POCO después abandonaron aquella taberna ruidosa y congestionada. Durante el retorno al palacio volvió a acompañarlos una lluvia lenta y pesada, como un fluir de lágrimas. Parecía como si la pesadumbre de ambos hombres hubiera cristalizado en una enorme nube negra y estallado finalmente sobre sus cabezas. Dante sintió durante todo el camino el frío pegado a los huesos, el cuerpo destemplado y una desapacible sensación de mareo. Cansado y sin claridad de ideas: así era como se sentía cuando finalmente llegaron a su destino, con la tarde ya avanzada. Supuso que a su acompañante aún le quedaba un buen rato de explicaciones e informes ante su señor, pero él no deseaba reunirse con nadie. No sabía si podía confiar más que antes en Francesco, o si podía considerarlo como un nuevo amigo después de su intercambio de confidencias. No había casi tiempo de reacción y las prisas hacían afrontar todo sin la calma y reflexión consustancial al temperamento de Dante. Sin embargo, nada le importaba en aquel momento. Deseaba dormir, perderse en el sueño. Ni siquiera le perturbaba la idea de que, como tantas otras veces, podía despertarse agitado en medio de su pesadilla. Para su sorpresa, eso no ocurrió.
Durmió profundamente y despertó por sí mismo con el sol ya alto. Una náusea abortó su primer intento de levantarse del lecho. Vencida esta, fue capaz de incorporarse y andar, pero su cabeza parecía interiormente tapizada de alfileres y el estómago le ardía como si acabara de tragar fuego. Achacó al vino basto de la taberna su malestar y solicitó a los sirvientes a su disposición que le trajeran algo para sentar el cuerpo. Le sirvieron una cocción de rosas secas en vino suave, eficaz para atajar los dolores de cabeza, ojos u oídos. También tomó unas hierbas con aroma anisado que introdujeron calor en su cuerpo. Después, vagabundeó por las estancias del palacio que eran accesibles a los huéspedes. El conde Guido Simón de Battifolle había convertido su sede en un fortín en el que no era extraño encontrar a soldados apostados en los pasillos o reunidos en estancias que formaban improvisados cuerpos de guardia. Cierto que la situación era muy delicada en Florencia, pero Dante llegó a cuestionarse si en realidad el vicario del rey Roberto no estaba más preparado para el ataque que para la defensa. Siguió paseando por lugares no vedados, admirando la decoración y la arquitectura interior del edificio. Algunas habitaciones contaban con más de una puerta que las intercomunicaba. Siguiendo aleatoriamente alguno de los accesos, el palacio se podía convertir en un intrincado laberinto. Se preguntaba si el conde acogería en aquellos momentos a muchos invitados, como él mismo; sin embargo, aparte de los soldados, sólo se encontró con personal de servicio, que, aunque respetuoso, le observaba con indisimulada curiosidad.
El edificio no había quedado inmune a la fiebre de reformas que había contagiado a la ciudad. Algunas de ellas hacían difícil reconocer un interior que Dante había frecuentado antes de su partida sólo de manera parcial y esporádica. Sí que reconoció —aun cuando no pudo acceder a él porque sus puertas estaban cerradas y custodiadas— el salón del Consejo de Ciento, donde Dante había estado alguna vez, durante su pertenencia al mismo. Descendió hasta el hermoso patio interior. Era un remanso de paz en el que revoloteaban los pájaros, un desafío de tranquilidad a la turbulenta situación de la ciudad, más allá de esas tapias. Bajó con cuidado las escaleras pegadas al muro y se deleitó paseando con la calma de un viajero. El patio comunicaba con algunos accesos de la planta baja y por allí trajinaban un buen número de sirvientes. Uno de ellos resultó familiar a los ojos de Dante: un anciano algo encorvado que se movía con bastante más lentitud que sus otros compañeros y que portaba una gran perola bajo un brazo. De inmediato, lo reconoció y caminó hacia él dispuesto a su encuentro.
—¡Chiaccherino! —dijo mientras se acercaba.
El hombre se detuvo, pero no pareció distinguirle a la primera. Con los ojos entornados observaba a aquel extraño que le había llamado por su apodo.
