En el que conozco a un agente
Tu decisión de comprar un automóvil me parece plausible —dijo Garcés, después de haber escuchado la narración de mi pavorosa aventura en el salvavidas— y te honra mucho el haberla adoptado. Los automóviles son… las piernas de los hombres modernos. Si no tienes un coche, no eres nadie. ¿No te da vergüenza ser un pobre peatón?
—Sí; a veces me da vergüenza —gemí.
—Naturalmente. La humanidad ha considerado siempre como un estigma el tener que andar, y desde los tiempos más remotos procura redimirse de él, ya subiéndose a un caballo, ya moviendo las palancas de un avión, ya afrontando el ridículo sobre una bicicleta. Si tú no andas, eres un paria. Desde luego, te falta algo para ser un hombre de tu tiempo. Complétate con un auto.
—Temo únicamente la ruina —murmuré—. Mi dinero es escaso, y… Este coche es magnífico. Debió de costarte una fortuna.
Garcés me miró.
—¿Cómo una fortuna? Ni un céntimo. Sí; no es mal coche. Pero mañana saldré en otro mejor.
—¿Tienes muchos?
—Tengo muchísimos. Tengo todos los coches de todas las marcas. Te digo que ya comienzo a aburrirme.
—Pero eso valdrá una millonada, Garcés.
—Afortunadamente —dijo con aire de lástima, dando unas palmaditas en mi rodilla—, has tropezado conmigo, que soy un buen guía en estas cuestiones y te puedo informar. Cuando he aplaudido tu intención de comprar un auto, fue sólo la intención la que mereció mi alabanza. Hay que desear siempre comprar un coche, pero no debe comprarse nunca, y ésta es la manera de tenerlos todos.
—No me explico…
—Este automóvil no me pertenece. El de ayer tampoco. Ni el de mañana. Son carruajes en pruebas. Yo digo a las casas vendedoras: «Quiero comprar uno de sus coches; probémoslo.» Y el agente me pasea en sus mejores aparatos. Hoy es un cupé, mañana un roadster después un «siete asientos»…, Cuando he agotado todos los modelos de una casa, voy a otra y repito: «Quiero comprar uno de sus coches; probémoslo.» Y me va muy bien: he subido la Cuesta de las Perdices a todas las velocidades; conozco a carretera de El Pardo como el pasillo de mi casa; raro es el día que no voy a oxigenarme a la Sierra, y en las calles de Madrid he saludado a todos mis conocidos sacando alegremente la mano por las ventanillas de cincuenta coches distintos. Me traen y me llevan a la marcha que se me antoja, puedo invitar a algún amigo, los agentes me pagan el aperitivo y me convidan a merendar. Soy feliz y mis gastos se han reducido mucho. Cuando haya recorrido todas las marcas, comenzaré por los particulares que desean vender sus coches. Ese es un venero inagotable, y podré llegar así hasta el fin de mis días. ¿Qué te parece?
—Estoy deslumbrado, Garcés. Es un hallazgo ese sistema.
—¡Pchs! No está mal. Y se adquieren muchas relaciones.
El joven que guiaba el auto descorrió el cristal que nos separaba de él y gritó hacia el interior del coche:
—¿Se fija usted en la suavidad de los muelles? Garcés meditó un poco.
—Sí —dijo al fin—; estoy muy contento de la suavidad de los muelles. Muy contento.
—Acabamos de pasar un bache, profundo como un pozo —insistió el joven—. ¿Lo ha sentido usted?
—¿Lo has sentido tú? —me preguntó Garcés,
—No…; creo que no…
—No he sentido el bache —gritó mi amigo—. Y tengo la satisfacción de decirle que este compañero tampoco se ha dado cuenta de nada.
—Es el mejor coche del mundo —alabó el otro.
—Sin duda, sin duda —respondió Garcés con aire preocupado—. Pero he notado en él una cosa extraña…
—¿Qué?
—¡Oh, nada que valga la pena decirse!…
—Hable usted…
—¡Es tan curioso!
—Con franqueza…
—No…; sí es que…
—Veamos, señor Garcés…
—Pues que…; la verdad, no sé cómo explicármelo, pero a la media hora de estar aquí dentro comencé a sentir unos deseos de…, va usted a decir que es una tontería. Nunca me ha ocurrido antes de ahora…
—¿Deseos de qué?
