Capítulo 57

APENAS puso un pie en la calle, la puerta se cerró con brusquedad a sus espaldas. Ahí finalizaba el auxilio del viejo criado, que debía de estar ahora retornando, suspirando de alivio, a su cálido refugio en las cocinas. Otra puerta cerrada, otro muro o muralla frente a él. Volvía a sentir esa amarga saeta del destierro. Un expulsado impotente en tierra peligrosa, desorientado en un callejón solitario. A la espalda o a un lado del palacio donde residía aquel vicario triunfante que necesitaba aprehenderle para escribir un adecuado epílogo a sus planes. El abrazo húmedo del aire le hizo encogerse entre los pliegues de sus vestidos, arrebujarse bajo la áspera tela de su disfraz y le dio impulso para salir presto de allí, para no saber, en realidad, hacia dónde encaminarse. La ciudad completa era una enorme trampa, mucho más cuajada ahora de peligros. Por eso se movió un poco por inercia, sin saber a ciencia cierta qué dirección tomar. El azar, la buena o mala suerte o los designios de los astros eran elementos tanto o más fuertes que sus propios razonamientos a la hora de marcar sus movimientos y su destino.

Empezó a llover, cada vez más fuerte. La tenue luz se convirtió en una cortina gris. Pronto se formaron charcos sobre los que rebotaban con fuerza las gotas caídas, componiendo miles de surtidores que se alzaban salpicando sobre la superficie del suelo. Dante chapoteó entre esos charcos, mientras se dirigía, en principio, hacia el norte, sin más plan que alejarse cuanto antes de la cercanía del palacio. El cielo desbordado limpiaba esas calles, hacía poco ensangrentadas por la ira de los ciudadanos. En el fondo, siempre había algo presto a lavar la conciencia de los florentinos. Algo consentía que el sol del día siguiente secara las trazas de la culpa, permitiendo el consuelo de una Florencia nuevamente encerrada en su orgullosa y productiva monotonía. Se paró y se apretó contra una pared. Trataba de aprovechar una balconada como parapeto contra un aguacero sin ganas de amainar. Con el corazón latiendo contra el paladar, trató de razonar. Si su objetivo era una huida, una salida furtiva de la ciudad, tendría que buscar el apoyo de aquellos que de lo clandestino hacen su forma de vida: contrabandistas, traficantes, cuatreros, delincuentes que entraban y salían de Florencia con mayor asiduidad e impunidad que cualquier honrado comerciante de la lana. Así pues, decidió internarse en el corazón mismo de la revuelta, en Santa Croce, donde miseria y delito eran las dos caras de una misma moneda ciudadana. Había recogido algo de dinero por si era necesario comprar voluntades y auxilios, pero tendría que ver cómo administrar tan escaso caudal, recurrir tal vez a la promesa de mayores recompensas futuras. De lo contrario, la ambición ajena podía optar por degollarle, conformándose sin más con el botín de unas pocas monedas.

Dante se sacudió el agua que le chorreaba en el rostro y salió corriendo de su refugio hacia la vía donde los Benci habían establecido sus casas. La cortina de agua encubría sus torpes movimientos desesperados, pero, a un tiempo, le ponía en evidencia, porque las calles estaban desalojadas y eso le convertía en un extraño e inverosímil paseante. Miraba hacia ambos lados, pero no había nadie con ganas de desafiar a la tormenta. De repente, le sobresaltó un estallido de voces y cascos de caballos a su espalda. Por instinto, volvió a aplastarse contra un muro, deseando pasar por invisible. En un instante, a través de una esquina aparecieron varios hombres: harapientos bribones de la zona que corrían frenéticos y levantaban riadas de agua en su carrera. Uno de ellos se volvió en aquella misma esquina y lanzó dos piedras hacia ese enemigo que Dante todavía no podía ver. Después, echó a correr, tan veloz como pudo, enlazando con el resto del grupo en fuga. Pasaron ante el poeta salpicándole, pero ni siquiera le miraron, como si simplemente no existiera. Se estremeció de terror cuando, por fin, esos perseguidores se hicieron visibles, anunciados por un enloquecido repicar de cascos de caballo. Eran cuatro mercenarios catalanes del conde; llevaban ballestas al hombro y las espadas desnudas. Intentaban galopar en pos de ellos, con los dientes apretados y los rostros contraídos de ira. Los caballos resbalaban a menudo, casi flotaban sobre el empedrado anegado, o se atascaban en grandes pellas de barro. Eso dificultaba la caza, enfurecía aún más a sus jinetes y envalentonaba a los huidos, que insultaban a gritos desde la distancia y se desviaban por callejuelas impracticables para entorpecer el camino de las monturas.

