NI en su última morada, la de Ravena, llegó a hablar nunca con nadie de todo aquello. Nunca reflejó siquiera un rastro de sus vivencias en alguna de sus obras posteriores, como si ese periodo no tuviera que contar entre sus experiencias, ni dejar huella más allá de las cicatrices de su alma. Sin embargo, sí que las guardó escritas en la ladera escondida de sus emociones, en esa selva oscura y tenebrosa donde alguna vez se había sentido perdido; allí donde almacenamos lo que apenas nos place recordar, pero, a un tiempo, sabemos que no debemos ni podemos olvidar sin desprendernos de una parte vital de nosotros mismos. Al abrigo tranquilo de Ravena, se afanó en dar un adecuado fin a su Comedia, en honrar a su nuevo anfitrión Guido Novello da Polenta con la conclusión del último y más delicado de sus cánticos, el «Paraíso», sin olvidar la difusión de otros trabajos donde su rencor hacia aquellos que habían acabado por dividir su patria con una brecha insalvable —teorizadores podridos al servicio de Aviñón, defensores de ilegítimas pretensiones absolutas sobre lo terrenal— alcanzara una altura intelectual indiscutible y complicada de rebatir para los decretalistas y toda esa corte de paniaguados papales.[24]
A veces eran las ocupaciones que le encargaba su señor las que ocupaban de lleno su conciencia: estudios o labores diplomáticas, negociaciones con vecinos que aún se dejaban influenciar por la cuota de prestigio intacta de aquel insigne poeta exiliado de su patria, pretendida señal de garantía de honestidad y lealtad. Pero siempre que su mente alcanzaba el reposo o se retiraba a descansar en algún lugar escondido donde nadie pudiera importunarlo, sus pensamientos volaban hacia su ciudad y crecía la sombra de los últimos días allí pasados. En verdad, no volvió a sentir el miedo, ese hálito frío de la muerte pegado a la nuca, que le había perseguido, a menudo, durante su exilio y especialmente durante esos tenebrosos días de estancia en Florencia. No le abandonaron sus visiones, esas pesadillas recurrentes que en otros tiempos le habían hecho aborrecer la quietud de la noche; sin embargo, acabaron por convertirse en algo tan familiar y confuso entre otros muchos recuerdos que su mente los aceptó con la resignación con que el lisiado asume su discapacidad y sus limitaciones. Si aquellas premociones llegarían a verse cumplidas algún día era algo que ya apenas le preocupaba. Consumido, corriendo las últimas etapas de su vida azarosa, no había hogueras a las que pudieran temer ya sus huesos cansados. Y, a fin de cuentas, su memoria podía acoger por igual imágenes de canes rabiosos ataviados con sagradas vestiduras que demonios mudos con las uñas azules, linchamientos y cadáveres desgarrados o cubiertos de mierda. A veces, incluso, llegaba a pensar que todos formaban parte del mismo delirio, que su imaginación se había extraviado en el curso de sus ocupaciones y preocupaciones fabulando conspiraciones y diabólicos planes. Cuando eso ocurría, bastaba con desplegar aquella nota de Francesco que siempre llevaba consigo. Releyendo esas palabras edificaba el recuerdo veraz de todo cuanto había ocurrido en compañía de aquel joven orgulloso. Entonces, todo aquello volvía a ser real. Borrados los perfiles difusos de la fantasía, se hacía nítido y denso como el tacto áspero y gastado de aquel pergamino.
