Carta 25 Lady Susan a la señora Johnson

Churchill

Recurro a ti, mi querida Alicia, para que me felicites. Otra vez soy yo misma: ¡feliz y victoriosa! Cuando el otro día te escribí, estaba verdaderamente irritada y con justificado motivo. No sé si ahora debería sentirme tranquila, puesto que me ha costado más esfuerzo restaurar la paz de lo que hubiera deseado. ¡Vaya espíritu, que se cree de una integridad superior y que es especialmente insolente! No le perdonaré fácilmente, te lo aseguro. ¡Casi se marcha de Churchill! Acababa de terminar mi última carta, cuando Wilson me comunicó su marcha. Decidí, por tanto, que tenía que hacer algo, ya que no quería dejar mi reputación en manos de un hombre tan violento y resentido. La habría puesto en peligro si le hubiera permitido partir con una impresión tan desfavorable de mí. En esta situación, era necesario ser condescendiente.

Envié a Wilson para que le dijera que deseaba hablar con él antes de su partida. Vino a mí de inmediato. El enojo que había mostrado en cada rasgo de su cara la última vez que nos vimos, había desaparecido en parte. Parecía asombrado de que yo le hubiera mandado llamar y casi deseaba, a la vez que temía, ser apaciguado por lo que yo pudiera decirle.

Si mi semblante expresaba mis intenciones, era entonces compuesto y digno, con un matiz meditabundo que debía de convencerle de que no estaba satisfecha. «Te pido perdón por la libertad que me he tomado al hacerte venir —dije—, pero como acabo de saber que pretendes dejar esta casa hoy mismo, siento que es mi deber rogarte que no acortes tu visita aquí por mi causa. Soy perfectamente consciente de que después de lo ocurrido entre nosotros sería difícil para ambos permanecer por más tiempo en esta casa. Un cambio tan grande y tan notable en la intimidad de una amistad haría que cualquier trato futuro fuera un castigo riguroso. Tu decisión de dejar Churchill es adecuada a nuestra situación y a esos sentimientos tan vivos que sé que posees. Sin embargo, al mismo tiempo, yo sufriría el sacrificio que para ti debe de ser el abandonar a unos familiares a los que estás tan allegado y que te son tan queridos. Mi estancia aquí no puede proporcionar al señor y a la señora Vernon el placer que tu compañía ofrece. Mi visita se ha prolongado probablemente demasiado. Mi partida, por lo tanto, que sea como sea tiene que darse pronto, puede acelerarse convenientemente. Te ruego que no me conviertas en el instrumento de separación de una familia tan afectuosamente unida. Dónde yo vaya poca importancia tiene para nadie. Incluso para mí misma. Pero tú eres importante para tu familia». Así terminé y espero que te sientas orgullosa de mi discursito. El efecto en Reginald justifica en parte mi vanidad, porque no sólo fue favorable, sino que además fue instantáneo. ¡Oh, qué placer obtuve al observar las variaciones de su semblante mientras yo hablaba; ver la lucha entre la ternura y los restos de disgusto! Hay algo que proporciona un gran regocijo al influir en los sentimientos con tanta facilidad. No es que envidie esa posesión, ni querría por nada del mundo ser yo así, pero son tan útiles cuando se desea intervenir en las pasiones de otra persona. Y, con todo, este Reginald, al que unas pocas palabras mías han ablandado, sometido por completo y convertido en alguien más razonable, apegado y más devoto de mí que nunca, se habría marchado con la primera explosión de enojo de su corazón orgulloso, sin dignarse a pedir una explicación.

Por muy humilde que se muestre ahora, no puedo perdonarle ese momento de orgullo y dudo si no debería castigarle: rechazándole, una vez reconciliados, o casándome con él, para fastidiarlo por siempre. Pero estas medidas son demasiado serias para adoptarlas sin reflexionar. Mi mente fluctúa ahora entre varios planes. Tengo muchas cosas que atender: tengo que castigar a Frederica, y muy severamente, por acudir a Reginald. Tengo que castigarle a él, por recibirla con tan buena predisposición y por el resto de su comportamiento. Tengo que atormentar a mi cuñada, por el insolente triunfo que su mirada y sus maneras exhiben desde que se expulsó a Sir James. Al reconciliar a Reginald conmigo, no pude salvar a ese desdichado joven. Y tengo que hacer votos de humildad. Para llevar a cabo todo esto, tengo varios planes. También tengo la intención de venir pronto a la ciudad.

Sean cuales sean mis decisiones, seguramente pondré ese proyecto en marcha. Londres será siempre el mejor campo de actuación, emprenda el camino que emprenda. Sea como fuere, allí me veré recompensada con tu compañía y un poco de distracción después de diez semanas de penitencia en Churchill.

Creo que tengo en mi mano decidir el compromiso entre mi hija y Sir James, después de haberlo deseado durante tanto tiempo. Déjame saber lo que opinas de este extremo. Flexibilidad mental y una predisposición fácilmente ineludible por los demás son atributos que tú sabes que no estoy ansiosa por poseer. Frederica no puede reclamar mi indulgencia a expensas de los deseos de su madre. ¡Y su amor absurdo por Reginald! No hay duda de que es mi deber desalentar ese absurdo romanticismo. Considerándolo todo, pues, parece oportuno que la lleve a la ciudad y la case inmediatamente con Sir James.

Cuando mis deseos sean contrarios por este motivo, me servirá estar en buena relación con Reginald, cosa que, por el momento, de hecho, no es así. Aunque está en mi poder, he cedido en el punto que originó nuestra disputa y es difícil saber a quién corresponde la victoria.

Mándame tu opinión sobre todos estos asuntos, querida Alicia, y hazme saber si puedes encontrar un alojamiento adecuado no lejos de ti.

Un abrazo cordial,

S. Vernon