PASÓ bastante tiempo sin que nadie respondiera a las demandas del poeta, quien, irritado, atropellaba sus ideas con nuevas conjeturas. Acabó por desechar sus escasas expectativas de conseguir algo por este método. Entonces, se cargó de determinación, y se hizo a la idea de que no había peor opción que la de permanecer en la ignorancia o la incertidumbre. Abandonó sin titubeos la habitación. Recorrió los laberintos de palacio con paso firme, sin vacilar ante ninguno de aquellos soldados que, como gárgolas impasibles de las catedrales del nuevo estilo, le miraban desde alguna esquina. Enfiló, lo más directo que pudo, el camino de los calabozos. Era allí donde encerraban, en una envoltura de hierros y cadenas, la posible solución de sus enigmas. No tardó en encontrar lo que debía de ser la entrada. Al fondo de una sala oscura, sin ventanas y apenas coloreada por la luz mortecina de una antorcha, divisó una puerta. Era poco más que un nicho estrecho que coronaba una escalera oscura y profunda que parecía excavada en el muro; un descenso pronunciado a ese infierno donde la justicia se travestía de sadismo y sufrimiento. Junto a ese vano iba a encontrar el mayor obstáculo.
Hasta el momento, los soldados que se había encontrado en su camino se habían limitado a observarle con curiosidad insolente, pero sin un solo amago de detenerle. Ahora era evidente que había alcanzado el último control. Era un filtro impenetrable, imposible de esquivar con una simple muestra de altanería. Como impulsados por un impetuoso resorte, dos soldados se lanzaron desde un pequeño cuarto colindante al acceso, una estancia que el poeta aún no había sido capaz de vislumbrar. Con mirada feroz, se interpusieron en su paso y desenvainaron con descaro sus espadas, que reflejaron mortales chispazos de la luz de la antorcha. Dante quedó paralizado. No podía seguir, eso era obvio, pero volver atrás era internarse de nuevo en las sombras de los enigmas sin solución. Conservar la calma era vital. Respiró profundo e intentó retener los temblores y, a un tiempo, encontrar las palabras, el salvoconducto preciso para franquear esa muralla, esa pareja hostil que parecía llevar la codicia de su sangre hundida en la mirada.
—¿Qué es lo que queréis? —preguntó uno de ellos, con los dientes apretados y un tono nada cortés.
—Necesito entrar para ver a los prisioneros —respondió Dante, que intentó imprimir seguridad a sus palabras.
Unas risas burlonas llamaron su atención, a la derecha, justo donde se abría aquella estancia de la que acababan de salir otros tres soldados. Al instante, el poeta reconoció al primero de ellos. Una vez más, aquel hombre recio adornado con una barba densa y una lívida cicatriz en el rostro se cruzaba en su camino. Sintió cierto alivio porque ahí podía dar con alguna posibilidad de llevar a cabo sus intenciones.
—¿Y qué se os ha perdido entre los prisioneros, messer? —dijo el sargento, socarrón—. ¿Y qué prisioneros? Porque os aseguro que hay más de uno.
Dante tragó saliva y escogió cuidadosamente sus palabras. Sólo mediante una apuesta arriesgada podía salirse con la suya. Y en respuestas firmes y desabridas había tenido un buen maestro en Francesco de Cafferelli. Sólo quedaba comprobar hasta qué punto el propio Dante había sido un buen discípulo.
—¿Qué otros podrían ser sino esos hijos de Satanás de Santa Croce? —replicó tajante—. Buen trabajo te dio sacarlos de ese infierno de humo y llamas como para olvidarlos —añadió en un tácito guiño de complicidad.
El recio soldado titubeó durante un momento, y observó detenidamente el rostro de Dante. A aquellas alturas, el poeta imaginó que le habría identificado ya como el misterioso acompañante del joven caballero.
—Muchas visitas reciben hoy esos desgraciados —comentó el sargento, con una sonrisa que no acababa de encubrir las dudas respecto a su obligación—. No se me ha informado de que deban tener ninguna más.
Dante comprendió que le estaba tanteando y fue capaz de leer la incertidumbre en su mirada. Precisaba una respuesta rápida y creíble.
—Ve a preguntárselo entonces a messer Francesco —contestó seco y tajante, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos.
Las dudas se hicieron aún más densas para el curtido soldado. Por su rostro acuchillado pasó un ligero temblor. Sin duda, consideraba las opciones, pero no estaba dispuesto a poner a prueba el difícil carácter de Francesco. Se encogió de hombros y dirigió un gesto leve hacia los guardianes. Estos, con desgana, envainaron sus armas, casi desilusionados por no haber podido utilizarlas, y franquearon el paso al extraño visitante. El sargento, antes de volver a su guarida, lanzó un comentario desganado para hacer sonreír a sus hombres.
—Disfrutad de la visita.
Dante tomó aire profundamente e inició sin demora el descenso por los desgastados escalones.
—¡Eh! —le sobresaltó una voz a su espalda, mientras una mano le sujetaba por el hombro.
El poeta se volvió lentamente y vio cómo uno de los guardianes, con una sarcástica sonrisa, le tendió una antorcha.
—Necesitaréis esto o bajaréis todos los escalones de una sola vez.