—De…, ¡figúrese!…, de comer unas raciones de jamón de York. Es curioso, ¿eh?
—Es muy curioso —afirmé yo con gesto reflexivo.
—¡Ah! —exclamó con júbilo el joven del volante—. Es que nada hay que abra tanto el apetito como un paseo en un buen coche. Es una de las ventajas de nuestro doble faetón.
—Lo reconozco, lo reconozco —murmuró Garcés con aire de quien sucumbe ante la evidencia—. No hay más remedio que reconocerlo —mayé a mi vez, vagamente ilusionado por aquella evocación gastronómica.
Entonces, el representante nos convidó a merendar. Garcés engulló bizarramente, y una hora después me hizo llevar en el espléndido coche hasta la puerta de mi casa.
Tengo que hablar de esta casa para que pueda comprenderse lo que ocurrió después.
Alquilé aquel quinto piso cuando Malvina y yo creímos que nuestra pasión sería eterna. El edificio era nuevo y disponíamos en él de ocho habitaciones, en cada una de las cuales cabía una persona en pie y, si no era de exagerada estatura, podía extenderse a lo largo del suelo, aunque no a lo ancho; después nos habituamos a dormir de costado y conseguimos introducir en un cuarto interior un armario que, quizá por haberse dilatado un par de centímetros, nunca más pudo salir de allí. El trastorno más serio nos lo produjo el tener que despedir a la cocinera, demasiado gorda para caber en la cocina y a la que en los primeros días hubo que lubricar, como a un émbolo, para que pudiese girar menos dolorosamente entre aquellas cuatro paredes.
La felicidad de mi convivencia con Malvina se veía turbada por mis pesadillas nocturnas, en las que se reflejaba sistemáticamente el malestar por la angostura del dormitorio. Estos sueños me acongojaban, porque siempre me encontraba en ellos convertido en un ser o una cosa incongruente con mi verdadera condición, y me asaltaban ansias que nunca había sentido. Así, soñé que era un puro de dos pesetas, encerrado con otros muchos compañeros en una caja intacta, y deseaba con fervor angustioso que alguien la comprase, por fin, y la abriese y se fumase a mi compañero de la derecha o al de la izquierda, para quedar un poco desahogado. Al día siguiente soñé que era el tapón de una botella de champaña, y cuando, cerca del amanecer, conseguí que me hiciesen saltar unos juerguistas, hice «¡pum!», y le di a la dulce Malvina tan fuerte cabezazo en una sien, que la infeliz se despertó, braceó un instante en la oscuridad, convencida de que acababa de ser víctima de un ataque de meningitis, y se quedó K. O. hasta que el reloj, como un arbitro, contó las nueve de la mañana. Otro día soñé que era un pie al que habían introducido en una bota apretadísima. Nada de esto era muy agradable, y a pesar de la dulzura de nuestros amores, entraba siempre en el nicho de aquel cuarto con verdadero terror. Una noche me despertó Malvina.
—Jorge, me parece que hay alguien en la casa —me sacudía suavemente.
—¿Qué? —vociferé.
—No grites.
—¿Qué? —murmuré.
—¿Estás despierto?
—No sé.
—Jorge, me parece que hay alguien en la casa.
—¿Quién? ¿Cómo?
—Temo que sea un ladrón. Escucha.
Escuché, boca arriba, con los ojos abiertos y toda la atención concentrada en los oídos. Alguien recorría el pasillo eje la casa, sin poner demasiado celo en que no resonasen sus pisadas. Pisadas decididas, hombrunas.
Pensé, completamente despejado:
—Sin duda hay un intruso en la morada.
—¿Oyes? —suspiró Malvina.
—Sí.
—¡Dios mío! ¿Qué haremos?
Yo sabía perfectamente que esta pregunta quería decir:
—Ya sabes lo que te corresponde hacer. Debes levantarte, coger tu revólver, ir en busca del malhechor y exponerte a que te mate el muy criminal, mientras yo me quedo aquí encerrada y lanzando gritos. Para eso eres un hombre.
