CUANDO se quedó solo, Dante pareció tomar nueva conciencia de aquel lugar. Aquellos jovencitos continuaban su ingrata tarea, sin dejar de mirar, a hurtadillas, al extraño huésped, pero ni uno solo se acercó. Parecían tímidos y estaba seguro de que ni siquiera osarían dirigirle la palabra. El tiempo de espera se le hizo eterno. Empezó a pensar que el servicial Chiaccherino había sucumbido al pánico ante los riesgos de atender a los caprichos de aquel extraño desconocido y había desaparecido sin más; o, peor aún, le había denunciado ante las tropas de su señor. Sentía con angustia los latidos de su corazón en las sienes, sin despegar los ojos de aquel espacio vacío por el que había desaparecido el criado y por donde imaginaba continuamente ver formarse entre las sombras la silueta amenazante de los soldados; sin embargo, además de amable, el buen Chiaccherino demostró ser leal y el poeta recibió con alegría su llegada. El viejo traía un hato de ropa bajo el brazo. El poeta recogió el paquete, dispuesto a ponerse aquellas ropas a toda prisa, cuando reparó en la inconveniencia de hacerlo ante testigos. Aquellos sirvientes casi infantiles podían ser de apariencia discreta y asustadiza, pero no dejaban de ser curiosos. Alguno de ellos podía caer en la tentación de delatarlo, por miedo o deseo de agradar a sus superiores, mucho antes del tiempo necesario para intentar la huida. En el mismo tono de voz baja manifestó sus recelos al criado, que le tranquilizó con cierto gesto de suficiencia que le pareció algo impropio en él.
—No os preocupéis por eso. Todavía tengo cierto mando sobre los más jóvenes.
Después se acercó a ellos y, con palabras que el poeta no pudo escuchar, consiguió que abandonaran la estancia, dejándolos solos. Con el hato deshecho seleccionó entre aquello que le pudiera ser de utilidad inmediata y eligió una saya grande de color oscuro, como un capote. Un pobre remedo de lucco, hecho de lana basta, mal tejido y peor teñido. Le cubría casi por completo, de modo que le permitía no tener que prescindir del resto de sus ropas. Se enfundó en la cabeza una especie de capuchón en pico, trenzado en lana de tacto estropajoso. Tenía dos alas a modo de orejeras que le resguardaban también ambos flancos de la cara. Se imaginaba a sí mismo como una mala imitación de aquel granuja del bonete verde empeñado en prender la chispa de la rebelión. Chiaccherino le miraba atónito. Sin duda, le costaba explicarse las trazas de tanto misterio. El poeta le extrajo sin violencia de ese ensimismamiento.
—Cuando quieras —le dijo.
El criado dio un leve respingo. Por un momento le miró desconcertado, como si con su nueva apariencia también resultaran nuevas sus peticiones; no obstante, inmediatamente, cayó en la cuenta y con un leve gesto le indicó el camino. Atravesaron la cocina hasta llegar a una esquina en penumbra donde era difícil imaginar la existencia de una puerta. En realidad, fijándose bien se percibía la presencia de un vano, porque la puerta estaba encajada a un par de pasos hacia dentro del mismo. De esta forma, sencilla pero ingeniosa, desde prácticamente cualquier punto de la amplia estancia quedaba camuflada la hoja de madera, de apariencia robusta y color oscuro. Chiaccherino cogió una lámpara de aceite de una mesa y al llegar a la altura del hueco se la pasó a Dante. Extrajo una llave de su faltriquera y la introdujo en la cerradura. Con un chirrido oxidado, la puerta se abrió, lamentándose sobre sus goznes. Al empujarla, la oscuridad se hizo densa. Ni luz exterior ni acceso directo, sólo un pasillo bastante ancho que se extendía ante ellos. Avanzaron guiados por la luz de la lamparilla, y dejaron a su izquierda otra puerta ancha y recia, provista de dos cerraduras y un par de enormes candados, y que vedaba el acceso a lo que debía de ser un almacén, allí donde las provisiones reposaban su espera antes de ir a parar a la mesa del vicario y sus allegados. Antes de llegar al final del pasillo, Dante vislumbró que se desviaba en un recodo hacia la derecha.
