Capítulo 52

SE había desplegado un silencio duro, impenetrable, como un abismo que se extendiera frente a dos personas absolutamente desconocidas. Al fondo se oía el crepitar de las antorchas. De una de ellas se desprendió una brasa ardiente que dibujó una estela rojiza antes de estrellarse contra el suelo. Los rasgos del conde de Battifolle se habían iluminado con el resplandor de un nuevo interés, hasta el punto de que sus prisas anteriores parecían ahora una circunstancia sin importancia. El baile de luces y sombras de su fisonomía parecía paralizado en un rictus de expectación.

—¿Qué queréis decir? —interrogó el vicario, sin quitar la vista de encima de su interlocutor en ningún momento—. ¿Adónde queréis ir a parar?

Dante se mordió los labios, mirando hacia el suelo. Todo su ser funcionaba hacia dentro, hacia un punto lúgubre y recóndito en el que se concentraban sus pensamientos.

—¿Qué va a pasar ahora conmigo? —preguntó de repente.

Battifolle trató de impregnar sus palabras con un aroma de tranquilidad, con apariencia de cuestión ya decidida.

—Establecimos un acuerdo —dijo—. Seguro que recordáis sus términos. Vos me habéis prestado vuestros servicios y yo estoy satisfecho con los mismos.

—Pero, en realidad, yo no he desentrañado ningún misterio —apuntó el poeta, en el mismo tono neutro y sin alzar la mirada.

—En mi opinión —comentó Battifolle—, vuestras investigaciones han sido decisivas para acabar con esos asesinos. Sois excesivamente modesto…

—Soy excesivamente necio… —atajó Dante.

El conde enmudeció. Perplejo, aquejado momentáneamente por una nada frecuente ausencia de palabras o argumentos, se limitó a observar a su huésped.

—Soy un necio porque he llegado a creer que mi actuación servía para algo —continuó hablando el poeta, que alzó los ojos para clavar una mirada fija en las pupilas del conde—. Un estúpido porque no he sido capaz de comprender que todos mis pasos han sido inducidos…, más aún, dirigidos, como los de una patética marioneta, por la misma mano negra que ha movido con siniestra habilidad los hilos de Florencia… ¡Cómo os habéis debido de reír de mi ignorancia, messer Guido Simón de Battifolle, vicario y eficaz valedor de las pretensiones del rey de Puglia sobre Florencia!

—No os comprendo —se defendió Battifolle, pero no fue capaz de sostener la mirada inculpatoria del poeta.

—Incluso ahora, si realmente quisierais enfrentaros a mi mirada —prosiguió Dante con fría serenidad—, sin duda podríais disfrutar de ese brillo de impotencia y estupidez que emana de los ojos de quien se siente engañado. Yo podría reconocerlo, ¿sabéis? Porque es la misma mirada que me dedicó aquel miserable en la celda mientras se inclinaba sobre su propia sangre. Dolorido, atemorizado, desesperado y cruelmente engañado.

Incluso ahora, cuando Dante le lanzaba un desafío semejante, el conde eludió mirar hacia el poeta. Dio una lenta media vuelta y movió sus piernas sin ganas ni verdadera dirección; fue hacia la puerta, pero sin intención alguna de traspasarla.

—Sí, messer conde de Battifolle. Engañado —siguió hablando el poeta, ajeno a cualquier maniobra de su interlocutor—. Porque, en todo momento, me dio la impresión de que esperaba salir de allí, confiaba escapar de su desesperada situación —expresó con énfasis—. Y, por supuesto, esperaba hacerlo con la lengua en su sitio natural. Cuando la perdió, junto con la capacidad de expresarse, perdió también su arma; su única arma: la posibilidad de contar lo que sabía; y con ello, toda su vana esperanza y su soberbia. Eso es lo que vi en aquella figura rota y ensangrentada. Y no hacía falta que me contara nada más con esa lengua, porque sin ella me estaba revelando todo lo que hasta ahora no he sido capaz de comprender. Es ridículo, ¿verdad? Encerrado a buen recaudo en las prisiones del vicario del Rey y aún tenía la esperanza de que alguien lo liberara. Y sintió verdadera frustración cuando ese alguien mostró a las claras que no iba a hacerlo.