Sin embargo, confieso que no me causaba demasiada alegría el cumplimiento de este deber. Quise ganar algún tiempo, por si el ladrón acababa mientras tanto sus quehaceres y se decidía a marcharse. Y me dediqué a calcular, por eliminación, quién podría ser el que se paseaba por los corredores.
—¿Será Domingo, el criado?
—No, no es Domingo.
—El gato no puede ser, tampoco.
—Imposible.
—¿Por qué dices «imposible», Malvina? No me gusta esa rotundez de juicio. Por la noche los gatos hacen muchas tonterías.
—Pues no es el gato.
—Bien, ahora veremos.
Salté de la cama, empuñé la pistola y salí sigilosamente. Malvina me seguía, amparándose tras de mí. Iban y venían las pisadas… Cuando parecieron sonar más cerca, hice girar la llave de la luz y encañoné el pasillo, con la boca seca y las cejas en lo alto de la frente, como si quisieran huir a esconderse entre los revueltos mechones. En el pasillo no había nadie.
—Creo que ahora anda por el comedor —insinuó Malvina.
Y fuimos al comedor, a paso de lobo. Nadie. El gato, que dormía sobre una silla, alzó la cabeza y nos miró. Todo en orden. El reloj de pared marcaba las tres menos cuarto, semejante a un gran rostro lívido con bigotes a la italiana.
Los pasos volvieron a sonar. En un cuchicheo, llegamos a convenir que el ladrón estaba en el gabinete.
Tampoco. Así, guiados por aquellas pisadas y burlados incesantemente por ellas, recorrimos toda la casa, inspeccionamos todos los rincones, fuimos y vinimos de la fachada norte a la fachada sur, precedidos por el cañón de la pistola, sin encontrar al enemigo. Cuando estábamos en la sala, se alejaba el taconeo hacia la cocina. Cuando llegábamos a la cocina, se retiraba hacia la sala. Excitados, vehementes, perdido el miedo en aquella desesperación de lo inaprensible, corríamos ya ligeramente de acá para allá, según la indicación del ruido. Puede calcularse que a las cuatro y media habíamos recorrido quince kilómetros. A esa hora cesaron las pisadas.
—¡Ya se fue! —respiramos, y, enfermos de fatiga, nos quedamos instantáneamente dormidos.
Esto ocurrió un lunes.
El miércoles, Malvina volvió a despertarme. Le castañeteaban los dientes de terror y me costó gran esfuerzo enterarme de lo que hablaba.
—¿No has oído?
—No. ¿Qué es?
—¡Espantoso! Ahora calló… ¡Huy, ya vuelve! Sentí un largo escalofrío. Acababa de sonar, allí, a mi lado, un lamento triste, triste como de dolor infinito. Era imposible de localizarlo exactamente. Parecía a veces brotar de la almohada, y otras, llegar de la percha que se alzaba en un rincón, o de alguien que se inclinase sobre la cama, o de alguien que agonizase debajo de ella.
La queja se repitió, y ahora fue creciendo para convertirse en un aullido de perro que ventea la muerte, Al final, una voz acongojada acusó:
—¡Por tu culpa, canalla, por tu culpa!
Malvina me apretó un brazo.
—¿Qué es eso, Jorge?
Y yo, horripilado:
—No lo sé, pero es tremendo.
Otra queja ululante nos obligó a esconder la cabeza bajo las sábanas, y un grito feroz nos hizo incorporar, despavoridos.
—¡Vámonos de aquí, Jorge! Yo no puedo soportar esto más tiempo.
Huimos al comedor, al otro lado de la casa. Envueltos en las mantas, nos disponíamos a reposar, cuando resonó a nuestro lado una alegre carcajada… Dijo una voz en las tinieblas:
—¡Cosquillas, no!
Otra carcajada que brotaba del filtro. La misma voz, que parecía salir del trinchero, ordenó desmayadamente:
—¡No más cosquillas, por Dios, que no puedo!… Del aparador corrió, como un chorro, una larga risa nerviosa.
Medio muerta de terror, Malvina se había abrazado a mí. La lámpara comenzó a cantar con acento ronco:
—¡Oh, la-ra-rá!… ¡Oh, fa-re-do!