Dante se quedó bloqueado por el pánico. Temió que aquellos guerreros furibundos le atraparan, que cortaran de raíz esa fuga improvisada. Rezó por ser tan ignorado ahora como lo había sido por los hombres que iban por delante. Y casi lo consiguió, porque los jinetes le pasaron de largo, cubriéndole de agua sucia, sin olvidar cuál era su objetivo ni perder tiempo en detenerse. Pero antes de hacerlo uno de ellos apuntó en su dirección y lanzó una saeta que silbó entre la lluvia como un látigo. Por puro instinto, el poeta se movió hacia un lado. Fue suficiente para esquivar el tiro y salvar su propia vida. El dardo, antes de astillarse contra el muro, le atravesó la tela del vestido rozándole el costado, que le respondió con un ardor intenso. Su agresor ni siquiera volteó la cabeza para asegurarse del resultado de su disparo. Desaparecieron todos juntos con su peculiar galope entre la bruma del aguacero. Se convirtieron en cuatro figuras borrosas, como los apocalípticos heraldos de la destrucción.

Asustado, frotándose el costado herido, intuyó que en Florencia se había puesto en marcha una gran cacería. La matanza sangrienta de inocentes y el cruel linchamiento de los culpables habían dejado paso a la represión violenta de la justicia oficial. El conde de Battifolle dejaba bien patente su determinación de tomar la ciudad, someterla y reducirla a su propia disciplina. Cualquiera que rondara por las calles en esas horas difíciles era algo más que un simple sospechoso: un proyecto de rebelde o incluso un alborotador en activo. Y sus soldados, sin freno, se habían encargado del juicio sumarísimo y hasta de la ejecución incontrolada de la sentencia. Aquello no debía de ser muy distinto a los días que siguieron a la entrada de Carlos de Valois en Florencia en noviembre de 1301. Si Dante se había librado de sufrirlo en aquella ocasión, ahora se estaba convirtiendo en un testigo privilegiado. Reconsideró su estrategia. No sólo no iba a ser fácil encontrar en esas calles inseguras a nadie que sirviera a sus propósitos, sino que, tal vez, le iba a ser hasta imposible mantener la integridad de su propia piel. Los contactos que podían ayudarle debían de estar, ahora, a resguardo en sus refugios. Y si difícil resultaba localizarlos, más aún lo sería conseguir acceso a ellos.

Lugares escondidos, locales secretos… «¡La taberna!», pensó en una súbita explosión de esperanza. Aquel tugurio clandestino que había visitado con Francesco albergaba a un buen número de rufianes como para encontrar lo que precisaba. Dante concentró todo su esfuerzo en llegar allí. Era un trecho largo y penoso, en aquellas circunstancias. Se veía capaz de localizarlo, pero no sabía, en realidad, si el camino le iba a ser propicio o si la fortuna se le acababa allí, en esa marca tallada en la pared por una saeta milagrosamente desviada. Siguió caminando tan deprisa como pudo, siempre con el norte marcado en su horizonte, con la angustia y el miedo por continua compañía. Buscaba callejuelas en las que eludir esa enorme ratonera. Vadeaba arroyos cenagosos que atrapaban sus pies. A veces, oía o creía oír voces, confundía el trueno con galopes o redobles de tambor. Se agazapaba si creía distinguir entre la lluvia la insinuación del contorno de una figura o el resplandor lejano de alguna antorcha. Llegó a volver sobre sus pasos en una vía oscura y serpenteante al escuchar en la distancia el ladrido de los perros e imaginarlos parte de una jauría en su busca. Tropezó y resbaló más de una vez, besó el agua volcada sobre Florencia. Un guiñapo empapado, un conejo asustado, así se reconoció a sí mismo en un acceso doloroso de amargura. Pero siguió batallando contra la adversidad y ese derrotismo negro que le crecía en el pecho y acabó reconociendo ante sí el espacio, inquietantemente desierto, de la plaza de Santa Maria Maggiore. Desde ahí, sólo había un paso hasta aquel discreto tramo de la vía Buia en la que se escondía aquel garito tan anhelado. El tiempo mismo parecía burlarse de su esfuerzo. Ahora que se encontraba tan cerca, cesó casi de llover. Se mantuvo apenas una fina capa húmeda que parecía flotar en el ambiente. Buscó con ansiedad, exprimiendo la memoria de los días pasados, y se detuvo nervioso y jadeante frente a una puerta recia, oscura y con mirilla. Era la misma puerta, la misma fachada con las ventanas cerradas, no había duda. Pero, a un tiempo, algo era muy distinto: no se oía ni una sola voz, ni señales del bullicio amortiguado que anteriormente delataban su presencia. A pesar de todo, Dante se decidió a aporrear la puerta. Nadie hizo caso alguno a su llamada. Con ansiedad desmedida, siguió golpeando hasta que la mirilla se descorrió con un brusco chirrido metálico.

