Capítulo 44

EL interior estaba mal iluminado; una luz escasa hasta para aquella nave no demasiado amplia que parecía más una cuadra que un templo. La triste claridad del incipiente día apenas aportaba más que una melancolía de crepúsculo al interior. Dante vio al fondo la cruz sencilla y el altar tosco, impregnados de aquella atmósfera gris, y se sintió furtivo. Un visitante ilegítimo, penetrando a hurtadillas, que pretendiera también esconderse a los ojos de un Dios desorientado entre las sombras. Junto a la entrada distinguió a otro de aquellos soldados del conde dormitando en una banqueta. La presencia de Francesco le impulsó a levantarse en señal de saludo. Al hacerlo, su arma, colgada al cinto, retumbó en un golpe seco contra aquello que le había servido de asiento. Dante miró con aprensión. Le inundaba la sobrecogedora sensación de estar participando con aquellos hombres, armados en la casa del Señor, en la profanación de un lugar sagrado. Empapó sus dedos en el agua bendita de la pileta situada junto a la puerta y se santiguó con verdadera devoción y esperanza.

Apenas hubo empezado a mirar en derredor, su vista y atención se fijaron en un individuo de baja estatura que caminaba apresurado hacia ellos desde la parte más alejada de la nave. Cojeaba levemente y sus pasos —los pies calzados en unas bastas sandalias de suela de madera— resonaban con un curioso ritmo irregular tamizado por el murmullo de la lluvia constante sobre la techumbre. Al llegar a su altura, sonrió con la boca abierta y desplegó una reverencia que a Dante le recordó la exagerada genuflexión de aquel artero Filippone de los «secaderos de los bueyes». Iba cubierto por completo con un manto negro y un capuchón. Su rostro feo y mal afeitado se recortaba de manera desagradable contra su silueta y podía ubicarse lo mismo en un mendigo que en un carcelero o un verdugo. Después de presentarles sus respetos les habló, despidiendo un aliento de vino barato. Mostraba un desagradable tic que le estiraba en oblicuo el labio inferior, mostrando a un tiempo las encías. Dante dedujo que debía de tratarse de un sacristán o un guardián de aquel templo; mejor aún, algún empleado de la morgue, porque parecía sentirse verdaderamente en su salsa al cuidado de cadáveres.

—Los cuerpos os están esperando —dijo con satisfacción profesional.

La paradoja de su comentario creaba una inapropiada situación cómica que no pasó desapercibida para un Francesco muy sensibilizado y aún incómodo tras su reciente conversación con Dante. Respondió a esas palabras con suma brusquedad.

—¿Qué otra cosa podrían hacer sino esperar, imbécil? ¡Vamos a ver esos cuerpos!

El hombre, sumiso, indicó con una mano en dirección a la izquierda del recinto. Desde su posición, Dante observó el resplandor de varias velas que podían confundirse con habituales ofrendas de los fieles. Se encaminaron hacia ese objetivo acompañados, a su espalda, por el traqueteo irregular de los pasos de aquel siniestro personaje. A medida que se iban aproximando, Dante pudo distinguir el lugar donde habían colocado uno de aquellos cuerpos: un improvisado catafalco frente a una capilla dedicada a los santos Proto y Jacinto. Estaba adornada con una tablilla mal pintada y peor conservada que representaba la terrible muerte de los dos mártires. Las velas, que alguien había colocado en honor a los santos, servían también para velar al difunto. Como una violenta bofetada, percibió un hediondo aroma de cloaca que alcanzaba mayor intensidad según se acercaban a aquel bulto. Apenas a tres pasos del lugar, la fetidez se hacía insoportable. Todas las moscas que, huyendo del aguacero, habían encontrado aquel refugio sagrado, habían localizado a la vez un rincón perfecto para su subsistencia y revoloteaban enloquecidas alrededor del cuerpo. Dante se detuvo, alzó el embozo húmedo de su capa para resguardarse la nariz y la boca y echó una mirada a Francesco, cuyo rostro hierático tampoco podía disimular las contracciones del asco. Como el poeta, cubrió su cara, y ambos retomaron la marcha, alejando moscas a manotazos, hasta la vera misma de los restos.

