Capítulo 45

FLORENCIA era ya una ciudad desbocada. Ellos mismos, que habían salido precipitadamente de la iglesia de San Proto y San Jacinto, eran la imagen de una atropellada urgencia. Al fin amanecía: irregulares claros que quebraban la densa trama de las nubes y dejaban asomarse el sol sobre la tierra. Una imagen que le recordó, con aprensión, el ambiente de su pesadilla recurrente. La lluvia languidecía también; una lenta agonía que presagiaba su fin. La ciudad estaba presta a desperezarse del todo. Un día que no podía ser normal —Dante lo intuía—, porque no tardarían en contagiarse de rumores los que aún no lo habían hecho durante la noche. Un mal augurio que al poeta le hacía acentuar la celeridad que les impulsaba. Dante quería llegar cuanto antes a ese rincón que servía de escondrijo a los beguinos. Preguntar, indagar, saber por qué y con qué fin aquellos falsos penitentes habían ensuciado su fama y su trabajo. Estaba preocupado porque el aroma de motín y vendetta, la sucia justicia de la plebe, flotaba en la ciudad como densos vapores que se le pegaban al paladar. Cualquier concesión a la demora era una trágica ocasión perdida para el conocimiento; sin embargo, Francesco debía ir a palacio. Informar y recibir instrucciones del conde de Battifolle era una —de hecho, la principal— de sus obligaciones. Dante lo comprendía y no hubiera esperado o supuesto otro comportamiento; aun así, el ansia y la inquietante sensación de frustración le hacían imposible brindarle una explícita comprensión. Le había intentado convencer, aun a sabiendas de que sus argumentos partían derrotados. Se había mostrado incluso descortés, tanto como le había reprochado a su escolta en otras ocasiones. Francesco ni se había molestado en rebatir sus argumentos. Su disciplina se situaba simple y llanamente por encima de esas razones.

Dante trataba de asimilar los últimos acontecimientos, tan rápido como deseaba que le hubieran desplazado sus piernas. Había estado frente a aquellos beguinos, había sospechado algo, quizás había tenido la solución a los enigmas delante de sí mismo y no había sido capaz de atender a las señales. Tan fundamentadas eran las reticencias de aquel pobre loco que predicaba en Santa Croce, como atinadas las crípticas indicaciones que le había dado. Lamentablemente, estas no habían sido suficientemente claras para él, que no había tomado en serio a aquel apasionado demente. Ni siquiera cuando había sido atacado, seguramente asesinado, había sido capaz de ver en ello una consecuencia a su curiosidad investigadora. Le había hablado de beguinos. Su desordenada y mística mente los había calificado como demonios mudos de uñas azules.

Ahora recordaba con claridad, con la lógica de quien encaja hechos consumados, el encuentro que había mantenido frente a la misteriosa puerta verde de su domus paupertatis. Ahora se justificaba esa sensación de clandestinidad que todo ello transpiraba, la extrañeza mudez de algunos de ellos. Pero él mismo había estado hablando con otro, ese a quien siempre había imaginado en el papel de líder. ¿Cómo sospechar entonces la causa del silencio de los otros? Rememoró también aquel gesto que había puesto en guardia a Francesco; ese esconder las manos entre las ropas, gesto que Dante había supuesto meramente ritual y que ahora identificaba como un afán de ocultar esas uñas que delataban las trazas de su antigua profesión. Recordó la actitud claramente elusiva del bribón Filippone, sin duda al tanto de bastantes más cosas de las que había estado dispuesto a relatar.

De todos modos, la nueva luz de sus pensamientos arrojaba claridad sobre un hecho aún más perturbador. Aquellos «demonios» esperaban un mensaje, sin duda las instrucciones de alguien. Y ese alguien, que no formaba parte del beguinato y a quien por tanto no se podía destruir arrasándolo, era la cima y objetivo que obsesionaba a Dante. Miró de reojo a Francesco y trató de deducir qué estaría pensando, aunque su rostro era tan serio e impenetrable como habitualmente. Quizás estuviese molesto con él. Al fin y al cabo, su escolta le había propuesto atacar a los beguinos apenas asomaron las primeras sospechas del poeta y él se había negado. Sus escrúpulos apenas habían servido de aparente utilidad. Una nueva vida segada no era una carga despreciable para su conciencia castigada. No había reparación, pero Dante esperaba que, al menos, hubiera un final lo más satisfactorio posible para todos y, ¿por qué no?, también para él mismo; un final en el que se llegara hasta la cabeza pensante de la trama y no simplemente a conformarse con cortar las pequeñas testas de esa hidra pestilente de mercenarios del crimen que se habían prestado a llevar todo a cabo.