Capítulo 41

EN los dos días que siguieron a ese encuentro, Dante no vio al conde ni a su escolta, Francesco de Cafferelli. Los supuso en alguna ocupación de Estado fuera de Florencia. Tampoco Chiaccherino, a quien Dante tomó la costumbre de visitar en ratos perdidos, fue capaz de darle una información al respecto. El viejo parlanchín no trasladó al poeta la sensación de que el pueblo de Florencia respirara nuevos aires de paz y concordia como le había dado a entender, con desbordante optimismo, el conde de Battifolle. Todo lo más, ese pan de la esperanza con el que siempre se alimentan quienes más tienen que perder con cualquier guerra. Dante no pudo reprimir una desoladora sensación de soledad y desamparo. Aquellos que le habían empujado hasta el corazón de esa agobiante espiral que le atrapaba parecían haber querido dejarle a la deriva con todas sus incógnitas y debilidades. Le sorprendió hasta qué punto un hombre como él había podido caer en la dependencia implícita de un joven rudo y malencarado como aquel Francesco de Cafferelli. Le echaba de menos, con el paradójico sentimiento que acaba uniendo a los secuestrados con sus raptores. Aunque aún no sabía a ciencia cierta si había verdadera amistad entre ellos, reconoció íntimamente que su ausencia eliminaba gran parte de su seguridad y confianza.

Por otro lado, al reflexionar sobre las frases de despedida del último encuentro con el vicario, Dante llegó a sospechar que messer Guido sabía, en realidad, bastante más de lo que le había contado. Arrojando la fría luz de la lógica sobre esos pensamientos, si eso era así, le resultaba muy difícil comprender para qué precisaba entonces de sus servicios y rechazaba, incluso, prescindir de ellos. El poeta concluyó que lo más probable era que Battifolle hubiera querido animarle sin más. Dante se dio cuenta de que la suspicacia y el recelo estaban haciendo mella en su carácter. Desde que se había visto envuelto en este embrollo, tanto la ambigüedad de los hechos como de las personas le impulsaban a buscar siempre una segunda intención, un significado subyacente escondido en las palabras y acontecimientos vividos en la Florencia agitada de su reencuentro.

En esa misma línea, también le había causado extrañeza que los mismos que días atrás se habían mostrado recelosos respecto a sus paseos solitarios por Florencia, ahora le dejaran a su aire moverse libremente y sin control. Aunque tampoco en esto era difícil encontrar explicación. Sus anfitriones debían de ser tan conscientes como él de que, a la vista de todo lo sucedido, Dante Alighieri no iba a ser tan desmesuradamente temerario como para reproducir en solitario iguales o parecidas experiencias. Por ejemplo, internándose en las peligrosas e insalubres profundidades del sestiere de Santa Croce. Pero aquello limitaba sus posibilidades de investigación y acercaba amenazadoramente el plazo que Battifolle se había impuesto, sumiendo al poeta en el pegajoso agobio de la responsabilidad. Era un punto muerto que acrecentaba la impotencia y la ansiedad, un paréntesis del que Dante tenía el funesto y cada vez más acentuado presentimiento de que iban a salir por mediación de otro acontecimiento impactante.

No quiso que su inactividad forzada le mantuviera encerrado entre las confortables cuatro paredes de su alojamiento. El personal de palacio ya se había acostumbrado a su presencia, a sus idas y venidas. Y Florencia, evitando los rincones más conflictivos y apartados, podía ser una ciudad tan segura o insegura para él como lo era para cualquier otro extranjero de verdad. Retomó sus paseos en las horas de mayor movimiento. Recorría los lugares más atestados y anónimos, con la débil esperanza de encontrar algún detalle que pudiera serle de utilidad. Pero los florentinos, en su comportamiento y maneras, apenas dejaban traslucir un cambio sustancial, una preocupación distinta de las que debían de acompañarlos en sus vidas diarias. Aunque no podía olvidar aquella escena cuajada de tensión que había vivido cerca de San Miniato, al pie de aquel árbol maldito cargado de despojos. El enfrentamiento fácil, el olor acre del motín sobrevolándolos a todos ellos. Y quizás, aunque aparentemente profunda, la mecha que podía incendiar la vida de los florentinos estaba allí, dispuesta, empapada en la resina inflamable del descontento.

Cuando traspasaba la puerta del palacio del Podestà, repetía la misma maniobra que había seguido en su primera salida. Iba hacia el sur, eludiendo así un posible contacto con su barrio de origen. En el fondo, percibía en su conducta el decisivo peso del pudor o la nostalgia dolorosa, pues el poeta estaba sombríamente convencido de la dificultad de encontrar por allí a alguien capacitado o verdaderamente interesado en reconocerle. Optaba por no alejarse mucho del centro o separarse del enjambre humano que lo animaba a diario. Ni siquiera llegó a cruzar alguno de los puentes sobre el Arno para dirigirse a Oltrarno y solía dejarse llevar en su paseo hasta desembocar con calma en la plaza de la Señoría, verdadero imán que atraía en continuo trasiego a las miles de almas que poblaban Florencia. Y allí fue donde tuvo oportunidad de ver y conocer a aquel bargello despiadado, aquel Lando de Gubbio cuya mala fama le era de sobra conocida. Nadie le dijo que era él, no hacía ninguna falta, porque lo supo apenas vislumbró cómo la gente le abría paso con algo más que respeto: un temor reverencial que les hacía alejarse a toda prisa de su presencia.

La comitiva, a caballo, marchaba lentamente camino de palacio, con un ritmo cansino y desafiante. Una nube de mercenarios feroces rodeaba a aquel soberbio condotiero. Hombre seco y enjuto, de altura más que mediana, marchaba algo encorvado sobre los lomos de su montura, bajo el peso de unas galas más propias de un señor de la guerra que de un alguacil urbano. Su aspecto rapaz impactaba, con su faz afilada de piel amarilla y quebradiza y la nariz larga y ganchuda. Completaban su rostro unos oscuros ojos hundidos, una mandíbula fuertemente apretada y un leve gesto burlón entre los labios. Movía los ojos lentamente, barriendo la plaza y a sus ocupantes con una inquietante mirada que parecía ir más allá de lo visible e inmediato, como la de los vigías en las galeras o la de los marinos atisbando entre la tempestad. Bajo el haz de esa mirada de lechuza, daba la impresión de ser capaz de descubrir cualquier cosa que alguien pretendiera ocultar. Tal vez por eso, no había allí espíritu tan fuerte como para mantener esa mirada, para sortear el temor de no saber a ciencia cierta si la guadaña iba a detenerse. Era como si la muerte jugara a través de esos ojos del bargello a dar vueltas con su mortal herramienta. El mismo Dante sintió la cuchillada fría cuando el grupo pasó apenas a unos pasos ante él. Como todos los demás, desvió la mirada con el miedo agarrotado en el pecho, como si temiera que aquellos ojos vaciaran su mente y extrajeran su secreto. Tras su paso, el poeta respiró con alivio; una sensación de libertad; la posibilidad de continuar con una vida que hubiera quedado en suspenso. El pánico, una atmósfera densa e irrespirable, envolvía a todos aquellos que se encontraban en la órbita de aquel cruel bargello.

Después de esto, desganado y sombrío, con el corazón encogido, prefirió volver a recluirse en palacio que seguir respirando el aire libre de Florencia. Ese aire tan cargado de recelos.