Resultaba muy difícil reprimir la náusea. No sólo por el olor, sino por el propio aspecto del cadáver. Era la imagen fiel de la estampa más horrible de la muerte. Ya sabía de antemano qué parte de su obra habían querido envilecer los asesinos y se había preguntado cómo la habrían reproducido. La respuesta, ante sus ojos, era más horrible y detestable que cualquier imagen mental que pudiera haberse forjado. El desgraciado, que involuntariamente había entregado su vida para este juego macabro, era un hombre de edad y condición indefinible, porque su figura y vestimenta estaban completamente pringadas de excrementos. Los autores de tal atrocidad habían sido generosos en la aplicación de esos desechos en apariencia humanos. Estaba boca arriba, con las manos atadas por delante, con una cuerda tan apretada que se le había incrustado en las muñecas. Prendido del cordel, a modo de etiqueta, colgaba un pequeño pergamino sucio y arrugado. Sin necesidad de leerlo, Dante supo lo que era. No obstante, Francesco, con la punta de su daga, en un movimiento cauteloso provocado por el asco, dio la vuelta a aquel cartel. Quedaron visibles, entre manchas irregulares de estiércol, los rasgos de tinta que alguien había estampado previamente. Las frases no eran completamente legibles, pero lo que se distinguía era más que suficiente para el entendimiento del poeta: «[…] en el foso / vi gente sumergida en estiércol / que de letrinas humanas […] / […] el ojo atento / vi a uno tan de mierda enlodado / […] laico o clérigo»[22].

De todos modos, lo peor estaba en el rostro, cuajado de moscas. Los ojos muy abiertos, fijos en ninguna parte, parecían seguir contemplando con horror los inmisericordes rasgos de sus asesinos. La boca también estaba desmesuradamente abierta; quizá trató infructuosamente de capturar una bocanada de aire que le hubiera mantenido ligado a la vida, porque, de manera brutal, le habían llenado la boca con aquella materia repugnante. El poeta tembló al imaginar los espantosos sufrimientos, la lucha mortal e impotente para respirar y, a un tiempo, soportar el sabor y el olor de esas inmundicias que le bajaban por la garganta. El cuello estaba hinchado, desmesuradamente abultado hasta unirse con la barbilla y Dante sospechaba con náuseas cuál era su contenido. Aquellas bestias habían debido de encontrar un método, quizás un perverso instrumento diseñado para la ocasión, como en el atroz crimen de Bertoldo de Corbinelli, para empujar más y más profundo aquella asquerosa carga durante su espantoso crimen.

—Es repugnante… —murmuró Dante sobrecogido.

—Es mierda —aclaró innecesariamente el hombrecillo del capuchón, que se había plantado de improviso a la izquierda del poeta, el cual dio un respingo y observó con incredulidad que aquel tipo era capaz de soportar sin un gesto o recelo, a cara descubierta, las pestilentes emanaciones del cadáver—. Me insistieron en que los dejara como estaban, por eso no los he lavado —añadió preocupado por una posible acusación de negligencia.

—¡Cierra el pico, bastardo! —vociferó Francesco, haciendo alarde de la poca simpatía que sentía hacia aquel sujeto.

—Bien —dijo Dante en voz baja, aún más amortiguada por la mordaza que él mismo se había impuesto—. Esta es la víctima. ¿Dónde están los asesinos?

El hombrecillo señaló con un dedo en sentido opuesto, al otro lado de la nave central de la iglesia.

—Allí os esperan —dijo sin pensarlo, en un tono servil.

