrió un día en el que quise trabajar en mi despacho y no pude porque el frío me entumecía el cerebro y me agarrotaba los dedos con que pretendía asir la pluma. Bajé la escalera envuelto en lanas, y cerca del portal encontré al vecino del entresuelo.

—Estoy aterido —comenté, castañeteando los dientes—. Sospecho que en esta casa no se enciende nunca la calefacción. ¿No tiene usted, como yo, las habitaciones heladas?

El vecino del entresuelo vaciló:

—No —dijo—, disfruto de algún calor, aunque insuficiente, en efecto. Si me acerco a los radiadores, noto una dulce tibieza.

—Porque están ustedes más próximos a la caldera; pero apostaría cualquier cosa a que no arde en ella más de un kilo de carbón cada día.

—Sea como sea —añadió mi vecino con aire preocupado—, ocurre una cosa muy extraña. Apenas lo encienden se advierte en todo el piso un olor así…, un olor a ajos…

—¿A ajos?

—Sí; es insufrible.

—Voy a reclamar ahora mismo —decidí, porque me pareció que aquel señor divagaba.

Y terminé de bajar los peldaños.

Con su habitual aire soñoliento, el portero parecía meditar, recogido bajo la enorme gorra de visera que le bajaba hasta cerca de la boca.

—Buenos días —saludó al divisar mis piernas, que era cuanto le dejaba ver su gorra.

—No demasiado buenos —corregí—. Hoy hace un frío intolerable.

—Intolerable.

—Allá arriba se hiela hasta la tinta.

—¡Hum! —hizo el otro—. Mala cosa es cuando se hiela la tinta.

—Estoy seguro de que no ha dado usted calefacción a la casa.

El portero echó hacia atrás la cabeza para poder dirigirme una mirada de asombro.

—Todos los días doy calefacción —dijo—. Desde el quince de noviembre hasta el quince de abril, según contrato.

—Estarán estropeados los tubos.

—Los tubos son magníficos. Sistema perfeccionado. Ya sabe usted que nuestra calefacción es por aire caliente…

—Caliente lo quisiera yo. Vamos a ver esa caldera.

Resistióse el portero, insistí con energía y, al fin, me dirigí resueltamente a la cueva. El hombre me siguió, refunfuñando, y entró casi al mismo tiempo que yo en el oscuro y húmedo cuartito subterráneo donde estaba instalada la caldera.

—¡Oh, qué frío! —gruñí, abrigándome más. Hice girar la llave de la luz, y entonces descubrí un espectáculo insospechable.

Sentados alrededor de la apagada caldera, seis chiquillos soplaban rítmicamente por los extremos de seis anchos tubos de goma.

—Mis hijos —presentó el portero con melancolía, extendiendo hacia ellos la punta de los dedos, que, en un movimiento trabajoso, acertaron a asomar por la bocamanga.

Ante mi estupor, siguió explicando:

—Echan el aliento por esos tubos… Siempre calienta algo… Naturalmente, al piso de usted ya no llega…

—Sólo cuatro días de la semana última —balbucí.

—Sí; los días que tuvieron fiebre los tres pequeños.

En las épocas de gripe, la casa está siempre un poco más caliente.

Agregó después de un suspiro que consiguió alzar dos centímetros la visera:

—El casero les da dos reales diarios a cada uno. Después de esto fue cuando invité a Zambrano a ser mi huésped.

El agente y yo nunca hablábamos más que de la posible compra del coche, o leíamos juntos el folleto, comentándolo e interpretándolo en discusiones animadas. Lo sabíamos ya de memoria, pero lo repasábamos con entusiasmo y con fe de creyentes.

—Es nuestro Corán —decía él con orgullo. Y yo alababa:

—Es mucho libro, mucho libro. Pocas palabras y bien aprovechadas. No comprendo cómo puedo resistirme.

Seis o siete agentes, compañeros de Zambrano, venían los domingos a escuchar nuestras exégesis del folleto, y el director de la agencia también terminó por visitarme, enterado de la rareza del caso. Me preguntó si alguna vez había andado en bicicleta. Dije que no. ¿En patineta? Dije que no. ¿En tranvía? Cuando no hay más remedio. Habló del «peonaje recalcitrante» y se marchó moviendo la cabeza, como un médico que abandona la alcoba de un enfermo desahuciado.

En todo esto pasaron siete meses. Dejé de ver a Zambrano; pero un día apareció con una voluminosa memoria, en la que había recogido, hora por hora, la historia de nuestras relaciones comerciales. Se titulaba: Un caso difícil. Y debajo, entre paréntesis, llevaba esta aclaración, en letra más pequeña: (Ensayo de venta de un automóvil a don Jorge Díaz.) Me pidió que le firmase un certificado de autenticidad y lo hice con mucho gusto. Marchó con todo ello a Norteamérica. Hace dos años que esa memoria —ilustrada con notas profusas— fue publicada por una de esas editoriales que difunden con sus volúmenes las normas exactas para llegar a ser un gran hombre de negocios. Y ayer me enteré de que con el mismo asunto se está preparando en Hollywood una película titulada John, el vendedor de autos.

Es sonora.

Se oyen unos bocinazos y un vals que se popularizará en seguida.