Capítulo 50

TIEMPO después, cuando Dante evocara con aprensión y estremecimiento todos estos acontecimientos, recordaría las escenas como si de unos de los frescos de su amigo Giotto se tratara. Una de esas capillas decoradas en Asís, Roma, Padua o Florencia. Escenas repletas de emoción y dramatismo, pedazos de vida cristalizados bajo la superficie del fresco, donde todo estaba ordenado y cada personaje cumplía su función impuesta por la mano del genio, en la que él mismo fuera uno de los personajes centrales. Una sucesión de momentos, a la luz temblorosa de las antorchas, encadenados como celdas, cuya unión recreaba una historia espeluznante.

Su conversación con el beguino había terminado bruscamente cuando habían irrumpido una serie de ruidos y voces en aquella ominosa sala. A su espalda, una luz grande creció con rapidez engullendo su propia luz. Antes de volver la vista le dedicó una última mirada al rostro. Estuvo seguro de ver en él un asomo de sonrisa satisfecha. Habían llegado varios soldados y, al frente de ellos, Dante distinguió el rostro barbudo y acuchillado del sargento. Con una brusquedad que no alcanzaba a ser irrespetuosa, dos de esos esbirros apartaron a Dante. Otro de ellos, cargado con una serie de llaves herrumbrosas, se afanaba en abrir la puerta de aquella celda. Dante notó clavada en sí la mirada irónica del sargento y no fue capaz de decir nada. Apenas abierta la jaula, dos soldados entraron con celeridad y se dirigieron directamente hacia el beguino, que no parecía demasiado asombrado o asustado. Pero su rostro cambió diametralmente cuando vio que a los dos primeros —que se lanzaron hacia él para inmovilizarle— los siguieron otros dos guardianes.

Uno de ellos llevaba entre sus manos un instrumento de metal, algo que se asemejaba vagamente a una ratonera. El prisionero se revolvió, intentó decir algo o protestar, pero antes de que pudiera hacerlo se encontró con aquel extraño objeto metálico incrustado en la boca. Resultaba ser una especie de cepo que, mediante su manipulación, mantenía desmesuradamente abierta la boca, las mandíbulas brutalmente separadas. Por dentro, un gancho con forma de anzuelo, manejado desde el exterior, acertó a enganchar la lengua del reo cerca de su parte central. Después, el manipulador del siniestro artefacto hizo girar el garfio y, a cada vuelta, la lengua atrapada iba siendo extraída hacia el exterior. El reo luchaba inútilmente por cerrar la boca, sus encías se desgarraban en el intento. Permanecía con los ojos desmesuradamente abiertos y de ellos emanaban lágrimas de dolor. En un momento dado, la lengua estirada alcanzó una longitud inusitada provocando las risas de los esbirros. Fueron unos segundos eternos en los que nadie parecía dispuesto a poner fin a tan salvaje diversión. Finalmente, fue el maduro sargento el que intervino.

—¡Corta ya! —gritó imperioso, pero sin enfadarse, como si sus hombres solamente estuvieran haciendo una travesura.

Entonces, uno de los soldados del interior lució una daga afilada y brillante. De un solo tajo, seccionó la lengua que, como un colgajo de trapo, se quedó pendiente del gancho. Aunque parecía imposible, los ojos del beguino aún se dilataron más. Un grito grave, casi como un rugido, salió de su garganta en el momento mismo en que la sangre empezó a correr entre sus dientes y deslizarse por su barbilla. Después, extrajeron el instrumento y las mandíbulas se cerraron guardando un muñón sanguinolento. La lengua desprendida fue a caer al suelo y uno de los soldados la reventó con fuerza con su bota, como si aplastara un ratón o una cucaracha. Cuando le soltaron cayó al suelo de rodillas y ahora sí que parecía un hombre definitivamente derrotado.

—Ya estás tan mudo como tus amigos, cabronazo —completó el sargento.

Sus hombres volvieron a quebrar la atmósfera cargada con una carcajada.

—¿Qué habéis hecho? —dijo Dante, recuperando de nuevo la voz, tan impactado como indignado—. ¿Por qué habéis hecho eso?

—Ordenes —se limitó a responder el sargento, sin abandonar su sonrisa—. Aunque, si queréis, podemos ir a preguntarle al conde —afirmó, parafraseando irónicamente la artimaña de Dante para acceder a la prisión. Después, sin concederle tiempo de reacción o protesta, le dirigió una irrechazable invitación a salir de allí—. Ahora, debéis abandonar los calabozos.

Cuando lo hizo, dejando a su espalda tantas cuestiones sin responder, lanzó una ojeada postrera a aquella celda. El falso beguino, aquel flamenco sanguinario, violento secuaz del diabólico fray Dolcino, era un guiñapo postrado sobre el suelo manchado con su propia sangre que le miraba implorante. Dante dio media vuelta, con el mismo dolor y asco con que en su obra había abandonado a muchas almas condenadas, con la determinación de ascender desde aquellos infiernos, murmurando de manera apenas audible: «Que Dios te perdone…».