Capítulo 58

FRANCESCO se desprendió de su capuchón con la mano izquierda, indiferente a esa lluvia que volvía a caer con fuerza. Observaba a Dante, analizaba con curiosidad su figura cansada y abatida.

—Secuestrador, guardián y finalmente verdugo —siguió hablando el poeta, débilmente, con la amargura de quien siente la traición de alguien a quien ha estado a punto de considerar como un amigo—. El perfecto final inesperado de esta burla que ha tenido al poeta necio, al ingenuo Dante Alighieri, como protagonista.

Francesco, sin expresión definida, dirigió la mirada hacia su brazo derecho. Parecía ser consciente justo ahora de lo amenazadora que resultaba su presencia, con aquella misma daga que ya había probado la sangre del desdichado Birbante atenazada en su mano. Lentamente, enfundó el arma bajo sus ropajes, tras haber hecho el gesto mecánico de secar la hoja en una capa empapada por la lluvia. Después, volvió a fijarse en aquel personaje cabizbajo, repentinamente envejecido. Era muy diferente al soberbio Dante Alighieri, altanero incluso en la desgracia, que había conocido apenas unos días atrás.

—Si en algo tiene razón el conde sobre vos, es en resaltar esa debilidad vuestra por llegar a conclusiones precipitadas —dijo Francesco de repente.

El poeta alzó la cabeza con una mezcla de extrañeza y enfado.

—¿Precipitadas? —dijo haciendo acopio de parte de la soberbia perdida—. ¿Acaso esa daga es un símbolo de amistad?

—Tal vez podríais interpretarlo como uno de defensa —replicó Francesco sin inmutarse—. Siempre la he llevado encima cuando iba con vos y nunca os he hecho daño alguno. ¿Por qué pensáis que quiero hacerlo ahora?

—Entonces, ¿por qué estás aquí? —preguntó Dante con perplejidad—. Ya no tienes que servirme de escolta ni hay nada que investigar…

—Quizá porque a mí también me intriga vuestra presencia aquí, o que hayáis salido a escondidas del palacio con este tiempo, desafiando el evidente peligro de las calles. Quizá porque creo que estáis huyendo de algo o de alguien.

—¿Y si así fuera? —replicó el poeta, provocador—. ¿Y si fuera mi vida en peligro lo que me ha impulsado a huir? ¿Qué cambiaría eso para ti?

—Si así fuera —contestó con sencillez—, os estaría buscando para ayudaros.

—¿Socorrerme contra tu propio señor? —dijo el poeta con intención y sacudiendo escépticamente la cabeza.

Francesco, sin variar en nada su seriedad, apretó los dientes con fuerza. Apenas eran unos músculos contraídos en el rostro, un leve relieve casi imperceptible bajo la lluvia, pero Dante se dio cuenta de cuánto le afectaba aquello. Parecía confirmar con dolor algo que ya había estado sospechando.

—¿Quieres convencerme de que no sabías nada? —añadió ahora Dante, dulcificando su tono—. ¿Quieres decir que tú también has sido un peón ignorante en esta partida de ajedrez que ha jugado el conde de Battifolle en Florencia? Es difícil de creer, Francesco…

Cafferelli trató de restablecer su gesto. Se le veía atenazado por algo parecido a una ira melancólica, un sentimiento de engaño que Dante ya conocía desde antiguo.

—Ya os dije una vez que no soy el confesor del conde —replicó seco Francesco—. Y también en esto sabía tanto del asunto como vos…, o quizá menos.

—Es igual, Francesco —insistió el poeta, anclado en su abatimiento—, ¿qué puede cambiar? Messer Guido de Battifolle es un hombre que sabe atenuar conciencias a base de lealtades.

—Mi lealtad no incluye la traición o la injusticia —remarcó con rabia.

