Carta 24 De la misma a la misma

Churchill

Mi querida madre, poco podía imaginar, cuando mandé mi última carta, que la deliciosa exaltación de ánimo que me embargaba entonces se volvería tristeza con tanta celeridad! Nunca lamentaré lo suficiente haberle escrito en ese instante. Pero ¿quién podía predecir lo que ha ocurrido? Querida madre, todo lo que me llenaba de esperanza hace dos horas se ha esfumado. La discusión que había enfrentado a lady Susan y a Reginald no ha servido para nada y se han reconciliado. Estamos como antes. Tan sólo hemos ganado en una cosa: Sir James Martin ya no está aquí. ¿Qué debemos esperar ahora? Naturalmente, estoy muy decepcionada. ¡Reginald estaba a punto de partir, su caballo estaba preparado y sólo faltaba que lo acercaran a la puerta! ¿Quién no se habría podido sentir a salvo?

Estuve esperando el momento de su partida durante media hora. Cuando le envié a usted la carta, fui a ver al señor Vernon y me senté con él para discutir y comentar todo este asunto. Luego, me decidí a buscar a Frederica, a la que no había visto desde el desayuno. La encontré en las escaleras, vi que estaba llorando y mantuvimos el siguiente diálogo:

—Querida tía mía —dijo—, se va, el señor De Courcy se marcha y todo es por culpa mía. Usted estará muy enfadada, pero yo no sabía que iba a terminar así.

—Amor mío —repliqué—, no es necesario que te disculpes conmigo. Me sentiré en deuda con cualquier persona que sea la causa de que mi hermano se vaya a casa, porque sé —añadí, con precaución—, que mi padre anhela mucho verle. Pero ¿qué es lo que tú has hecho para ser el motivo de todo esto?

Se ruborizó y respondió:

—Era tan infeliz por el asunto de Sir James, que no pude evitarlo. He hecho algo malo, lo sé, pero no sabe el desasosiego en que vivía.

Mi madre me había prohibido que hablara con usted o con mi tío de ello y…

—… y de ahí que te hayas dirigido a mi hermano, para conseguir su intervención —interrumpí yo, para ahorrarle las explicaciones.

—No, pero le he escrito. Sí, lo he hecho. Esta mañana me he levantado antes del amanecer, cuando aún faltaban unas dos horas y, cuando he terminado la carta, he pensado que nunca tendría el coraje de entregársela. Después de desayunar, sin embargo, cuando me dirigía a mi habitación, me he cruzado con él y entonces, como si supiera que todo dependía de ese momento, me he obligado a dársela. No me he atrevido a mirarle y he salido corriendo al instante. Estaba tan asustada que apenas podía respirar. Querida tía, no sabe el desasosiego en que vivía.

—Frederica —dije—, deberías de haberme contado a mí todas tus penas. Habrías encontrado en mí a una amiga dispuesta siempre a ayudarte. ¿Crees que tu tío y yo no habríamos abrazado tu causa con tanta convicción como mi hermano?

—Por supuesto que sí, no dudo de su bondad —repuso, ruborizándose de nuevo—, pero yo creía que el señor De Courcy tenía poder para cualquier cosa con mi madre. Me equivocaba. Han tenido una discusión espantosa sobre ello y él se va. Mamá nunca me perdonará y sufriré más que antes.

—No, no sufrirás —contesté—. En un caso como éste, la prohibición de tu madre no debería haberte impedido hablar conmigo del asunto. No tiene ningún derecho a hacerte desgraciada y no lo hará. Que hayas recurrido a Reginald, sin embargo, será provechoso y bueno para todos. Las cosas están bien como están. Puedes contar que no volverás a sentirte desdichada.

En ese momento, mi asombro fue enorme, al ver a Reginald salir de los aposentos de lady Susan. Mi corazón receló al instante. Su confusión al verme era evidente. Frederica desapareció de inmediato.

—¿Te marchas ya? —pregunté—. Encontrarás al señor Vernon en su salón.

—No, Catherine —contestó—, no me voy. ¿Tienes un momento para hablar conmigo?

—Me he dado cuenta —dijo, una vez en mi habitación—, que he actuado con mi insensato ímpetu habitual. He interpretado mal a lady Susan por completo y he estado a punto de irme de esta casa con una impresión falsa de su conducta. Ha habido un gran error. Me temo que todos hemos cometido un error. Frederica no conoce a su madre. Lady Susan no quiere otra cosa que el bien de su hija, pero Frederica no quiere ser su amiga. Lady Susan, por lo tanto, no siempre sabe qué es lo que puede hacer feliz a su hija. Además, yo no tenía ningún derecho a inmiscuirme. La señorita Vernon se equivocó al acudir a mí. En resumidas cuentas, Catherine, todo ha ido por mal camino, pero felizmente todo se ha aclarado. Creo que lady Susan quiere hablar contigo de ello, si te parece bien.

