En el que se habla del «Club de los Automovilistas Conscientes»
Llovió tan fuertemente en aquellos días, que el agente Zambrano prefirió aplazar la prueba del automóvil que proyectaba venderme; y nada tendría que contar de aquel intervalo si mi amigo Garcés no acudiese a buscarme, cuando mi tedio era mayor, para que le acompañase a beber un whisky en el «Club de los Automovilistas Conscientes». Debo apresurarme a declarar que aunque mi aversión a casinos, cafés y demás cementerios temporales me hizo resistir durante media hora a las solicitudes de mi amigo, estoy ahora satisfecho y orgulloso de haber permanecido una tarde entre aquellos encantadores caballeros; y hasta no me importa añadir que si yo tuviese un hijo alguna vez, no buscaría en otra parte un preceptor que acertase a formarle con sus consejos. Lo que oí en aquellas horas inolvidables me ha revelado un nuevo sentido de la vida y me fue verdaderamente útil en mis andanzas por el mundo.
Sin embargo, cuando entré en el Club no me prometí ninguna emoción extraordinaria. Cuatro o cinco amplias habitaciones confortables, alfombras espesas, muebles de gusto inglés, fuertes y cómodos, y el lujo de una chimenea donde ardían innecesariamente algunos leños. Esto fue lo que vi. Y cuatro o cinco señores tumbados en las butacas, en actitudes yanquis; uno, parapetado tras un enorme periódico; otro, con los pies más altos que la cabeza, soplando al techo el humo de un cigarro; otro, que sorbía indolentemente un porto-flip al través de una paja… A éste me presentó Garcés cuando nos sentamos en su proximidad ante los whiskys que hervían en burbujitas de oro. La locuacidad de mi amigo enteró en seguida a aquellos señores de mi designio de adquirir un auto. El caballero del porto-flip preguntó entonces displicentemente:
—¿Es un trabajador?
—Más bien un bagatelista —contestó Garcés.
—¡Ah! —hizo con cierto menosprecio el club-man. Fruncí un poco las cejas; pero Garcés se apresuró a explicarme con jovialidad:
—Aún no te he advertido que este Club no es una vulgar reunión de aficionados a devorar kilómetros o de admiradores de la mecánica. Todos los inscritos en las listas de la sociedad son hombres que consideran el automóvil como un maravilloso instrumento para realizar empresas extraordinarias, y ven en él no un fin, sino un medio…
—Y así debe ser —interrumpió con entusiasmo el hombre del porto-flip. El automóvil trae tantas asombrosas posibilidades a la vida moderna, que bien puede decirse que la ha ensanchado hasta límites que nadie podría prever. Lo que ocurre es que la gente no se ha enterado aún; la gente está todavía presa en el estupor de ese invento, y lo examina maravillada, como un niño un juguete. Monta en el auto y no se le ocurre más que correr, o ir de acá para allá, lentamente, lanzando gritos ante un paisaje o un monumento, lo que siempre me ha parecido una trivialidad. Pero los hombres prácticos, los automovilistas conscientes, hemos hecho otras muchas cosas verdaderamente grandes. Y si así no fuese, no podríamos formar parte de este Club.
—Don Pedro tiene derecho a expresarse en estos términos —apoyó Garcés—, porque su hazaña fue de las buenas.
—¡Bah, una minucia! —protestó modestamente el caballero—. ¿Qué valgo yo al lado de Revilla?
—¿Quién es Revilla? —indagué.
—Aquel que está asomado a la ventana.
—¿Uno que hace señas a alguien?
—No; es que de cuando en cuando escupe sobre los transeúntes. Es un misántropo.
—¿Y qué hizo?
—¿Qué hizo? —don Pedro dejó sobre la mesita la copa de porto-flip—. Cerró un grupo escolar que había cerca de su casa, señor mío. Lo cerró él solo, con un seis caballos que no valía ni quinientas pesetas. Un trabajo abrumador coronado con éxito en cinco semanas. Un verdadero récord. Había días en que aplastaba cuatro chiquillos. Golpes soberbios. Yo se lo presentaré, si usted quiere. No espere usted a encontrar un hombre vanidoso; habla de aquel trabajo con una sencillez conmovedora. Más de una vez le he dicho: «¿Cómo se las ha podido arreglar usted, amigo Revilla?» Y él se ha limitado a responderme: «La necesidad obra milagros; para mis terribles neuralgias, los chillidos de aquellas criaturas eran puñaladas en el cerebro; o morir, o barrerlos…; cualquiera hubiese hecho otro tanto.» ¡Es admirable!
—Sí, es admirable —dijo Garcés—; sin embargo, la hazaña de usted me parece superior todavía.
Don Pedro se encogió de hombros.
—Cualquiera de nuestros consocios ha hecho más. Lo que puedo decirle a usted, joven, es que un automóvil bien manejado alcanza, sin grandes dificultades, la felicidad, por huidiza que sea. Si Arquímedes viviese, no pediría nada que no fuese un buen coche. El cincuenta por ciento de los socios del Club ha hecho bodas excelentes gracias a pasearse en magníficos carruajes. Todos se casaron con mujeres encantadoras, que ninguna tenía menos de doscientos mil duros de dote. Y si se objeta que la señora de Muñiz, nuestro secretario, no tenía un céntimo, diré que Muñiz fue, en definitiva, el más afortunado de todos.
—¿Qué le ocurrió a Muñiz? —indagué.