—Fabuláis… —dijo el conde, sin verdadera firmeza. Se había vuelto hacia Dante; pero antes de eso había cerrado la puerta de la estancia. La conversación volvía a convertirse en un asunto privado y reservado—. ¿Cómo iba a soñar siquiera con escapar?

—Eso mismo pensé yo en un principio —respondió Dante—. Aunque no resulta tan descabellado si contempláis la hipótesis de que su carcelero fuera el mismo que le había estado haciendo llegar mensajes y recursos a su escondite.

—Vuestras acusaciones son muy graves —dijo Battifolle, que dibujo, casi por obligación, una máscara forzada de indignación—. ¿Cómo osáis…?

—Formulaba hipótesis —interrumpió el poeta—. ¿No es eso lo que más apreciabais de mí? ¿Ya no os place que lo haga? O quizá ya no estáis tan dispuesto a respetar ese acuerdo del que hablabais… Aunque sospecho que, probablemente, no lo estabais en ningún caso…

—Y, ¿en qué basáis tales hipótesis? —replicó el anfitrión, casi con desprecio, aunque Dante tenía la vaga impresión de que el conde ya iba rindiéndose a la evidencia.

—Ya os dije que en el cruel asesinato de los despojos del árbol los criminales no se habían ajustado tal y como esperaba a mi obra —expuso Dante—. Cuando os lo comenté, parecisteis sorprendido. ¿Cómo no ibais a estarlo? Pero el ingenuo Dante Alighieri caminaba obcecado en otra dirección; lo suficiente como para no prestar la atención necesaria a los detalles. En aquel momento, a mí también me extrañó e incluso me asustó, no lo niego. Parecía demasiado sobrenatural e inquietante que alguien pudiera conocer retazos de mis pensamientos, bocetos que no había dado a luz en la redacción definitiva. Pero más tarde caí en un detalle que difuminó lo portentoso que parecía el asunto. Eran épocas confusas, de las que enturbian toda la memoria posterior de un hombre: experiencias de un exiliado sin esperanza, aunque eso es algo que nunca podréis comprender —añadió desafiante.

El conde no desvió la mirada de su invitado, pero no dijo nada, quizá confuso, incluso incómodo ante la seguridad que este traslucía.

—Tiempos, además —continuó el poeta—, en los que un espíritu viejo y mortificado acaba jugando a ser joven, refugiándose en el regazo de alguna hembra. Y el amor, messer conde de Battifolle, casi tanto como el vino en los guerreros o la ambición en los caballeros, enturbia la mente de los hombres de letras.

Dante se reconcentró un momento en sí mismo y se concedió un instante de melancólica añoranza, mientras el vicario del Rey lo observaba sin decir palabra.

—Pero dejando a un lado esos detalles que ahora nada importan —continuó hablando con una nueva firmeza—, lo cierto es que también aquello estaba escrito y era fruto de mi puño y letra. Estaba en una edición que no pude retirar y que sólo vio la luz en Lucca… ¿De dónde era el ejemplar de mi obra que me asegurasteis poseer? —requirió con intención; sin esperar contestación alguna, respondió por sí mismo a tal pregunta—. De Lucca, ¿verdad?

El conde de Battifolle dio un par de pasos y después se volvió hacia su huésped, e intentó aún una última salida, una excusa plausible.

—Quizá los asesinos consiguieron otro ejemplar… —apuntó sin demasiada convicción.

—Estoy tan convencido de que no pasaron por Lucca como de que sus inquietudes en Italia no consistían precisamente en adquirir libros —le respondió Dante con firmeza—. Esa obra está en posesión de otra persona; la misma que los ha escondido y mantenido en la ciudad y que cuenta con suficiente poder como para procurar que pasaran desapercibidos mientras estaba interesado en que así fuera.

—Sabéis que Lando y los suyos tienen tanto o más poder que el vicario del Rey… —se defendió el conde débilmente.

