LOS negros augurios de Dante no tardaron en hacerse realidad. La calma se rompió de manera brutal, de la única forma que el poeta había previsto que sucediera. La negra sombra del miedo y aquella violencia diabólica habían vuelto a cernirse sobre Florencia. A la vez, el cielo se entristeció y volvió a volcarse a cántaros sobre la ciudad oscura. Francesco interpretó una vez más el papel de heraldo de la muerte. Cuando penetró en su estancia, a pesar de que aún no había amanecido, Dante ya llevaba un rato observando melancólicamente la lluvia que se derramaba sobre su ciudad. Casi a oscuras, a despecho de la llama mortecina de la lámpara situada sobre la mesa, permaneció sentado, con la vista fija en aquel ventanal por el que a veces tenía la impresión de volar rumbo a ninguna parte. Había oído gritos y carreras por las vías encharcadas, desusados signos de una actividad diferente a la de cada día, y supuso que algo había sucedido. Ahora, apenas vislumbrado el rostro de Francesco, supo a ciencia cierta qué era lo que había ocurrido. Ya no era el sarcástico y malintencionado hombre que días atrás había encogido su corazón con morboso placer anunciándole uno de aquellos horrorosos crímenes. El joven estaba empapado y dejaba un leve charco en el suelo como testigo de su presencia. Evidentemente, había recorrido esas calles azotadas por la tormenta antes de visitarle. Su rostro era aún más serio y parecía haber envejecido durante aquellos dos días de ausencia. Fue Dante quien quebró el silencio.
—Otro de esos crímenes, ¿verdad?
Francesco asintió lacónicamente mientras se pasaba su mano herida por la cabeza, a contrapelo. Una nube fina de minúsculas gotas salpicó toda la estancia.
—No parece tener fin esta tormenta… —dijo Dante, con gesto ausente, jugando con el doble sentido de las palabras.
—Esta vez han sido capturados dos de los autores —dejó caer Francesco de repente.
Dante dio un respingo de sorpresa y miró fijamente a su escolta. Se extrañó de que en su rostro no asomara rasgo alguno de satisfacción.
—¡Hablemos con ellos entonces! —exclamó Dante con un brillo de pasión en la mirada.
—Dudo de que podáis… —comentó Cafferelli con desgana.
—¿Los habéis matado? —preguntó el poeta con incredulidad en su voz.
Francesco se agitó un tanto molesto, con incomodidad. Se observó la mano lastimada; una cicatriz aún tierna y brillante por la humedad era el recuerdo de aquella pelea con Birbante. Un trueno cercano dio paso a sus explicaciones.
—Los hombres del bargello llegaron antes…
—El conde no podrá quejarse ahora de la efectividad de Lando —replicó Dante con amarga ironía—. Espero que, al menos, hayan podido arrancarles alguna confesión.
—No lo han hecho —contestó Francesco con seguridad.
Dante volvió a mirar a su interlocutor con estupor.
—Medios tienen. No me cabe la menor duda —comentó el poeta.
—Aun así, os aseguro que no han podido extraer de ellos ni una sola palabra —aseguró firmemente Francesco.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —replicó Dante, visiblemente intrigado.
—Prefiero que lo comprobéis por vos mismo —contestó.
—¿Comprobarlo? —exclamó Dante perplejo—. ¿Cómo podría hacerlo? ¿No habían sido capturados por los esbirros de Lando?
Francesco volvió a dar muestras de intranquilidad. Parecía sentirse responsable por no haberse adelantado en la detención de aquellos miserables y con nulas ganas de dar explicaciones.
—Tenemos los cadáveres —dijo sin mirar directamente a Dante.
—¿Han matado a los prisioneros y después os han donado los cuerpos? —preguntó el poeta, absolutamente perplejo.
—En realidad, no ha sido así —replicó Francesco, evasivo—. Se los hemos comprado.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Dante. Sin decir nada, dirigió su mirada hacia el ventanal, al cielo gris como horizonte.
—Bendito San Juan… —comenzó a decir con tristeza—. En tu ciudad apenas vale nada la vida humana, pero se compran y venden los cadáveres por un puñado de florines…
—Esos cadáveres iban a ser descuartizados o quemados —argumentó Francesco—. Pensé que quizá quisierais examinarlos antes de que eso sucediera.
Dante permaneció pensativo apenas el espacio de tiempo entre dos truenos. Daba la impresión de que el poeta estaba muy alejado de allí, al borde de una ausencia casi definitiva. Francesco volvió a sacudirse el agua acumulada en su pelo, de forma mecánica y nerviosa, esperando a que el poeta saliera de aquel transitorio ensimismamiento.
—Tienes razón —exclamó de repente con una sonrisa amistosa—. Has hecho bien, Francesco. Ahora que sabemos que son hombres y no diablos, veamos esos cuerpos. Será difícil, pero quizá con un poco de fortuna seamos capaces de sacar de ellos, muertos, alguna de las respuestas que otros no han sido capaces de obtener cuando estaban con vida. —Tras ponerse en pie con nuevas energías, añadió—: Llévame a su encuentro y ponme en antecedentes durante el camino.