—Sin duda —contesté, suspirando profundamente al escuchar una historia tan patética.

Me abstuve de hacer comentarios, puesto que las palabras habrían sido en vano.

Reginald se alegró de poder retirarse y fui a ver a lady Susan, curiosa, naturalmente, por escuchar su versión de los hechos.

—¿No te había dicho —preguntó, esbozando una sonrisa— que tu hermano no nos dejaría después de todo?

—En efecto, sí —repuse yo, con gravedad—, pero quise creer que no sería así.

—Yo no habría aventurado una opinión tal —replicó—, si no me hubiera dado cuenta, en ese momento, de que su decisión de partir estaba seguramente motivada por una conversación que habíamos mantenido esta mañana y que había terminado poco satisfactoriamente, y todo por causa de no haber comprendido uno el sentido de las palabras del otro. Me he dado cuenta de eso en ese instante e, inmediatamente, he decidido que una discusión anecdótica, de la que seguramente yo soy tan culpable como él, no debía privarte a ti de tu hermano. Si te acuerdas, he salido del salón acto seguido. No quería perder el tiempo y tenía que aclarar esos malentendidos hasta donde me fuera posible. La cuestión era ésta: Frederica se había negado violentamente a casarse con Sir James…

—¿Y te sorprendes por ello? —pregunté, con cierta vehemencia—. Frederica ha demostrado tener un cierto juicio y Sir James carece de él.

—Estoy lejos de lamentarlo, mi querida hermana —replicó ella—. Al contrario, me alegra una muestra tan favorable de la sensatez de mi hija. Sir James es sin duda inferior (sus modales de criatura hacen que aún parezca peor), pero si Frederica tuviera la perspicacia y las dotes que me hubiera gustado que mi hija tuviera, o si hubiera sabido que posee tantas como en efecto tiene, no habría anhelado tanto ese matrimonio.

—Resulta raro que seas la única que ignora la sensatez de tu hija.

—Frederica no se hace nunca justicia a sí misma. Su personalidad es tímida e infantil. Además, me tiene miedo. Apenas me quiere. Cuando su pobre padre vivía, fue una chica malcriada. La severidad que, desde entonces, me he visto obligada a aplicarle ha enajenado su afecto. No tiene tampoco esa brillantez intelectual, ese talento y esa fuerza mental que la hará progresar.

—¡Di mejor que ha tenido una educación desafortunada!

—El cielo sabe, querida hermana, lo consciente que soy de eso, pero preferiría olvidar unas circunstancias que mancillarían el recuerdo de alguien cuyo nombre es sagrado para mí.

En este punto, fingió hacerme creer que lloraba. Había agotado mi paciencia.

—¿Pero qué es lo que ibas a decirme, sobre el desacuerdo con mi hermano? —pregunté.

—Se originó por una acción de mi hija que igualmente demuestra su falta de juicio y el desdichado temor por mí que he mencionado. Escribió al señor De Courcy.

—Ya sé que lo ha hecho. Le habías prohibido que hablara con el señor Vernon o conmigo sobre la causa de su desasosiego. ¿Qué podía hacer, sino recurrir a mi hermano?

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Qué opinión debes tener de mí! ¿De verdad supones que yo conocía su desdicha? ¿Que era mi objetivo hacer que mi propia hija fuera desgraciada y que yo le había prohibido hablar contigo sobre tal particular por miedo a que perturbaras un plan diabólico? ¿Me crees desposeída de todo sentimiento natural de bondad? ¿Soy yo capaz de condenarla a ella a la infelicidad eterna, cuando conseguir su bienestar es mi primer deber terrenal? La idea es espantosa.

—¿Cuál era, entonces, tu intención, cuando le insististe para que guardara silencio?

—¿De qué iba a servir, querida hermana, recurrir a ti, estuviera como estuviera ese asunto? ¿Por qué debía dejar que te sometiera a ruegos que yo misma rechazaba atender? Ni por tu bien, ni por el suyo, ni por el mío, podía una cosa así ser deseable. Cuando adopté mi decisión, no podía permitir la interferencia, por muy amistosa que fuera, de otra persona. Me equivoqué, es cierto, pero creía que obraba correctamente.