Dante se quedó perplejo, casi boquiabierto. Estaba paralizado bajo la lluvia, con un rictus de sorpresa marcado en el rostro. No era capaz de articular una palabra. Era todo tan confuso, tan absurdamente variable e inestable. La irracionalidad misma que se había asentado en Florencia había impregnado hasta la médula a sus propios habitantes. Resultaban esquizofrénicos personajes que se movían siempre al borde de lo imprevisible; ciudadanos honrados y pacíficos que enloquecían hasta convertirse en bestias sanguinarias por unas horas; piadosos penitentes que, en realidad, se dedicaban a llevar a cabo los más cruentos asesinatos. O un vicario que, para pacificar una ciudad en discordia, se había implicado en una trama que masacraba inocentes en el nombre del bien común. Nada era lo que parecía o quería parecer en aquella ciudad enloquecida. Nadie creía estar actuando de forma diferente a la que debía. Un absurdo en el que ahora participaba el propio pupilo del conde de Battifolle, que se posicionaba abiertamente contra su señor y se mostraba dispuesto a implicarse en su ayuda. Era un socorro espontáneo, tan caído de las alturas como esa lluvia persistente que le calaba hasta los huesos. Y tan oportuno que llegaba justo cuando el poeta había soltado con desidia las riendas de su destino. Algo tan inesperado que Dante pensó, con ilusiones renacidas, que no podía tener otro origen que no fuera la energía de la incipiente amistad. Francesco se sacudió el agua del rostro, pasó la mano por su pelo empapado y miró hacia el cielo, como si antes no hubiera sido consciente de lo que este estaba descargando sobre él.

—Os podéis seguir mojando aquí o aceptar esa ayuda —dijo de repente, rompiendo la situación enquistada.

—¿Incluso para salir de Florencia? —preguntó Dante.

—Si eso es lo que deseáis… —se limitó a responder Francesco.

Sin esperar más respuesta, el joven emplazó al poeta a seguirle, lo que insufló nuevas fuerzas en sus músculos entumecidos. Despreciando las intensas punzadas que le atravesaban las articulaciones cansadas, trató de seguirle en su camino. En realidad, no hubo mucho que recorrer, apenas un par de callejuelas hacia el norte. Bajo unos soportales, en una logia pequeña pero suficiente para amparar de las inclemencias a un grupo pequeño, vislumbró la silueta de dos hombres a pie, al cuidado de tres caballos. Cuando llegaron, los hombres, corpulentos y embozados en capotes similares al de Francesco, se retiraron al extremo más alejado con las monturas y dejaron un espacio de intimidad para los recién llegados. A pesar de ir tan cubierto, el poeta reconoció con sorpresa a uno de ellos. Se trataba de Michelozzo, aquel enorme bruto, con innegables rasgos de humanidad, que había formado parte del grupo que le trasladara a Florencia. Dante sintió una extraña alegría, como si acabara de encontrarse con un viejo conocido. Tuvo la impresión de que aquel hombre le dedicaba una sonrisa fugaz, uno de esos gestos bovinos tan propios, a modo de saludo y de señal de simpatía. Así pues, el simple Michelozzo no se había dejado llevar por el rencor, a pesar de que Francesco había segado la vida de su amigo y paisano. Comprendía, pues, la naturaleza de las decisiones que, a veces, un hombre tiene que tomar: luchar para vencer o morir dignamente en un juego en el que siempre se respeta al ganador. Sintió algo de vergüenza porque él mismo no había sido siempre capaz de comprender a aquel Francesco de Cafferelli que, pese a todo, ponía su seguridad y fidelidad por debajo de su honor para salvarle a él y a su pellejo.

—Esperadme aquí —dijo Francesco apenas habían entrado ambos en la protección de la techumbre.

Se dirigió hacia sus hombres y Dante fue testigo de una corta conversación entre ellos. Casi un monólogo, inaudible para él, en el que Francesco llevaba la voz cantante. Sin duda, pensó, repartía instrucciones o consignas a los otros. Luego rebuscó entre las bolsas de una de las sillas de montar, para acabar rescatando un bulto oscuro de tela con el que se encaminó de nuevo hacia el poeta.

—Será mejor que os despojéis de esas ropas —indicó, tendiéndole aquel paquete, que resultó ser una capa similar a la que portaban todos ellos.

La capa, gruesa y cálida, de buen paño y sobre todo seca, le resultó acogedora; una sensación reconfortante recorrió su cuerpo.

—Ellos os sacarán de la ciudad y os conducirán a Verona —dijo Francesco, refiriéndose a aquellos dos hombres que esperaban al margen de su conversación—. Vos iréis en mi caballo. Creo que la vuelta será menos penosa y arriesgada.

