Capítulo 49

EL prisionero había demorado teatralmente este último nombre con un firme propósito. Sonrió, con malicioso placer, porque la palidez instantánea de su interlocutor denotaba que tal propósito alcanzaba su objetivo. Dante sintió un profundo escalofrío. Era miedo lo que atenazaba sus músculos. La luz de su tea reflejaba desagradables rasgos demoniacos en aquel hombre que le observaba con maldad desde detrás de las rejas, e inconscientemente dio un paso hacia atrás. Los murmullos y lamentos de aquellos desgraciados, hacinados en sus jaulas, le parecieron de repente gruñidos maléficos. Aquel era un hombre peligroso, mucho más de lo sospechado. Sobre Dolcino y sus adeptos todo lo que se sabía hacía estremecer a cualquiera. Había sido falsamente calificado como fraile, pues, en verdad, nunca había formado parte de ninguna orden. Este hijo bastardo de un sacerdote de Novara estaba dotado de una inteligencia innata y notables dotes oratorias como para fascinar, sobre todo, a las gentes más sencillas. Lo suficiente para convertirse en el líder de la secta de los Hermanos Apóstoles cuando su fundador, Gerardo Segarelli, había sucumbido en la hoguera. Esa verborrea incendiaria le había servido para hacerse con el apoyo de unos miles de fanáticos seguidores. Entre ellos se encontraba Margherita, una dama bellísima y de noble familia que había dejado atrás Trento y todo lo que allí el futuro le prometía para acompañar al hereje hasta el momento mismo de su muerte.

En sus firmes propósitos de acabar con la jerarquía eclesiástica y retornar la Iglesia a sus orígenes de humildad y pobreza, Dolcino no dudaba en enfrentarse abiertamente a todos, por muy mendicantes, franciscanos o dominicos que fueran. Pero, además, el falso fraile era un auténtico revolucionario que predicaba la liberación humana de los poderes constituidos, así como la organización de una sociedad más igualitaria, basada en la comunión de bienes y la paridad de derechos entre hombres y mujeres. Planteamientos tan peligrosos que no podía sino ser derrotado y aniquilado por completo.

—Cuando reunimos con él era en Valsesia, y más de tres mil fieles, parecía haber buen fin. Hasta apoyos políticos que daban armas y víveres —continuó deleitándose el beguino—. Parecía hombre santo, es verdad, con apoyo de pueblo. Además, nadie en lo que haces entra. Nada es pecado, todos somos santos verdaderos y la corrupta Iglesia persigue, así que justo es que defendamos y la violencia. Nos convenció de un papa de verdad santo al llegar pronto y algo de cuatro eras, que última ya estaba aquí. Unos hasta dicen que ese papa es Dolcino. Yo no creo, no mucho —aclaró con una risotada grosera—, todo menos santo o papa, con la fulana esa, Margherita, sin separar nunca. Lo mejor, para esa nueva era hay que acabar con toda Iglesia, eliminar papas, curas, frailes…, y eso dedicamos.

Dolcino, como muchos franciscanos de la controvertida rama de los espirituales, había tomado para sí las tesis de Joaquín de Fiore, que Dante conocía bien. Pero Dolcino había pervertido y retorcido esas ideas hasta componer un cuerpo doctrinal favorable a sus intereses. En su esquema de cuatro edades, las dos primeras, pertenecientes al Antiguo Testamento y a la llegada de Cristo, ya se habían consumido. En la tercera, la Iglesia había aceptado adornarse con riquezas terrenales y caer en la absoluta corrupción. Su fin tenía que llegar por la actuación de los nuevos «apóstoles» y se hacía imprescindible exterminar de muerte cruel tanto al Papa como a clérigos, monjes, frailes, mendicantes o ermitaños. La cuarta y nueva era, caracterizada por la paz universal, recibiría a un pontífice verdaderamente santo, el papa angélico de que había hablado Joaquín de Fiore. Ese era un puesto al que no le hacía ascos el propio Dolcino. Entre tanto, a causa de la persecución de la falsa Iglesia, era necesario vivir en la clandestinidad y, en guerra abierta, dedicarse a consumar todos esos males.

—Cuando aprieta Inquisición —prosiguió hablando—, apóstoles buscamos el propio «monte Sion», que dice Dolcino, fuerte de esperanza, en montaña entre Novara y Vercelli. En la Pared Calva, sitio salvaje, con mucha vegetación y difícil llegar. Allí no sube nadie si no dejas. Fácil defensa con poca gente. Llegamos terminando verano. No pueden con nosotros, nos sentimos más fuertes. Resistimos ataques de perros mercenarios que manda cabrón de obispo Avogadro. Hacen buena cruzada para nosotros, sí… Pusieron asedio en espera de invierno. No pueden con armas, creen que pueden con frío o hambre. Bajamos al valle, entonces, cuando esquivamos y en saqueo de todo en el paso. Nos llevamos toda cosa para comer en las ciudades, y quien resiste, muere así, sin más —relató con un brillo nostálgico en las pupilas—. Más fuerte asedio luego, amenazas, castigos a los que ayudan, ya hace imposible salir de campamento. Un invierno terrible, más frío cada vez, no baja el frío. Hielan aguas de arroyos, vías a valle imposibles por nieve o hielo. Los débiles, enfermos y mueren. No queda nada de comer, ni carne de perro o caballo ni topos o animal cualquiera vivo en Pared Calva. Chupamos pieles y huesos para sustancia dentro, cavamos bajo nieve para ver raíces, hierbas, hojas, lo que haya… Acabamos de comer carne de muertos —añadió con sonrisa diabólica.