Por la orientación del edificio y el camino recorrido, supuso que ya debía de conducir al exterior. Al doblar el recodo, confirmó su suposición, al ver cómo algunas líneas de luz tenue quebraban el hermetismo rectangular de un portón en el fondo.
—¿Estás seguro de que no hay vigilancia? —preguntó Dante, casi en susurros, extrañado de que aquella gran despensa no contara con más de un guardián ante sus puertas.
—¡Oh sí, messer! —respondió Chiaccherino—. Sólo hay vigilancia permanente mientras se descargan las provisiones. El resto del tiempo está solamente la patrulla…
—¿Qué patrulla? —requirió Dante con preocupación, y se detuvo en medio del pasillo.
—Centinelas —replicó el sirviente—. Ya sabéis, de los que hacen la ronda por las calles y alrededor del edificio… Aunque son más frecuentes por la noche, claro.
—Centinelas… —musitó el poeta—. ¿Y qué haré si me topo con ellos? —añadió casi para sí.
—En verdad nunca he pensado que pudiera encontrarme con ellos —repuso Chiaccherino, como si cayera ahora en la cuenta—. Tal vez un criado que sale de la cocina siempre puede inventarse alguna excusa… o quizás ofrecer algo que interese a los soldados —añadió—. Pero mejor será que no os los encontréis. Ya os dije que era más seguro permanecer dentro.
No obstante, Dante reanudó el paso hacia la salida, para evitar que el viejo volviera a intentar convencerlo. Observó que, a la derecha, el pasillo se volvía a ensanchar formando una sala, una especie de fondo de saco abierto y sin puerta, sin ningún mueble o accesorio en su interior. Supuso que esta estancia representaba algún tipo de paso intermedio en el proceso de almacenamiento de provisiones y enseres. Seguramente, los proveedores depositaban allí sus mercancías, para reducir al mínimo el tiempo en que el acceso exterior permanecía abierto y liberar a la vez de miradas indiscretas todo aquello que ya estaba guardado a buen recaudo. Más tarde, en la intimidad del edificio clausurado, el encargado de tales funciones dirigiría el almacenamiento definitivo en palacio. Unos pasos más al fondo y se encontraron con una cancela de hierro, con barrotes gruesos y fuertes como los de una prisión. Sólidamente aferrada a los muros, a pesar de su aspecto descuidado y teñido de óxido, se mostraba como un firme obstáculo. Después de que el criado hiciera uso de su manojo de llaves hurtadas, ambos dieron un par de pasos hacia atrás, porque la verja se abría hacia el interior dejando apenas espacio en su giro.
Finalmente, llegaron hasta la última puerta, gruesa y de similar aspecto infranqueable. Tenía una tranca cruzada que incrementaba su resistencia; además, contaba con una portezuela a la altura de los ojos. Una mirilla parecida a la que había visto en aquella taberna clandestina que había visitado con su joven escolta. Chiaccherino desplegó un vistazo cauteloso, a través de ella. Dante se dijo para sí que el viejo, con su vista cansada, no parecía el vigía adecuado para vislumbrar algún peligro exterior. Pero no le dio tiempo a intentar cerciorarse por sí mismo, porque el sirviente desatrancó y abrió esta última barrera con rapidez, como si deseara acabar cuanto antes con toda esta dudosa aventura. Después, sacó la cabeza, tímidamente, para completar la observación. Una claridad no excesivamente luminosa deslumbró los ojos del poeta, acomodados a la oscuridad.
—¡Podéis salir! —exclamó Chiaccherino, a quien ahora se veía nervioso y acelerado—. ¡Y que Dios, nuestro Señor, os acompañe y proteja!