Aun sin decir nada, la mirada que le dedicó Francesco tenía la intensidad y el desprecio suficientes como para congelar la sangre a cualquiera. A pesar de lo cómico del asunto, Dante imploró para que no se olvidara del lugar en que se encontraban y controlara su ira. No quería añadir un salvaje sacrilegio a sus preocupaciones. El rincón señalado era muy distinto al anterior: ni capilla ni velas, sino una sucia esquina con trastos viejos e inservibles. Resultaba una última muestra de desprecio y diferenciación en el trato entre víctima y verdugos. Según se aproximaban, con el omnipresente traqueteo del cojo por detrás, Dante se liberó del embozo comprobando que la atmósfera era algo más respirable y observó de reojo cómo Francesco hacía lo mismo. Ambos cuerpos, desnudos y retorcidos, habían sido colocados en otro par de provisionales catafalcos. Su aspecto era más limpio, aunque estuvieran marcados por heridas y cuajarones de sangre seca. De todos modos, no resultaba mucho menos horrible: espejo de la acción despiadada de la tortura sobre un ser humano.

El poeta llegó a la altura del más cercano, un hombre de mediana edad y barba clara. Se santiguó, porque nadie sino el demonio podía estar en aquellos momentos velando en las sombras a aquellos desalmados capaces de hacer algo como lo que acababa de ver. Tenía las manos atadas a la espalda y por eso su cuerpo adoptaba un extraño aspecto arqueado, tumbado como estaba sobre sus brazos y crispado por el rigor mortis. Aparte de las heridas infligidas durante la implacable tortura y algún que otro hueso roto que el ojo no era capaz de divisar, a Dante le quedó claro que su muerte había sido muy parecida a la de su víctima. Tenía la boca abierta, casi desencajada, en un intento desesperado de capturar oxígeno. Por este horrible boquete asomaban los pliegues de un paño, quizás una gasa. También había tenido los ojos abiertos. Al menos los párpados lo estaban; sin embargo, los globos oculares no estaban intactos. Habían sido reventados con algún objeto punzante. Ciego y desesperado había acabado purgando con su vida su terrible pecado. Otra cosa es que su alma hubiera sido o no acogida por Dios ante tan atroces culpas. Dante lo observó más atentamente y le extrañó su vientre desmesuradamente hinchado. A riesgo de parecer morboso y aunque detestaba conocer tal tipo de detalles, se dirigió a Francesco.

—¿Cómo…? —comenzó a preguntar tímidamente.

—¿Cómo le mataron? —le ayudó Francesco—. Es un suplicio que los hombres de Lando han tomado prestado de la Inquisición. Se mantiene abierta la boca del reo con un «bostezo» de hierro y se le va llenando la barriga con agua hasta que no puede más y revienta…

—¿Y ese paño? —preguntó Dante, estremecido, señalando los bordes de la tela que asomaban por su boca.

—Un refinamiento personal de los torturadores —contestó Francesco con ácida ironía—. Si se deja caer el agua a través de un lienzo de lino se aumenta la agonía. El líquido va arrastrando la tela cada vez más profundo y no deja respirar demasiado bien. Supongo que, al final, aunque después de mucho tiempo, acabaría por asfixiarse o por ahogarse en sus propios líquidos… Pero ¿qué importa? No deja de ser un asesino, ¿verdad?

Dante tembló ante la descripción del tormento y las palabras de Francesco. «Un asesino, pero a la vez un hijo de Dios, descarriado o no…», pensó, aunque era un pensamiento muy difícil de asumir para la mayoría. A su lado había vuelto a situarse aquel hombrecillo encapuchado, que asentía en silencio, con satisfacción.

—Aunque para obtener información —continuó Francesco—, en este caso, no haya servido para nada…

—¿Sigues defendiendo que no han dicho nada? —preguntó Dante, intrigado por la obcecación de Francesco. Le parecía imposible que un hombre pudiera aguantar semejantes padecimientos sin decir a sus agresores lo que quisieran escuchar—. ¿Cómo es posible?

—Observad el otro cadáver —se limitó a responder.

Dante se desplazó hasta donde estaba el segundo de los asesinos. También boca arriba, presentaba algunas diferencias. Había corrido la misma suerte previa a la muerte de su compañero. Los ojos eran dos amasijos sanguinolentos alojados en las cuencas. Era también de mediana edad, con una barba similar, aunque más oscura. Físicamente, ambos estaban bien formados, como personas habituadas al trabajo físico. Este tenía los brazos colocados sobre el cuerpo, pero estaban retorcidos en una posición antinatural, descoyuntados, uno de ellos doblado por el codo a la inversa de lo humanamente posible. Heridas abiertas, señales de golpes y quemaduras por todo el cuerpo quedaban como marcas insignificantes en comparación con la profunda hendidura que le corría de oreja a oreja. Era el corte por donde se había esfumado la vida. Dante deslizó su vista hasta el rostro de Francesco; un interrogante mudo que este entendió de inmediato.