—Pero cuando Dolcino ordenó levantar ese campamento no hubo supervivientes entre quienes le siguieron… —puntualizó Dante.

—No todos seguimos a suicidio final, en viaje de loco con montañas enormes heladas —contestó el beguino, anclado en su sonrisa desdeñosa—. Dolcino perdía apoyo y suerte. Nosotros seguimos objetivos, no ser mártires de una persona. Aunque sea papa santo… —completó con escepticismo divertido.

—¿No partisteis entonces con él? —inquirió Dante con extrañeza.

—Partimos, pero no para llegar con él —respondió, con cierto aire de satisfacción—. Quedar en tumba de Pared Calva también es suicidio. Sólo quedan moribundos, los demás salimos en silencio, en noche de primavera. Dolcino dice ir a Vercelli o Biella, aun con recorrido de imposibles caminos. Con ayudas de pastores que conocen maldito terreno, esquivamos cerco, entre montañas duras como hielo. En Flandes no hay putas montañas así —puntualizó con cierta añoranza, para volver a endurecer inmediatamente el semblante—. Las gentes en el paso, ¡maldicen en nuestras espaldas! Hace poco admiran de nuestro valor y besan el culo a Dolcino. La caridad hecha odio —comentó con asco—. Pasamos por pueblos muy pobres, Dolcino sabe imposible vivir en esos. El obispo también, y como busca Dolcino, no vigila ni nada. Así escapamos nosotros —concluyó el beguino, sonriendo con evidente autocomplacencia.

Por eso a Dolcino sólo le habían quedado unos cientos de fieles cuando decidió dar por concluida su huida. Cuando partió de su refugio de la Pared Calva, en marzo de 1306, las opciones de fuga eran tan limitadas que se embarcó en una épica travesía, a través de montañas cuajadas de hielo y nieve. Las esperanzas del hereje se habían depositado en Vercelli, donde había una importante tradición cátara, pero las cosas allí habían cambiado; había una nueva política como consecuencia del cambio de obispo. A pesar de todo, los últimos adeptos de la secta lucharon con todo su esfuerzo contra una naturaleza tan hostil para compartir el triste final que esperaba a su líder. Después de enfilar los montes al norte de Trivero pudieron alcanzar los montes Tirio, Civetta y Zebello, rebautizado desde entonces como Rubello. Aquí es donde los dolcinianos fortificaron su última resistencia, golpeando la región con saqueos y devastaciones, delitos de todo género, como hombres desesperados, carentes de futuro. Hasta que un nuevo invierno, aún más duro que el anterior, construyó el escenario de la derrota definitiva.

—Sus ideas ya no os parecían tan atinadas como para acabar en la hoguera como él… —repuso Dante con un desprecio sarcástico.

—En hoguera todos acabamos. Es precio de desafío al poder —replicó el francés con cinismo—. Pero no hay prisa…

Zanjar el suplicio del falso fraile con un conciso «acabar en la hoguera» era resumir piadosamente un martirio difícil de describir. El desafío de Dolcino había sido demasiado fuerte como para que la Inquisición no decidiera aplicar un castigo ejemplar. Tras su derrota definitiva, en marzo de 1307, Dolcino fue conducido, junto con la bella Margherita y su lugarteniente Longino de Bergamo, a Biella, donde tuvo cumplimiento la terrible sentencia. Primero fue obligado a observar con mirada de impotencia cómo su amada era atada a una columna y quemada viva. Después de aquel tormento espiritual vendría el físico. Encadenado de pies y manos en lo alto de un carro descubierto, el hereje, rodeado de verdugos, recorrió las vías de la ciudad en un horrendo vía crucis, cuyo destino final era la hoguera, ante una multitud de hombres y mujeres. Los matarifes, provistos de afiladas tenazas que se ponían al rojo vivo al introducirlas en un caldero repleto de brasas ardientes, iban arrancando, con precisión quirúrgica, trozos de carne del condenado. Múltiples heridas que se cauterizaban parcialmente por el calor de los hierros; un dolor incalculable por la amputación de dedos, orejas, nariz o cualquier otra parte del cuerpo susceptible de ser cercenada. Cuando aquel amasijo sanguinolento, descarnada silueta de un hombre, llegó a la pira, había perdido todo su porte altivo y temible, su aureola de «demonio pestífero, hijo de Belial», como lo había calificado el Pontífice. Probablemente, también había perdido la vida. Sus cenizas dispersadas al viento fueron el último recuerdo físico de quien ya se había convertido en leyenda.