—Pero Lando ya debe de estar a muchas millas de Florencia —argumentó el poeta sin inmutarse—. Y ni él ni los suyos tienen a los asesinos en sus mazmorras; además, ellos no han ordenado cortar la lengua del único que podía aclarar todo lo acontecido.

El conde no volvió a intentarlo. Adoptó un aire taciturno y se acarició la barba con la mano derecha. Parecía distraído; recorrió con la mirada las juntas de las baldosas del suelo.

—¿Por qué no lo reconocéis ya? —preguntó Dante, sin estridencias—. Me trajisteis para investigar unos hechos…, o al menos eso me hicisteis creer. Dadme al menos la satisfacción de disfrutar del éxito de mis pesquisas —completó con amarga ironía.

Battifolle dejó caer su brazo derecho en un gesto que parecía simbolizar claudicación o derrota. Después, irguió su mole en su envoltura militar e inició con parsimonia uno de sus paseos.

—Os expliqué con claridad lo delicada que era la situación cuando llegasteis a Florencia —empezó a hablar, con la calma medida con que seleccionaba sus palabras—. Pero los florentinos siempre andan envueltos como tortugas al sol en su caparazón de honor y en sus orgullosas apariencias… ¿Cómo pretendéis sanar a un enfermo si no queréis saber cuál es la enfermedad, si lo vestís de tules y lo perfumáis de rosas para que parezca sano? Siendo hipócritas sobrevivís, pero si queréis vivir de verdad tenéis que afrontar las soluciones —afirmó encarando desafiante al poeta. Después, reanudó sus movimientos mientras seguía con su explicación—. Lo importante son los fines, Dante Alighieri, os lo dije también la primera vez que conversamos. Y para alcanzar esos fines, son precisos unos medios que, frecuentemente, no están en manos de un vicario real en una ciudad como esta. Menos aún si también cae en la tentación de revestirse de orgullo y honor en cada movimiento. Hay que actuar, a veces en la sombra, y utilizar medios que nunca confesaríais ante una asamblea de dignos ciudadanos. Pero os recuerdo que messer Roberto, rey de Puglia, me envió a vuestra ciudad para cumplir unos objetivos y eso es lo que he procurado conseguir…

—¿Justificáis que todo es válido con tal de cumplir esos objetivos? —interrumpió el poeta, cargado de incredulidad en su voz.

—Yo soy un hombre de Estado —argumentó Battifolle con serenidad—. Para hacer el bien desinteresadamente disponéis de otro tipo de hombres. Yo me debo a unos fines e intereses superiores, como un soldado se debe exclusivamente a su patria. ¿O vos no habéis sido soldado? Por lo demás, tengo que actuar sobre seres de carne y hueso, no sobre fantasías literarias como vos. Sé que hay cosas que aunque los hombres no vean son observadas por Dios, que todo lo ve. Espero que en su momento, nuestro Señor, en su infinita sabiduría y bondad sepa comprenderlo y me perdone…

Dante aumentó su perplejidad. Guido Simón de Battifolle, según propia confesión, había decidido luchar contra la hipocresía a base de cinismo y brutalidad solapada.

—Habéis hecho matar a inocentes… —exclamó el poeta con indignación.

—Sacrificios… ¿Cuántas vidas diríais vos que vale la estabilidad de vuestra patria? —preguntó el conde sin moverse ni un ápice de su cínica postura—. ¿Y cuántos inocentes no sufren a diario por la desastrosa situación de Florencia? ¿No sois lo suficientemente inocente vos como para sufrir tan injusto exilio?

Dante no supo qué decir. El vicario de Roberto manejaba y mezclaba sus argumentos con espuria habilidad. Establecía falsos silogismos en los que parecía que negar uno de los extremos suponía la renuncia implícita a los otros. Pero reconocer la validez parcial conllevaba el riesgo de asumir una falaz justificación de sus procedimientos; máxime cuando el poeta veía claramente que su propia vida tampoco tendría el menor valor para Battifolle, llegada la ocasión, si con ello se justificaban y favorecían sus objetivos.

—¿Por qué elegirme a mí y a mi obra? —dijo entonces Dante con desazón, descendiendo a la raíz misma de sus tribulaciones.

