DURANTE aquella noche una ira amarga sacudió el cuerpo de Dante. Apenas pudo pegar ojo, consumido en la impotencia, la indignada perplejidad. Suponía, con el escalofrío íntimo que siempre le movía frente al sufrimiento humano, que la noche de aquellos desgraciados expulsados del rebaño de Dios estaba siendo infinitamente peor. Imaginó ese miedo clavado en las pupilas que precede al suplicio cuando el torturado ve aproximarse al verdugo con sus horribles instrumentos de dolor y derrama sus lágrimas, condenadas a diluirse en su sangre. Esos segundos de angustia en los que el reo sueña con que el tiempo se detiene y es, mágicamente, capaz de esfumarse de allí; o en los que ruega y vocifera tratando de convencer a los otros a su causa o ganar su compasión. Aunque, en este caso, ni siquiera podía ser así. Una tortura estéril y baldía a personas que nada podían decir porque no tenían lengua con qué hacerlo. Pura crueldad, la maldad vestida de justicia, un ingrediente corrupto y superfluo en un proceso judicial inútil. Y eso soliviantaba especialmente al poeta. Había estado cerca, muy cerca de desentrañar por completo el misterio que azotaba Florencia. Y, justo entonces, la estúpida soberbia triunfalista de su anfitrión le había privado de tal resultado. Quizá si hubiera podido conversar con Battifolle aquella misma noche, la cólera le hubiera llevado a traspasar los límites de la cortesía y del respeto debido. Quizás era de la misma opinión y por eso dejó que el poeta se consumiera como una olla al fuego, mientras daba vueltas por su habitación.
Sólo a la mañana siguiente, cuando las horas y el cansancio habían aplacado un tanto su temperamento, aunque no hubieran disminuido en absoluto sus dudas, el vicario de Roberto accedió a recibirle. La estancia en la que lo hizo estaba oscura, apenas coloreada por un par de antorchas chispeantes ancladas en el muro. El día no era en exceso luminoso y ni siquiera se le había concedido la oportunidad al tímido sol de penetrar en la sala, pues los postigos estaban cerrados, lo cual parecía alimentar el misterio. Tal vez, pensó el poeta, Battifolle había pasado allí la velada y la claridad del alba se le había ido sin darse cuenta, como le sucede a quien duerme cubierto con un antifaz. Al contemplarle, el conde de Battifolle le pareció más imponente y marcial. Su mole, más erguida y esbelta, ya no recordaba tanto la acomodaticia silueta de un cortesano. Transpiraba suficiencia, satisfacción, la tranquila soberbia del político seguro de su posición. Distinto, menos comprensivo y cercano que en anteriores encuentros, el máximo representante del monarca napolitano en Florencia era otro. De su aparente impaciencia, Dante dedujo que su presencia era innecesaria y hasta molesta. Su porte distante reducía la ira de Dante a una impotente indignación. El vicario de Roberto era el reflejo de un hombre poderoso que disfrutaba al máximo de su triunfo. Era el hombre que había conseguido mantener entre sus manos las riendas de Florencia.
—Sed breve, por favor —le espetó solemne e indiferente, en una inequívoca declaración de intenciones.
—¿Breve? —dejó escapar el poeta con violencia—. ¿Ya os resulta molesta mi presencia?
—No he dicho tal cosa —se defendió el conde, aunque en absoluto adulteraba su poderosa figura con trazos de modestia—. Lo que ocurre es que ahora que parecen prestos a llegar a Florencia días de tranquilidad son muchas las ocupaciones de un vicario para que la concordia se convierta en una realidad. Vos también deberíais de estar satisfecho.
Dante miró hacia el extremo del despacho. Nadie se había molestado en cerrar la puerta de la estancia, lo que acentuaba lo efímera que se presumía la entrevista y la poca importancia que se concedía a la misma.
—Satisfecho… —repitió Dante, tratando de moderar su rabia para expresar con coherencia sus objeciones—. Lo estaría si hubiera podido llegar al fondo con mis investigaciones.
—¿Qué más podríais hacer? —preguntó enfáticamente Battifolle, mientras abría ambos brazos, lo que le proporcionaba una imagen de colosal ave de presa—. Los asesinos han sido apresados y se ha puesto fin a la pesadilla. De eso se trataba.
—Ni siquiera me habéis dejado proseguir interrogando a ese miserable —protestó el poeta, desolado porque se confirmaban sus sospechas; resueltos sus problemas inmediatos, el vicario de Florencia no tenía ningún interés en buscarse nuevas complicaciones—. ¡Le habéis hecho cortar la lengua impidiendo que contara algo más!
—¿Tanto importa eso? —replicó el conde con visible fastidio—. Son los asesinos. Creo que vos mismo habéis sido testigo de su confesión. Merecen cualquier castigo que les podamos imponer. Y, por supuesto, la muerte.
—¿Ni siquiera vais a juzgarlos? —exclamó Dante con sorpresa.
—¿Juzgarlos? ¿Para qué? —contestó con una expresión dura como el granito—. Reconocen sus crímenes. Incluso se vanaglorian de ellos ¿Deseáis un espectáculo público en el que ese demente lance a los cuatro vientos sus consignas de rebelión y sus delirios de hereje? Florencia no puede estar constantemente haciendo equilibrios en el filo de la cuchilla. Por lo que a mí respecta, esos bastardos están suficientemente juzgados y condenados.
—Pero ¿acaso no queréis saber quién está detrás de todo esto? —preguntó el poeta, cada vez más perplejo y desesperado.
—¿Qué más os da? —replicó el conde con impaciencia, sin variar un ápice su postura—. Cuando el cieno está tranquilo y reposado no hay nada peor que removerlo. Además —añadió con desdén—, lo más probable es que sólo se trate de suposiciones vuestras. ¿Os ha reconocido ese beguino algo en tal sentido?
—¡No lo ha hecho! —respondió Dante, gesticulando de modo apasionado—. Pero es tan evidente, que no resulta necesario que lo haga. Alguien los mantiene, envía sus mensajeros y les proporciona instrucciones sobre cómo perpetrar sus crímenes. Siguen el guión de un libro que probablemente ni conocen y del que manejan una versión errónea que no podrían haber conseguido sino en Lucca. ¡Virgen Santísima! ¿Cómo es posible que no os deis cuenta?
Battifolle se mantuvo en silencio. Le dejó hablar, hervirse en el fuego lento de sus divagaciones.
—Me cuesta creerlo —continuó Dante—. Es algo impropio de vos. ¿Cómo sois tan ciego como para no ver lo que se esconde…?
Dante se cortó en seco. Se sintió inundado por un repentino estremecimiento, como un despertar húmedo y frío en plena madrugada invernal. Horas y horas de meditaciones, recapacitando tenazmente sobre aspectos e hipótesis que se resbalaban como pedazos de jabón, piezas inconexas y extraviadas colocadas de manera equivocada en el puzle de la conciencia. Y ahora, de repente, sobre la marcha, como una bofetada cálida que dejaba el poso amargo de los descubrimientos que uno debería haber sido capaz de realizar mucho antes, el poeta creía comprender y vislumbrar la verdad.
—O, en realidad… —volvió a hablar Dante, aunque con un tímido hilo de voz—, no lo sois en absoluto…, ¿verdad?