—El caso de Muñiz —contestó don Pedro con aire reflexivo— no se parece a los demás. Aunque sea muy doloroso para mí, que tanto aprecio sus inmejorables condiciones, debo afirmar que antes de ocurrir lo que le ocurrió no era más que un hombre prendado de la velocidad. Iba y venía sin sospechar que en el automóvil que guiaba hubiese otro placer que el de llegar en seguida a sitios donde no tenía nada que hacer. Los biógrafos de Muñiz pretenden ahora que era un oscurantista, basándose en que ha derribado varios postes telefónicos y telegráficos y de conducción de energía. Con mayor razón aún se le podría presentar como un enemigo de los árboles, contra los que se precipitaba poseído de una aparente furia. Pero la verdad es que Muñiz se ha llevado por delante del radiador muchos objetos que no le interesaban, y que nadie está autorizado a deducir de esto propósitos trascendentales. Yo lo sé bien, porque él mismo me lo ha asegurado confidencialmente. Lo que sucedió fue que Muñiz tuvo, como San Pablo, su «camino de Damasco». Esto fue todo.
Cierto día se le antojó ir a tomar el aperitivo a treinta kilómetros de su casa. Era una tarde de otoño, tibia y melancólica. Se acomodó Muñiz al volante con la dulce voluptuosidad de siempre y se precipitó como un huracán por la carretera. Todo fue bien hasta llegar a una curva del kilómetro 18. Muñiz tomó esta curva demasiado ampliamente, y nada ocurriría si no se le hubiese antojado a una señorita, vecina de aquellos alrededores, sentarse en el pretil para leer una novela inglesa impecablemente decorosa. Muñiz pasó rascando el pretil y la aleta derecha del automóvil segó, cerca de las rodillas, las dos piernas de la joven. Nuestro buen amigo se dio cuenta de que algo grave había sucedido; pero su natural deseo de no beber demasiado tarde el vermut y cierto horror innato a toda clase de escenas sentimentales le impulsó a acelerar más aún la marcha. Esperó oír detrás de él las frases gruesas con que los ignorantes agravian a los automovilistas cuando tropiezan con ellos, pero ninguna voz se alzó. Muñiz se dijo:
—O la he matado o está muy bien educada esa señorita. Siguió. Tomó un aperitivo; después, otro aperitivo; luego, dos aperitivos más. Decidióse a cenar con unos camaradas y a las doce de la noche se lanzó a recorrer en sentido inverso los treinta kilómetros que le separaban de su casa.
Le he oído decir que, ya porque la noche fuese suave, ya porque los aperitivos hubiesen influido bondadosamente en su ánimo, iba casi con lentitud, invadido de un sentimiento de euforia y tarareando una cancioncilla. Al llegar a la curva del kilómetro 18, se paró bruscamente. Los poderosos focos del auto iluminaron el pretil, y en el pretil estaba la señorita con el libro reclinado sobre la falda y una profunda expresión de melancolía. Las dos piernas seguían allí caídas en el suelo, un poco apoyadas en el pequeño muro, con sus dos zapatitos y sus dos medias de seda vegetal. Muñiz, conmovido, se apeó y acercóse.
—No creí encontrarla a usted aquí aún —balbució, azorado.
—No pude marchar —contestó la joven—, porque después de usted no pasó alma viviente por la carretera. Muñiz se descubrió.
—Le ruego que me perdone. Ha sido un accidente casual… ¿Puedo hacer algo por usted?
—Nadie puede ya hacer nada por mí —contestó apenada la joven.
—Al menos —insinuó Muñiz, después de una pausa enojosa—, le empaquetaré esas piernas y las limpiaré del polvo…
Se inclinó a recogerlas y se creyó en el caso de alabar:
—Eran magníficas.
—No lo creo —replicó modestamente la joven—, pero me prestaban muy buenos servicios, y me parece que no me acostumbraré nunca a estar sin ellas.
Muñiz aclaró:
—Tengo la certeza, señorita, de que la compañía aseguradora en la que tengo inscrito mi coche para estos percances le pagará a usted una bonita suma…
—No me importa nada —exclamó ella—, porque mi tragedia no se resuelve con dinero. Hay algo más terrible todavía que la pérdida de mis piernas. ¿Sabe usted qué hora es?
—Las doce y veinte.
—¡Oh, señor; las doce y veinte de la noche, y yo aquí! ¿Qué pensarán en mi casa y en todo el pueblo? ¿No comprende usted que estoy irremediablemente deshonrada? En la villa donde vivimos no hay caso alguno en que una hija de familia se haya retirado después de anochecer.
—Pero usted puede explicarlo…; verán lo que ha ocurrido…; puede usted enseñar esas piernas…
—Siempre creerán que es un pretexto —gimió ella; usted no conoce lo suspicaz que es la gente de un pueblo pequeño… En cuanto a enseñar las piernas sueltas…, no podría decidirme… Me daría vergüenza…
—Yo le acompañaré a usted para acusarme…
—Si me viesen llegar de madrugada en unión de un hombre, sería peor. ¡Estoy perdida, irremediablemente perdida! No creo que logre recuperar nunca mi reputación.
—¿Puedo, al menos, dejarla a usted cerca de su casa?
—Lo más piadoso será que avise a mi padre. Es el presidente de la Adoración Nocturna.
Muñiz caviló un momento. Luego, resueltamente, tomó en brazos a la joven, la trasladó al auto, guardó las piernas en el asiento posterior y se dirigió a la villa. Cuando llegó ante el padre de la muchacha, se descubrió y dijo:
—Tengo el honor de pedir a usted la mano de su hija, a la que he comprometido sin intención.
Se ha casado. Es feliz. Su mujer come menos que todas las mujeres, porque no tiene que alimentar un cuerpo completo; sale poco de casa y nunca le ha pedido un real para zapatos, para medias, para callicidas… Tampoco pasea mirando a unos y a otros por la calle de Alcalá… Muñiz me ha dicho que lo que verdaderamente le tenía alejado del matrimonio era el miedo a que su mujer pasease mirando a unos y a otros. Crean ustedes que hoy no la cambiaría por ninguna.