No volvió a saber nada más de aquel Francesco de Cafferelli. De él, para su sorpresa, porque había sido el único e insospechado gesto de alegría que le había permitido conocer, prevalecía el recuerdo fugaz de su última sonrisa. Le deseó, desde aquella distancia forzada, todo lo mejor que su espíritu pudiera recoger. Rezó porque sus dudas y penas no acabaran por encallecer su corazón, embarcándole en un triste camino sin retorno. Sí que supo de aquel vicario astuto y retorcido, messer Guido Simón de Battifolle. Según las noticias que se empeñaban en hacerle llegar por su triste condición de florentino en el exilio, había conseguido cumplir sus objetivos casi con más éxito y precisión de lo que él mismo hubiera soñado. En la elección de priores, que tanto se había afanado en manipular, Battifolle consiguió que, de los trece acordados, casi todos fueran de la parte del Rey. Se cambió el Estado de Florencia sin ninguna otra turbación o expulsión de gente. Para el soberano napolitano, la actuación de su vicario no sólo le iba a garantizar los cinco años pactados de señoría, sino una nueva prórroga de cuatro años más en los que proseguir sus fructíferos acuerdos con los principales banqueros florentinos. De creer en las voces que llegaban de la ciudad del Arno, los nuevos gobernantes consiguieron mantenerla durante un largo periodo de tiempo en un estado desusadamente tranquilo y pacífico, contribuyendo a que avanzara y mejorara bastante. En abril de 1317, el rey Roberto había conseguido, además, que la entelequia de la paz entre Florencia, Siena, Pistoia y toda la liga güelfa de la Toscana con las tradicionalmente gibelinas Pisa y Lucca se hiciera realidad. Se alegró por su ciudad, o por la que desde su infancia lo había sido y a la que tanto había amado, aunque le hubiera condenado a no poner nunca más los pies sobre su suelo.
A veces, cuando corría a rienda suelta la melancolía, se permitía pensar que, tal vez, aquel vicario duro y calculador estaba verdaderamente animado de buenas aunque tortuosas intenciones. Quizá no albergaba en su intención gran parte de las maquinaciones que Dante le había atribuido. De ser así, una punzada íntima en su corazón dolorido le recordaba que había perdido su última gran oportunidad de recuperar todo aquello por lo que tanto había batallado. Si más adelante iba a haber otra ocasión, era algo que el poeta en el exilio no podría llegar a conocer, porque su existencia, lanzada con desgana por la pendiente de la vida hacia su fin, no tardaría en reunirse con la esencia del Creador. Y lo haría trabajando, arrastrando los pies por el camino, inmerso en las tareas a las que le empujaba su propia responsabilidad.
En el verano de 1321, un Dante apaciguado, asentado plenamente en la imagen de hombre de paz, partió comisionado por el señor de Ravena a una importante embajada en Venecia: una delicada misión diplomática para evitar un conflicto; una expedición para serenar los ánimos de guerra de la República de San Marcos, muy soliviantados tras el enésimo incidente sangriento provocado por unos marineros raveneses, pendencieros y borrachos, contra otros venecianos. Era una situación difícil que enmascaraba la verdadera rivalidad por la supremacía marítima entre ambas potencias. De regreso a Ravena, atravesando ligero los insalubres pantanos de Comacchio, ansioso por rendir cuentas a su amigo y señor Guido Novello de Polenta, enfermó de unas fiebres que fueron más implacables y certeras que los odios y condenas de sus desdeñosos compatriotas florentinos. Tras una breve y febril convalecencia, su alma, quizá cansada de resistir tanta lucha y conseguir tanta victoria efímera, iba a abandonar su cuerpo mortal dispuesta a reunirse con su Hacedor. Era la noche entre el 14 y 15 de septiembre, cuando la Iglesia celebra la exaltación de la Santa Cruz, cincuenta y seis años y cuatro meses después de que su estrella brillara por vez primera en el firmamento. Dicen que su hija, sor Beatrice, en vela con las otras monjas por el oficio de maitines, rezaba en la pequeña capilla de la Uliva, y que, en un momento determinado, observó cómo el firmamento pareció emblanquecerse. Cuando alzó los ojos llorosos hacia esa luz extraña, tuvo la sensación de que el cielo mismo se abría para acoger a su padre.
En su lecho de muerte, rodeado de familiares y amigos, se habría sentido como uno de sus propios personajes, dando vueltas sin verdadera dirección en torno a círculos hechos de frustraciones, conspiraciones y dolor. A fin de cuentas, ¿de qué pecado capital había estado libre aquel Dante Alighieri que se arrogaba derechos de justicia sobre el resto de los pecadores? A duras penas había conseguido mantener la ira en abundantes, quizás excesivas, ocasiones; esa ira contraria a la santa paciencia que le nublaba la razón y que él tantas veces había disfrazado de justa indignación ante la maldad del prójimo descarriado. Tal vez se había empleado con implacable avaricia en la busca de elogios, fama y honores; o incluso en pos de reconocimientos públicos, como ese loco sueño suyo de ser premiado con la corona de laurel en la ciudad misma que no le había querido para sí. Soberbia…, cuánta y qué continua, qué visible y obstinada. Traspasando siempre los honrados límites del orgullo, le había hecho desconfiar de las capacidades de los demás, atribuirse para sí mismo cuantas responsabilidades creía excesivas para los otros.