—¡Jorge de mi vida! —gimió mi amada—. ¡Ya sé lo que ocurre: está embrujada la casa! Esos lamentos, esas maldiciones, esas risas… Son almas en pena, Jorge. ¡Señor, Señor; dónde nos metimos! Recemos para aplacarlas. Y rezamos fervorosamente. Al otro día mandé subir al portero.
—No sé lo que sucede en esta casa —gruñí—, pero cualquiera diría que hay brujas en ella.
El humilde hombrecillo, perdido en la inmensidad de su librea, me miró con ojos asombrados. Parecía haberse despertado por primera vez desde que se había hecho cargo de la portería.
—¿Brujas? No, señor. Estoy seguro de que no hay ni una sola. Nadie se ha quejado nunca de que en esta casa hubiese algo de más. ¿Cómo se le iba a ocurrir al propietario poner una bruja, si escatimó las viguetas todo lo que pudo? Aquí no hay brujas, como no hay ratones, ni cucarachas, ni nada de lo que se puede prescindir buenamente. Por lo que a mí atañe, una casa sin cucarachas no me parece tal casa. Se lo he dicho al propietario: «En todas las casas de Madrid hay cucarachas: son una nota del hogar, anuncian la llegada del verano y distraen a los chiquillos. ¿Por qué no soltar aquí unas cuantas?» Y él me respondió: «Tú verás lo que haces, Manuel, porque si las cucarachas mueven más de tres o cuatro granos de cemento en sitios estratégicos, va a venirse abajo el edificio.» Y no insistí. ¿Por qué cree usted que hay brujas?
—El lunes recorrió toda la casa un individuo al que no pudimos encontrar. Oíamos sus pisadas, pero no lo veíamos.
Manuel movió la cabeza.
—Sería el vecino de arriba, que se está preparando para examinarse, y se pasea mientras estudia.
—Ayer sonaron en nuestra alcoba lamentos incesantes.
—La señora del centro derecha tuvo un niño al amanecer.
—¿Y quién vive en el centro izquierda? Una pareja de recién casados.
Cavilé un instante.
—¿De qué están hechas aquí las paredes, Manuel? ¿De pergamino?
—¡Oh, no, señor! Resultaría muy caro. Pero, ya que me habla usted de ellas, tengo que rogarle que tenga cuidado antes de hundir ningún clavo en los muros. Anteayer metieron ustedes media pulgada de alcayata en el hombro de un vecino que estaba al otro lado, apoyado en la pared.
Después de esta conversación pude explicarme otros fenómenos extraños que ocurrieron en aquella casa; conocí los secretos de mis vecinos, escuché sus riñas, recogía hasta los suspiros que lanzaban. Pero perdí para siempre a Malvina, que se marchó inesperadamente un día, enamorada de otro hombre que poseía un pequeño chalé aislado en las afueras.
Luego que Garcés me dejó en mi vivienda, mientras Domingo me ayudaba a cambiar de traje, conversé un poco con mi fiel criado.
—¿Qué te parecería si comprase un automóvil? —le dije.
—El señor sabe muy bien lo que le conviene —respondió respetuosamente.
—No estoy muy convencido aún, pero… ¡quién sabe, quién sabe!
Un minuto después de pronunciadas estas palabras, sonó el timbre de la puerta. Domingo fue a abrir y volvió para anunciarme una visita.
En el despacho me esperaba un visitante de mediana edad, trajeado con decencia, en cuyo rostro sorprendía la expresión de un cansancio infinito, de una fatiga de la que sólo se pudiese recuperar durmiendo todos los años de vida que le restasen. Cuando entré, contemplaba con una melancolía indescriptible el sombrero que sostenía sobre sus piernas. Se levantó trabajosamente.
—¿Ya está usted comprometido? —preguntó con angustia.
—¿Qué quiere usted decir?
—¡Oh, no está comprometido aún! ¡Alabado sea Dios! ¡Soy el primero!
Tenía los ojos turbios de lágrimas. Avanzó hacia mí, me estrechó la mano con efusión y expuso:
—Soy Moisés Zambrano, agente de ventas de la Tinplate Car Company. ¿Es verdad que quiere usted comprar un coche?
Balbucí, estupefacto:
—Pero, usted…, ¿cómo lo sabe?