—Pero ¿en qué consiste ese error, al que tan frecuentemente aludes? ¿De dónde surgió un malentendido tan asombroso, en relación a los sentimientos de tu hija? ¿Sabías que Sir James no le complacía?

—Sabía que él no era el hombre que ella habría elegido, pero me convencí de que sus objeciones hacia él no provenían de la percepción de sus defectos. No debes cuestionarme, sin embargo, mi querida hermana, demasiado minuciosamente respecto a ese particular —agregó, cogiéndome la mano afectuosamente—. Admito, con franqueza, que tengo algo que esconder. ¡Frederica me hace muy infeliz! Que recurriera al señor De Courcy me ha afectado mucho.

—¿Qué pretendes dar a entender con este misterio? —pregunté—. Si crees que tu hija siente un afecto especial por Reginald, el hecho de que se opusiera a Sir James merecería ser tan atendido como si la causa de su oposición fuera la conciencia de su ineptitud. Y, ¿por qué iba a producirse una discusión entre tú y mi hermano, por una interferencia que, tú ya deberías saber, no está en su naturaleza rechazar, cuando se le solicita de ese modo?

—Su carácter es vehemente, ya lo sabes, y vino a mí para hacerme reproches, lleno de compasión por esta niña mal acostumbrada. ¡Esta heroína en apuros! Se produjo un malentendido entre nosotros: creía que yo tenía más culpa de la que en verdad me corresponde y yo consideré su interferencia menos excusable de lo que la considero ahora. Le aprecio verdaderamente y me mortificó muchísimo comprobar cómo había malversado ese aprecio. Nos acaloramos ambos y, naturalmente, los dos somos culpables. Su decisión de abandonar Churchill se corresponde con su carácter habitual. Cuando supe sus intenciones, sin embargo, al mismo tiempo que empezaba a pensar que habíamos cometido un error parejo, me decidí a pedirle una explicación, antes de que fuera demasiado tarde. Por cualquier miembro de tu familia, sentiré siempre un buen grado de afecto y admito que me habría dolido mucho que mi relación con el señor De Courcy hubiera terminado de modo tan triste. Sólo quiero añadir que, ya que me he convencido de que Frederica tiene motivos razonables para rechazar a Sir James, le informaré a él, al instante, de que debe abandonar toda esperanza de unirse a ella. Me riño a mí misma por haberle causado desdicha, aunque inocentemente, por ese particular. La recompensaré con todo lo que esté en mi mano hacer. Si ella valora su felicidad igual que yo, si juzga con ecuanimidad y se comporta como debe, puede estar tranquila. Discúlpame, querida hermana, por abusar de tu tiempo de esta manera, pero me lo debía a mi persona y, después de esta explicación, espero que no haya peligro de perder parte de tu estima.

Podría haberle contestado: «¡No mucha, naturalmente!», pero me marché en silencio. Fue la mayor dosis de paciencia que pude emplear. No habría podido contenerme, si hubiera empezado a hablar. Sus garantías, su engaño… Pero no voy a recrearme en ello. Ya te habrás hecho una idea suficiente y a mí se me encoge el corazón.

En cuanto pude recuperar un mínimo de compostura, volví al salón. El carruaje de Sir James estaba en la puerta y él, alegre como de costumbre, se despidió en seguida. ¡Con qué facilidad alienta o se desprende de los amantes!

A pesar de todo, a Frederica aún se la ve desdichada. Sigue temiendo, tal vez, la ira de su madre y, quizá, también teme que mi hermano se vaya, celosa como está, de que se quede. He visto con qué atención ella le observa a él y a lady Susan. Pobre chica, no albergo ninguna esperanza para ella ahora mismo. No tiene ninguna oportunidad de que sus afectos se vean correspondidos. Mi hermano la ve de un modo muy distinto ahora y le hace cierta justicia, pero su reconciliación con la madre impide cualquier esperanza de cariño.

Prepárese, mi querida señora, para lo peor. Las probabilidades de que acaben casándose han aumentado sin duda. Él le pertenece a ella con más seguridad que antes. Cuando ese infeliz suceso tenga lugar, Frederica deberá pertenecemos a nosotros por completo.

Me alegra que mi última carta haya precedido a ésta con tan poco espacio de tiempo, ya que cada momento que pueda ahorrarse de sentir una dicha que tan sólo lleva a la decepción, cuenta.

Atentamente,

Catherine Vernon