EL sexto de aquellos indignamente llamados «crímenes dantescos» había sido perpetrado durante la noche. No fue necesario que Francesco le diera muchas explicaciones para que Dante ubicara su inspiración en el canto XVIII de su «Infierno»: el castigo a los falsos y complacientes aduladores. Estos penan su rastrera actitud hacia los poderosos sumergidos en un repugnante lodazal de desperdicios humanos. A aquellas alturas, el poeta ya estaba convencido de que su obra no era determinante para la elección de la víctima. Puede que, simple y llanamente, no hubiera ninguna selección. Por tanto, no le importaba demasiado conocer los pormenores sobre el desafortunado ciudadano de Florencia que lo había protagonizado. Probablemente, había sido el azar, el burlón designio de la Providencia, lo que había movido sus pasos hasta encontrarse de bruces con el fin de sus días.
Los asesinos se habían disfrazado de vulgares basureros, recolectores de excrementos y desperdicios urbanos para realizar su cruel hazaña. Era una ocupación que les garantizaba bastante anonimato y seguridad, porque les permitía moverse en la ciudad nocturna, a la luz de sus propias antorchas, sin que nadie, por su gusto, se acercara a esos personajes sucios y de tan desagradable tarea. Los buenos ciudadanos de Florencia, que atestaban las calles de la ciudad durante el día, dejaban un reguero de suciedad y podredumbre a su paso o con sus negocios. Era un rastro del que renegaban o que simplemente ignoraban. Alguien menos afortunado tenía que recogerlo para que las calles no se convirtieran en un apestoso corral humano en descomposición.
En esas vías sucias e insanas, los desechos comestibles se los llevaban los perros, las gallinas o los cerdos; sin embargo, había otros restos menos aprovechables, excrementos humanos que los ciudadanos evacuaban con la misma ligereza y despreocupación. Aunque en teoría cada ciudadano debía mantener limpio el espacio frente a su casa, en la práctica sólo la lluvia, cuando tenía la fuerza suficiente, evitaba que la ciudad se convirtiera en una enorme cloaca a cielo abierto. Por eso el Comune había decidido encargar esa tarea a miserables que le tenían más miedo al hambre que a la podredumbre o al contagio de enfermedades. Una de esas brigadillas de cuatro hombres cargados de palas y escobas, arrastrando dos carros de inmundicias, podía levantar más rechazo que verdadera curiosidad o sospecha. Eso mismo debió de sentir aquel desgraciado cuya última visión en este mundo terrenal había sido la de cuatro sucios desalmados capturándole y torturándole hasta la muerte. Todavía no había empezado a llover, no se había desatado el llanto desmesurado del cielo, cuando fue atacado en un tortuoso callejón cercano a la plaza de San Lorenzo, al norte de la ciudad. La explosión súbita de la tormenta enfurecida, finalmente, dio al traste con la impunidad y el éxito de los asesinos. Si la lluvia empezó a caer lánguida y desganada, unos poderosos truenos anunciaron un violento recrudecimiento de la tormenta.
Alguien desvelado o asustado por la furia desatada de los elementos se había asomado a la calle desde su morada y había tenido la inesperada visión de la atroz tortura que estaba sufriendo uno de sus conciudadanos. Sus gritos de aviso y recriminación habían atravesado incluso la densa cortina de agua y sorprendido a los asesinos. Puestos en fuga, comprobaron que su fortuna había terminado. Al menos para dos de ellos, porque toparon de bruces con una brigada de hombres de Lando que habían pasado parte de su ronda en la taberna. Ahora, tras incumplir con sus obligaciones, se encontraban con la inmerecida recompensa de capturar a unos delincuentes. Dos de ellos pudieron escapar; la sorpresa de los soldados no era menor que la de aquellos hombres en atropellada huida. Los otros dos fueron sólidamente aprehendidos por aquellos violentos mercenarios que, por si acaso, consideraron conveniente detener a quienes mostraban todas las trazas de huir de algo. Lo demás fue sencillo: seguir el rastro de los gritos, localizar el cadáver, acallar con amenazas al escandaloso testigo y a otros curiosos y volar en busca de su amo. Lando, sin grandes esfuerzos ni desvelos, había conseguido atrapar a los misteriosos diablos que tenían a la ciudad en jaque. Se debió de frotar las manos traduciendo a oro, en su ambiciosa imaginación, el previsible agradecimiento ciudadano. Por una vez fue cauteloso, precavido y discreto, virtudes que no solían adornar su personalidad. Hizo transportar en secreto a los dos prisioneros y a su víctima hasta su cuartel general. No quería que la ciudad se soliviantara aún con el conocimiento de este nuevo suceso, ni que los hombres del vicario le disputaran el mérito de la captura.