Battifolle reordenó sus pensamientos. Ahora que, en la práctica, había reconocido estar detrás de aquellos terribles sucesos parecía meditar sus argumentos, calcular el efecto de sus palabras, antes de acometer cualquier explicación exhaustiva sobre la demanda planteada por el poeta.

—No fue así desde el principio, creedme —comenzó el conde—. Ni tampoco existió plan premeditado alguno destinado a perjudicaros a vos o a vuestra imagen…

—Sólo soy un medio más en el tortuoso camino de vuestro fines… —interrumpió el poeta con acidez.

Battifolle, mostrando una tímida sonrisa, hizo caso omiso de tal comentario.

—A mi llegada a Florencia —prosiguió el conde—, y siento volver a ser repetitivo con algo de lo que ya hemos hablado, me encontré una ciudad profundamente dividida. Unos mostraban su intención de mantenerse leales a la señoría concedida a messer Roberto durante cinco años, mientras que otros despreciaban a las claras o solapadamente dicho acuerdo. Incluso, volvían sus ojos hacia otro protector extranjero…

—¿Me concederíais la merced de ser más breve? —interrumpió de nuevo Dante con moderada irritación, nada dispuesto, en este momento y situación, a recorrer con el conde el camino de sus largas perífrasis—. Como vos bien reconocéis, no es momento de ser repetitivos.

—No temáis —concedió el vicario sin excitarse—, seré tan claro y conciso como sea posible. Si os recordaba las profundas divisiones entre los florentinos de intramuros era para aclararos que existe cierta correspondencia, no total, por supuesto, ya que hay de todo en los dos bandos, entre los partidarios del Rey y los «populares», y entre los que ofenden a nuestro soberano y los «grandes». Como quiera que estos últimos han ejercido el poder apoyados en la tiranía del aborrecible Lando, la idea era muy sencilla: soliviantar y movilizar lo máximo posible a las otras filas para que ejercieran una presión notable sobre los priores y que estos se vieran forzados a hacer respetar el acuerdo con Puglia.

—Y para eso asesinasteis al «popular» Doffo Carnesecchi —resumió Dante.

—El desventurado Doffo era un próspero maestro curtidor y uno de los más declarados partidarios de mantener la señoría concedida, en buena hora, a messer Roberto —reveló el conde—. Y además, un destacado miembro del Arte de Curtidores y Zapateros. Sabéis que la suya es una actividad bastante despreciada y poco valorada por considerarse sucia y molesta; pero os aseguro que sus corporaciones se encuentran entre las más ricas y poderosas en toda Italia.

—Poca recompensa obtuvo por su fidelidad a Puglia —ironizó Dante.

—Creedme si os digo que con su muerte podía hacer mejor servicio a la causa que defendía —replicó el conde sin emoción visible.

—¿Y por qué matarle de esa forma? —preguntó el poeta con extrañeza—. ¿Por qué os acordasteis de mí en tan maldita ocasión?

—Ya os lo dije, fue algo fortuito —se explicó el conde, abriendo los brazos en un expresivo aspaviento. Parecía haberse lanzado a una confesión abierta y disfrutar morbosamente explicando sus crímenes a su interlocutor—. En el caso de Doffo, no hubo ningún plan o proyecto que fuera más allá de su simple muerte. Fueron la naturaleza, con su lluvia insistente y continua que convirtió el suelo en un cenagal, y el azar, que llevó a ese grupo de perros hasta allí para disputarse los despojos, los que establecieron las coincidencias. Luego, alguien sugirió cuánto se parecía aquello a uno de los pasajes de vuestra obra y yo, que siempre he admirado vuestro trabajo, recordé que disponía de un ejemplar. Aunque, desgraciadamente, adquirido en Lucca —añadió el conde.

Dante no pudo reprimir un mohín de disgusto. Las maneras del conde de Battifolle le resultaban impertinentemente triunfantes y sarcásticas, aun cuando su plan hubiera sido descubierto. Poco parecía importarle. El vicario de Roberto había resultado victorioso, al fin tenía en sus manos el destino de Florencia. De eso no cabía la menor duda, y le hacía disfrutar de aquel momento sin pensar siquiera en apearse de su condición.