—Y tú, ¿qué harás? —preguntó Dante mirándole fijamente a los ojos, esperando tal vez captar en ellos un asomo de emoción.

—Yo no tengo ningún otro sitio donde ir —respondió sin inmutarse—. Cumplo el exilio en mi propia ciudad.

—¿Cómo podré agradecerte todo lo que has hecho por mí? —expresó Dante con sincera gratitud.

—Considerad, simplemente, que cumplo con aquello que se me encomendó —replicó Francesco, restándole importancia—: serviros de escolta y protección. Quizá tuvierais razón y no hago más que seguir el camino que yo mismo he elegido.

Francesco se remitía a aquella conversación, aquel íntimo intercambio de fantasmas y dolor que habían mantenido en esa taberna que hacía poco tiempo no le había querido reabrir sus puertas.

—Y puedes estar seguro —replicó el poeta con solemnidad— de que con tus actos honestos honras la memoria de tu nombre y tu linaje. Tu padre, desde aquel sitio donde haya sido alojado por nuestro Creador, estará muy orgulloso de ti.

Dante observó cómo Francesco se removía inquieto, un movimiento nervioso que interpretó como efecto de la emoción, del latido acelerado de su corazón. Ahora que estaba a punto de partir, el poeta se dio cuenta de que, hasta ese mismo momento, su cabeza apremiaba el deseo de la huida acumulando referencias negativas de Florencia. Iba generando recuerdos que justificaran su desdén y su salida, seguramente para nunca volver a la ciudad que le había visto nacer. Atenazado por la indignación y el pánico no había sido capaz de reparar en que también podía dejar atrás a buenas personas. Gente honrada que, por azar o por verdaderas convicciones, permanecían al otro lado de esa trinchera que se había establecido firme frente a él. Y aquel joven valiente, agresivo pero consecuente con su propia ética, aquel Francesco de Cafferelli que le había recibido con tanta animadversión, le dejaba en el alma un poso imposible de remover. Le nacía prematuramente la nostalgia de alguien destinado a convertirse en un amigo muy querido, a quien debía abandonar justo cuando su espíritu le impulsaba a compartir con él más sentimientos. Dante sintió en su interior una estremecedora ternura y, sin reprimirse o dejarse impresionar por la rocosa dureza de su fachada, le abrazó como si fuera un hijo. Francesco no rechazó aquel abrazo y, aunque fuera tan pasivo como siempre a la hora de mostrar sus sentimientos, Dante intuyó que agradecía ese gesto. Cuando se separaron, creyó observar en su rostro relajación; una tranquila paz de espíritu que dotaba a su figura de una apariencia muy distinta, incluso vulnerable, en contraste con su pose habitual. Titubeaba incluso, como si algo le pugnara por salir al exterior luchando con años de mordazas construidas a base de reticencias. Sin malgastar palabras, introdujo una mano bajo su capa y extrajo un pergamino ya gastado, acomodado en dos dobleces, que tendió hacia el poeta.

—Lo escribí hace muchos años…, al comienzo de mi nueva vida en el destierro —dijo con pudorosa timidez—. Quiero que lo guardéis y lo leáis si algo hace que os acordéis de mí…

Dante lo tomó y lo guardó, sin leerlo ni tratar siquiera de abrirlo, por respeto a sus deseos. Mientras tanto, Francesco hizo un gesto convenido a sus hombres, que se acercaron ligeros. Le ayudaron a montar sobre el caballo y él, con el ánimo encogido, fue incapaz de decir nada más. Al pie de aquel animal, como toda despedida, Francesco pronunció un sencillo:

—¡Suerte, poeta!

Después su rostro se deshizo en un gesto inhabitual; en un gesto que en los días de permanencia en la ciudad nunca antes había estado dispuesto a ofrecerle: una amplia sonrisa, limpia y dulce, que transformó su rostro duro en el de un niño; un muchacho alegre y confiado, ese mismo que debía de haber sido apenas unos días antes de partir de su ciudad hacia un exilio insospechado. Justo entonces, sus dos acompañantes, ya a caballo, arrearon las cabalgaduras y se lanzaron bajo la lluvia en un medio trote no demasiado acelerado. Cuando Dante volvió la cabeza, Francesco de Cafferelli ya no estaba y Florencia misma desaparecía difuminándose en contornos imprecisos entre la lluvia.