La noche y la madrugada habían debido de hacerse extremadamente largas y dolorosas para los dos reos. Humillados y torturados con saña, debían de haber deseado la muerte con la misma pasión con que se habían empleado en sus fechorías. Pero, seguramente, sus carceleros habrían puesto su mayor dedicación en asegurarse de que no abandonaran este mundo así como así. Dante se estremecía pensando en lo odiosa y despreciable que se le debe de volver la vida a alguien en semejante situación, cuando lucha contra el instinto mismo de supervivencia para rogar por su término. Había visto gentes podridas hasta los huesos por la enfermedad aferrándose a la existencia hasta el suspiro postrero; condenados a muerte que se negaban a renunciar a la esperanza hasta el último brillo en el filo del hacha o el último tirón de la soga alrededor de su cuello. Y, sin embargo, hombres sanos, plenos de vida e ilusiones apenas horas antes de iniciarse su tormento, imploraban, paradójicamente, al Dios de la vida que deshiciera con rapidez los hilos que les unían con el mundo de los vivos.
Al amanecer, el secreto no era ya más que una moribunda pretensión. Florencia iba despertando entre rumores antes de llegar a un alborear gris y tenebroso. Los rumores se extendían entre gritos de terror y protesta, carreras y algaradas que habían sacado a Dante de su lecho: el reguero veloz e inflamable del deseo de venganza. Para entonces, también el vicario de Roberto habría sido informado. El poeta imaginó su mole paseándose nerviosa, el rostro anguloso invadido de sombras y contrastes, crispado de rabia y desilusión. A Francesco le había sido encomendada la delicada misión de enfrentarse a cara descubierta en la guarida misma de su enemigo. Debía desplegar temerarias solicitudes de información ante los ojos malignos del envanecido y triunfante bargello; sin embargo, había encontrado ira y frustración. Francesco insistía en que ni con el tormento habían conseguido sacar nada de aquellos desgraciados. A Lando se le había esfumado el oro acuñado en su imaginación tan inevitablemente como ambos criminales habían expirado. Resultaba tan estéril poseer aquellos despojos que nada habían revelado sobre la identidad o escondite de sus compinches, que Francesco apenas encontró obstáculos en su negociación. Lando se desembarazó de los cadáveres. Si aquello no le iba a reportar la fortuna esperada, al menos no saldría con las manos vacías. De propina, el bargello le endosó también a una víctima incómoda de la que tampoco quería saber nada. Con similar discreción, portaron esos cuerpos no demasiado lejos, a Borgo San Remigio.
Los cuerpos reposaban dentro de una iglesia pequeña erigida en honor a los santos Proto y Jacinto, mártires de la persecución de Valeriano, que compartieron la muerte por el fuego y el descanso eterno de sus restos en el mismo sepulcro. El templo era ahora una ocasional capilla ardiente para los tres fallecidos. Hasta allí llegaron Dante y su acompañante, tras una rápida cabalgada entre la lluvia, aplastando los charcos, salpicando los muros con descuido. Arribaron cuando el sol aún se enfrentaba a las sombras de una doble batalla: las últimas tinieblas de la noche y la poderosa tela de araña de las nubes. Junto a la puerta, muy pegado al muro, intentando hacerse uno con su superficie irregular y esquivar así las gotas de la lluvia, un individuo fornido, cubierto con un grueso capote y capuchón hizo amago de salirles al paso. Un gesto de Francesco y volvió a aplastarse contra el muro de tosca mampostería dejándoles el paso libre.