—Otro tipo de tortura —dijo, señalando los brazos retorcidos—. Se les ata los brazos por detrás y se los eleva mediante una polea, dejándolos un rato suspendidos. Después, se les deja caer de golpe, con piedras atadas a los pies, sin que lleguen a alcanzar el suelo. Dicen que el dolor es atroz y los brazos quedan de esa manera. Como veis, cuando se cansaron lo degollaron.

—Y tampoco dijo ni una palabra, ¿verdad? —comentó Dante con desanimada ironía.

—Miradle la boca —dijo ahora Francesco.

Con diligencia y sin escrúpulos, el hombrecillo del manto negro introdujo en la boca del difunto una especie de pinzas que le permitieron abrirle las mandíbulas en una gran amplitud. Dante, con bastantes más escrúpulos que su acompañante, se inclinó sobre ese punto, examinando las fauces desencajadas.

—No tiene lengua —dijo el poeta, que se levantó y miró fijamente a Francesco—. Si le cortaron la lengua, ¿cómo esperaban que hablara?

—No le cortaron la lengua —exclamó Francesco para sorpresa de Dante—. Cuando le capturaron ya estaba mutilado. Y si os tomarais la desagradable molestia de sacar el paño de la garganta del otro encontraríais que tampoco tiene.

—Deslenguados… —exclamó el desagradable guardián en voz baja, acompañando la palabra con una risita contenida, como si hubiera descubierto un chiste.

—¡Y tú vas a perderla en el momento mismo en que yo pierda completamente la paciencia! —le soltó Francesco.

—Por eso estabas seguro de que no habían dicho ni una palabra… —murmuró Dante, aturdido.

—Ni sabían escribir para hacer algún tipo de confesión —continuó Francesco—. Así que los hombres del bargello saben lo mismo que nosotros…: nada.

—Mudos… —murmuró Dante, encerrado en uno de sus herméticos pensamientos.

El poeta, llevado por un presentimiento oculto para Francesco y dejando de lado los escrúpulos mostrados con anterioridad, agarró con ansiedad los brazos del cadáver. Los giró y se inclinó con avidez para examinar las manos.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamó en voz baja, casi en un susurro.

Francesco observó intrigado cómo el poeta, de un salto, se desplazó hacia el otro cadáver. Con igual ansiedad trató de levantar de lado el cuerpo, pero la rigidez fue un obstáculo y volvió a caer. Francesco fue en su ayuda y entre los dos consiguieron ponerle de perfil. Así quedaban a la vista los dos brazos atados a la espalda. El poeta volvió a centrarse en las manos y después de un rápido examen se volvió hacia su acompañante.

—Tienen las uñas azules, Francesco —dijo con una voz que era más un temblor—. Los dos… Los demonios mudos de uñas azules…

—¿Qué estáis diciendo? —exclamó Francesco, sobresaltado por la actitud de Dante.

—Serán tintoreros… —murmuró el cojo.

—¡Cierra esa asquerosa boca de sapo de una puta vez o, por Dios, te juro que…! —empezó a gritar Francesco descargando su tensión, pero se vio interrumpido por Dante.

—¡No! Espera, Francesco —dijo, calmándole, para volverse después hacia el otro—. ¿Qué es lo que has dicho?

El aludido se echó un paso atrás, asustado, temiendo un castigo o algo peor.

—Que deben de ser tintoreros… —murmuró—. Se les quedan las uñas de ese color porque usan las manos para estirar los tejidos y deshacer los nudos que quedan en las lanas, y con los tintes que usan…

Dante y Francesco se miraron fijamente, al comprender lo que significaba aquello. El primero exclamó en un susurro: «Dios mío…»; el segundo cerró los puños con rabia y las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.