—Eso no importa. El caso es que usted quiere comprar un coche…
—¡Pero si yo —exclamé— no hablé con nadie de este asunto más que con un amigo mío, hace unos minutos, en el interior de un auto y en un salón de té!… Explíqueme cómo pudo enterarse, o me hará creer en brujerías…
—¡Oh, señor —aclaró modestamente—, carece de mérito! Tenemos bien montado nuestro servicio de espionaje. Camareros, guardias, criados, médicos, militares, paseantes en apariencia ociosos, que se mezclan entre los grupos… En el hall de los hoteles, en el foyer de los teatros, en todos los sitios donde se reúne cierta clase de públicos hemos instalado micrófonos… Pagamos un tanto por cada delación. Usted viene a las oficinas de la Tinplate a decir: «Me consta que don Fulano de Tal tiene intención de comprar un automóvil.» Y le damos un duro. Inmediatamente, uno de los agentes del retén sale proyectado en busca del posible comprador. Es preciso afinar. La competencia es dura y el mercado está próximo a la saturación. Todas las personas que pueden sostener un coche tienen dos, y el cincuenta por ciento de las que no pueden adquirir ninguno tienen uno. Ahora nos disputamos el otro cincuenta por ciento. ¿Me permite recomendarle a usted el cupé «Tinplate»? Es el tipo que más le conviene para su edad, su temperamento y sus ocupaciones. Un cupé «Tinplate». Catorce mil pesetas.
—Es más de lo que yo pienso gastar.
—En casos especiales estoy autorizado para rebajarlo a doce mil.
—No me conviene.
—A once mil.
—Es mucho.
—A diez mil.
—No.
—A nueve mil. No ganaremos nada.
—Tampoco.
—Entonces, ¿de cuánto dinero dispone usted?
—De veinte duros.
Volvió a sentarse y se enjugó el sudor de la frente.
—Es muy poco —suspiró, como hablando consigo mismo—; pero yo no puedo salir de aquí sin que usted compre el «Tinplate» 1936. Además de las cien pesetas, ¿qué tiene usted?
Miró alrededor de sí, en la habitación.
—Esa máquina de escribir está muy estropeada.
—Medio uso.
—¿No posee usted un coche viejo?
—Tengo una moto descompuesta.
—Ya la veremos. Y este armario, ¿de qué es?
—De pino. Pero engaña mucho.
—¡Hum! Bien poca cosa. En fin, usted me da la máquina, el armario, la moto, los veinte duros y aquella colección de pipas, en el acto, y me paga dos mil pesetas más en cincuenta plazos.
—No.
—En cien plazos.
—No.
—Sea a razón de una peseta mensual. Y mañana vemos el coche.
—Debo pensarlo aún.
En aquel momento, el timbre de la puerta sonó tenazmente. Hasta el despacho llegaron voces confusas. Las orejas de Moisés Zambrano se pusieron erectas y por su rostro pasó la sombra de una inquietud. Cuando apareció mi fiel criado Domingo, lanzóse hacia él, le arrebató las tarjetas que me traía y ordenó con apremio:
—¡Sálvese usted! ¡Diga que no está en casa! ¡Despache a esa gente! ¡Aprisa!
Quedamos escuchando. Largos murmullos, como los que produce la comparsería de los teatros tras los telones, diálogos con la criada, un portazo, pisadas numerosas en la escalera…
Abrí un balcón. Frente a mi casa se había inmovilizado una multitud, Zambrano atisbo sobre uno de mis hombros.
—Todos son agentes de automóviles —susurró—. Está usted descubierto. No se marcharán de ahí hasta que usted salga.
Quise aclarar algo que todavía continuaba siendo un misterio para mí.
—Pero ¿cómo pudo usted antes que nadie?…
—¡Oh, señor, una casualidad!… Estaba visitando a su vecino de la derecha. Al través del tabique he oído su conversación con el criado… Me apresuré a venir. Es preciso no descuidarse…
Sacó del bolsillo de su gabán un emparedado de queso, tornó a su asiento y dijo flemáticamente:
—Continuemos charlando de nuestro asunto. Y no se preocupe por mí. Yo tengo aquí mi cena, y duermo en cualquier parte. Así tendré tiempo para enterarle de que entre las ventajas del «Tinplate» 1936…