Con desprecio a toda humildad, había desechado incluso oportunidades como aquella última amnistía rechazada, sin valorar ni pensar en el bienestar de los suyos. Había caído en la lujuria, deslizándose sin gran resistencia por la resbaladiza pendiente del amor, con intemperancia, descuidando sus deberes de esposo leal, a veces con descaro y sonrojante intensidad, como le sucedió con aquella pasión de madurez de Lucca, que tanto distrajo sus labores y su obra. Y si no había podido ser nunca señalado por el nefasto vicio de la pereza, sí que había sido acusado por algunos de haber actuado al margen de la debida diligencia. En especial, en el desempeño de sus funciones públicas, donde quizás hubiera podido hacer más, ser más flexible o más hábil negociador, honrar la confianza de sus conciudadanos con más éxito frente a la amenaza evidente que suponía la llegada a Florencia de Carlos de Valois. De la misma forma, nadie podía jamás hablar de gula en los hábitos alimenticios de un Dante frugal y austero en el comer y el beber hasta la exageración. Pero ¿qué decir de su afán de devorar libros y conocimientos? ¿No era equiparable esa enfermiza pasión que le había robado su poco tiempo disponible, hasta el punto de descuidar familia y patrimonio? Un afán de saber y de ciencia que no le había separado menos de los suyos que las millas interpuestas por el forzado destierro, para acabar concluyendo, en su lecho de muerte, que su vida al fin, durante esos últimos años, se había desenvuelto en algo no muy diferente a un infierno construido de falsas esperanzas e inútiles búsquedas, jugando a ser un dios poético para castigar a sus enemigos. Un infierno del que los últimos días pasados en Florencia no eran más que un postrer reflejo. Un averno del que sólo al final había tratado de escapar, trepando de nuevo por las costillas mismas del diablo.[25]
Y todo para buscar, con más fuerza y ahínco que los estériles ideales, el paraíso de la paz en la Tierra entre los suyos, al comprender que los amigos y aliados brotan en las raíces profundas del corazón y te arropan con las prendas cálidas del cariño voluntario; nunca se ganan por la fuerza de las armas o la imposición de las doctrinas políticas. Para al final entender que todos vivimos y morimos presos en el inquebrantable confinamiento de nuestros círculos —sean propios o extraños—, en las miserias autoimpuestas o en círculos ajenos similares a los diseñados por Dante.
Dicen que, en el momento de expirar, una calma pacífica relajó sus músculos y de una de sus manos recién abiertas cayó al suelo un gastado pedazo de pergamino. Grabados había unos versos que no podían ser de Dante y cuya autoría alimentaría aún más los enigmas acumulados en los últimos años del poeta. Ni sus hijos reconocieron la escritura, que no podía haber surgido de su pluma. Sí que eran suyas, sin duda, otras palabras recogidas debajo de aquel galimatías. Unas breves e intensas líneas latinas, tan rotundas y sentidas que acabarían siendo su epitafio:
IURA MONARCHIAE, SUPEROS, PHLEGETHONTA LACUSQUE
LUSTRANDO CECINI, VOLUERUNT FATA QUOUSQUE:
SED QUIA PARS CESSIT MELIORIBUS HOSPITA CASTRIS,
AUCTOREMQUE SUUM PETIIT FELICIOR ASTRIS,
HIC CLAUDOR DANTES PATRIS EXTORRIS AB ORIS
QUEN GENUIT PARVI FLORENTIA MATER AMORIS.
[He cantado los derechos de la monarquía, explorando los Cielos, el Flegetonte y los abismos del Infierno, hasta que quiso el Destino: pero ya que mi alma retornó hacia mejores hospedajes y más feliz ahora que se ha dirigido a su Hacedor entre las estrellas, aquí está encerrado Dante, desterrado de los límites de su patria, a quien engendró Florencia, la madre de amor tan escaso].
Madrid, enero de 2005