—Entonces fue cuando surgió la idea —continuó hablando, mientras sus ojos se iluminaban de orgullo.

Sus planes le causaban satisfacción, independientemente de que hubieran desencadenado una demencial orgía de sangre y horror.

—¿Por qué? —replicó el poeta, al que la voz que se le atragantaba en el nudo amargo atascado en su garganta—. ¿Qué necesidad teníais?

—Porque los planes iniciales no salieron tan bien como hubiéramos deseado —se justificó Battifolle con vehemencia, como si estuviera hablando con un comprensivo aliado en lugar de hacerlo con la persona a la que más daño moral había causado con sus acciones—. Creció la tensión, pero la situación varió muy poco. Los que eran fieles al Rey lo continuaron siendo y los que ya renegaban de su protección también siguieron haciéndolo; sin embargo, el Gobierno florentino no tuvo excesivos problemas para continuar usurpando el poder. De modo que hubo que seguir adelante y fomentar la creencia de que los exiliados blancos y gibelinos tenían suficiente poder y arrojo como para actuar de manera tan cruel en la ciudad, ya fuera por medio de hombres o demonios. Parecía una buena forma de encrespar los ánimos y conseguir los objetivos propuestos. Y, a la larga —completó el conde con gesto de autosatisfacción—, creo que así ha sido.

—De modo que seguisteis cometiendo crímenes en mi nombre —comentó Dante con amargura.

—Desde algún punto de vista, podríais decirlo así —afirmó meditabundo el conde—. Aunque el hecho de utilizar vuestra obra como inspiración no necesariamente os involucra en persona.

—Quizá deberíais haber convencido de eso a quienes hablaban de «crímenes dantescos» —replicó el poeta.

—No deberíais preocuparos tanto por esa cuestión —afirmó Battifolle quitándole importancia—. Los que tal dicen ni siquiera conocen vuestra obra y lo mismo que se les ha empujado a decirlo, mañana pueden ser convencidos de lo contrario.

Dante no dejaba de admirarse de la insultante seguridad que transpiraba el astuto vicario en sus manifiestas capacidades para manipular opiniones y pensamientos ajenos.

—Planeasteis, pues, adaptar los siguientes asesinatos a palabras que yo había imaginado con fines muy diferentes —afirmó el poeta.

—Tras la experiencia de Doffo, se tomó la decisión de actuar sobre el bando contrario —corroboró—. Nada mejor que hacerlo, simultáneamente, sobre dos familias no precisamente bien avenidas de la misma consorteria. Y os aseguro que, cuando hablabais de inocentes, deberíais pensarlo dos veces antes de poner esa etiqueta a semejantes individuos. Con Baldasarre y Bertoldo se pusieron en práctica estos nuevos planes. Claro que hubo que estudiar bien vuestra obra y crear algún ingenio mortífero para hacerlo más creíble —añadió con una sonrisa ominosa—. No podían caber dudas, así que se empezaron a utilizar notas escritas que recordaban el pasaje de vuestra obra en que se inspiraba todo.

—Una nota que no existía en el primer caso… —murmuró Dante.

—No podía existir —precisó el conde—. Hubo que añadirla posteriormente a las actas.

—Por eso la posición y la letra con que estaba transcrita eran diferentes… —comentó el poeta, como si hablara consigo mismo.

Dante concluyó, también para sí, que por eso para la mayoría, entre ellos el bien informado Chiaccherino, simplemente no existía.

—El primer notario tuvo que abandonar Florencia —explicó Battifolle—, pero pocas personas son tan perspicaces como vos para percatarse de tales detalles.

—De poco sirvió que me percatara —replicó Dante, molesto con lo que parecía un elogio—. Procurasteis que me fuera imposible hablar con cualquiera de los dos notarios y…

Las protestas de Dante se frenaron en seco por una inesperada interrupción. Una llamada a la puerta, aunque esta no se abrió inmediatamente; sólo lo hizo cuando el conde dio su conformidad.