Los admiradores populares del visionario habían defendido que Dolcino no había mostrado señal alguna de queja durante el martirio. Si acaso, concedían un suspiro profundo, algo parecido a un mugido, en el momento mismo en que las tenazas de sus verdugos mordieron en su miembro viril, justo antes de ser pasto de las llamas. Incluso le atribuían un discurso orgulloso, probablemente falso, dicho cuando, al borde de la muerte, fue invitado a arrepentirse y con un hilo de voz murmuró que resucitaría en tres días. Un blasfemo paralelismo con la sagrada resignación del Hijo de Dios.

—¿Por qué no tienen lengua? —preguntó Dante, indicando con la cabeza hacia el fondo de la celda, allí donde se agazapaban entre claroscuros los otros dos reos.

La sonrisa desafiante del hombre se hizo más amplia y de nuevo se adornó con ese gesto de autocomplacencia criminal que repugnaba al poeta.

—Métodos aprendidos en Dolcino —contestó—. Sus mensajeros cortaban lengua por no decir nada si hay captura.

—Pero tú sí que la conservas, ¿verdad? —afirmó el poeta con desprecio.

—Alguien debe hablar para ellos —respondió el hombre sin abandonar su cinismo.

—De modo que tú eres su líder. Entonces, tú debiste decidir el destino del grupo. Te lo vuelvo a preguntar, ¿por qué vinisteis a Florencia? Y, ¿por qué estos crímenes? ¿Para qué imitar una obra literaria? —preguntó el poeta, sin hacer mención del autor de dicha obra.

El preso desvió por un momento la mirada, evasivo, como si no tuviera respuesta pensada ante tal requerimiento ni intención alguna de buscarla.

—Había que correr ya algo de sangre —respondió sonriente, como si hubiera encontrado una razón válida entre sus pensamientos—. En tu ciudad verás cosas de temblar. Los ciompi, esos sucios, miserables muertos de hambre, descalzos en trabajo por no tener ni sandalias. Odian todo. Odian gremios que esclavizan, odian asquerosos honorables de Florencia, odian putos curas y frailes pidiendo resignar… Cuando encuentren líder bueno os destripan… a todos —añadió con pasión y un brillo de inquietante placer en la mirada.

—Eso no tiene nada que ver con la cuestión —respondió Dante, rápido y contundente—. Hablo de sangre inocente y de un diabólico plan premeditado.

El otro calló. Un silencio denso que contrastaba con su locuacidad anterior.

—Lo que ocurre —continuó Dante, provocador— es que eres un mentiroso. Un asesino repugnante y mentiroso con aires de grandeza para los que no estás en absoluto preparado. Tú no eres ningún líder, ni tienes objetivos ni diriges a nadie —escupió el poeta con tanto desdén como fue capaz de expresar—. No eres como le Roi… Ni siquiera como ese equivocado Dolcino, aunque te guste tanto la sangre como a él. No eres más que un esbirro miserable que sigue instrucciones ajenas y responde a las órdenes de un criminal oculto…

Dante se había ido encendiendo con sus imprecaciones, tomando el valor de su indignación. Sin apenas darse cuenta, se había adelantado un par de pasos, como si ahora considerara más seguros aquellos roñosos barrotes. A pesar de estar más cercano, su interlocutor, que le miraba fijamente con una expresión neutra en la mirada, parecía empequeñecido, impotente. Se le veía al borde de su propio abismo y no quiso perder la ocasión de darle el empujón definitivo.

—Por dos veces me has confundido con alguien que traía noticias para vosotros; alguien que no forma parte de vuestra maligna confraternidad —prosiguió Dante con pasión—. Pensabas, incluso, en alguien que venía a sacarte de aquí, pobre loco… Aunque sólo sea por una mínima esperanza de salvación de tu alma condenada, ¿quién está detrás de todo esto? ¿Quién os encubre? ¿Quién os alienta?

El beguino no pareció inmutarse demasiado, aunque tampoco recuperó la insolencia derrochada durante la primera parte de la conversación.

—Mejor por vos y todos, meter en propios asuntos. Ya provocaste bastante turbación… —dijo, pues ignoraba hasta qué punto aquellos asuntos le interesaban; sus palabras sonaron a advertencia, lo que sublevó aún más a Dante.

—¡Maldito seas! —replicó el poeta con violencia—. Eres tan cobarde y miserable que aún piensas que tu misterioso protector va a venir aquí a rescatarte para que prosigas con tus fechorías. Estás tan loco que ni siquiera quieres admitir que este es el fin. Piensas que si no te arrancan la confesión a golpes de látigo o con hierros candentes, podrás participar en otra fracasada rebelión. Para cuando te des cuenta de tu error y quieras gritar a los cuatro vientos su nombre, lo único que se oirá serán tus aullidos desde el interior de la hoguera.

El beguino no reaccionó. Sus ojos grises siguieron clavados en los de Dante. El poeta solamente pudo percibir su tensión y rabia al observar los dedos que se aferraban a los barrotes de su celda, tan rígidos y apretados que la piel se marcaba, tersa, y parecía fundirse con el hierro; tan blancos en su esfuerzo que la sangre parecía haberlos abandonado definitivamente. Estaban así, excepto las uñas, donde unas manchas oscuras indelebles se destacaban con claridad. Sus características «uñas azules».