—¡Qué demonios quieres! —gritó una voz ronca e iracunda desde el interior; Dante contempló un par de ojos irritados en el ventanuco.

—¡Ábreme! —replicó, imitando la soberbia exigencia de Francesco que tanto había impresionado al posadero—. Necesito entrar.

—¿Qué dices, bastardo? Aquí no tenemos nada para mendigos —escupió el tabernero con desprecio—. ¡Ve a revolcarte en la mierda, pordiosero!

Dante imaginó con desazón su propio aspecto, el vulgar disfraz aún más ajado por su accidentado camino hasta allí.

—¡Ábreme! Ya he estado aquí antes. Sé que regentas una taberna —insistió el poeta desesperadamente—. Te recompensaré.

El tabernero respondió con una risa ahogada y llena de matices asmáticos. Era casi como un irregular conjunto de estertores. Tosió con los bronquios desgarrados antes de volver a gritarle de nuevo, aún con más desprecio.

—¿Recompensarme? ¡Lárgate de aquí, piojoso, si no quieres que salga con una estaca y te muela a palos!

Después, cerró la portezuela dejando bien claro al extraño visitante que no iba a atender de ninguna forma a sus demandas. Aunque así fuera, el poeta estaba convencido de que no había nadie en el interior. Precavido y temeroso de aquellas horas difíciles, el tabernero debía de haber decidido cerrar temporalmente su negocio, negar asilo o diversión a elementos sospechosos que pudieran comprometerle en un registro. Dante se apoyó desmadejado contra el muro. Sus rodillas le pedían desplomarse. Su corazón desbocado parecía dispuesto a estallar allí mismo, acabar con la agonía, remontar con su alma inmortal ese callejón sin salida que cerraba su horizonte. Se sentía burlado, un ridículo bufón pretencioso tiritando de frío, amortajado prematuramente en un sudario de criado. El cielo mismo le dedicó la estruendosa carcajada del trueno y le escupió, inmisericorde, otra andanada de lluvia gruesa y fría. Quiso llorar, bañar su rostro de dolor y expulsar así su amargura, pero las lágrimas, que le brotaban con fatiga, apenas podían mantenerse en su cara, arrastradas en marea por la lluvia que se mezclaba con ellas y las lanzaba contra el suelo. Engullidas por un charco, navegaban calle abajo como una parte más de la riada. Imaginó que acababan tragadas por el Arno con indiferencia, disueltas entre tantas otras lágrimas derramadas. Sólo alzó la cabeza al advertir la presencia de una silueta plantada allí mismo, en la calle. Se aclaró los ojos empañados para distinguir la figura. Ni huir ni defenderse eran ideas que pudieran ya formar parte de sus planes. Derrotado, fatigado en exceso para agarrarse siquiera al consuelo de haberlo intentado, sólo quería ver quién estaba frente a él. Afrontó cara a cara a ese hombre alto, cubierto con una amplia capa de color oscuro y un capuchón calado sobre el rostro. Un hombre que portaba en su mano derecha una daga desenvainada y presta para el ataque.

—En verdad, no es fácil dar con vos —dijo el extraño y su voz sonó como un eco lejano filtrado por la lluvia—. Y menos aún con esa habilidad que mostráis para cambiar de aspecto —añadió burlón.

—Esto también debí de imaginarlo —respondió Dante con desgana—. ¿Quién mejor para esta labor y este final?

Se sintió vencido, resignado a su suerte. Pensó que su sangre, junto con sus lágrimas, navegaría hacia ese enorme y verdoso fin que era el río que partía en dos su patria. Desplomó la mirada hacia sus pies, separándola de Francesco de Cafferelli.