—¿Me reconoces ahora? —preguntó Dante con cordialidad cuando ya se había aproximado—. Soy el huésped del conde con el que hablaste hace un par de días.
—¡Claro, messer! —afirmó el criado y acompañó su expresión con una respetuosa reverencia—. Debéis perdonarme. Ya os dije que mis ojos sirven para poco desde hace muchos años.
El viejo apoyó la perola en el suelo. A simple vista, se le veía encantado de que alguien le interrumpiera, pues le proporcionaba una buena excusa para demorarse en su tarea. Otros criados que por allí rondaban, la mayoría tan cargados o más que Chiaccherino, miraron con curiosidad, pero ninguno se acercó o interrumpió su faena.
—¿Estás en la cocina? —preguntó Dante, señalando con la cabeza la perola, que ahora reposaba junto al pie del sirviente.
—Sí —respondió el criado con sorna—. Me han enviado entre ollas y cazuelas para que no me entretenga hablando con ellas.
—Espero no haberte causado problemas —apuntó el poeta con sinceridad—. Si está en mi mano…
—¡Oh, no! —le atajó el criado con suavidad—. No os preocupéis. Es verdad que soy un viejo estúpido y chismoso y no debo importunar a los huéspedes. Estoy mejor en la cocina.
—Sentiría que hubieras recibido algún castigo por mi culpa —insistió Dante.
—Después de los años que llevo de sirviente no me van a matar un par de bastonazos —afirmó con despreocupación—. Además, estar en la cocina no es tanto castigo como podéis pensar. Aparte de las sobras, que me permiten comer más de lo que mis maltrechos dientes pueden masticar, hay alguna ventaja más. Se puede entrar y salir de palacio sin demasiado control por los accesos de los proveedores —añadió bajando el tono de voz y guiñando un ojo.
Dante sonrió al imaginar la utilidad que ese conocimiento podría reportar a alguien como ese viejo, siempre dispuesto a escaparse y dar de lado a su trabajo.
—Hoy parecéis todos muy atareados —dijo el poeta cambiando de tema.
—Sí —corroboró el criado, que luego bajó la voz hasta un tono misterioso—. Invitados importantes…, y no es que vos no lo seáis, claro.
—¿Qué tipo de invitados? —preguntó Dante.
—Bueno…
Chiaccherino titubeó por un momento. Dudaba de si debía entregarse de nuevo a sus chismorreos, quizá temiendo la posibilidad de recibir otro castigo. Finalmente, le pudo más su afán de parlotear.
—Parece que son prestigiosos ciudadanos de Florencia. Aunque también podría haber otros invitados de superior alcurnia, incluso muy cercanos al propio Rey —dijo para incrementar el misterio—. El conde es un hombre muy relacionado.
«Ya lo creo», pensó Dante. Estaba intensa y ampliamente relacionado, hasta lo más divergente o contrapuesto que uno se podría imaginar, según había podido comprobar por propia experiencia. Poco más podría saber el viejo de aquel asunto, de modo que Dante le dejó seguir con sus tareas, ya que además le pareció inadecuado que le vieran charlando largo rato. No saber de quién podía fiarse no era un acicate para fomentar relaciones en público. El poeta retomó el camino de sus aposentos con la curiosidad prendida en aquella reunión y la influencia que pudiera tener en su misión. De nuevo en su habitación, se encontró con un par de fuentes de alimentos que los sirvientes habían dejado en su ausencia. Almorzó frugalmente, porque su cuerpo aún no le respondía con la energía de un hombre sano, y después se dejó caer en el lecho, con los ojos cerrados y meditando en silencio. Le volvió a atrapar un sueño espeso y sudoroso del que no despertó antes de que las sombras hubieran ya manchado por completo las luces del día. Se incorporó sin ganas y se preguntó cuánto tiempo habría pasado. Recién despierto, acurrucado entre las sombras de la estancia, Florencia parecía una fantasía todavía inalcanzable desde la lejanía del exilio. Le costaba reconocer que sus calles estaban ahí mismo, a un simple vistazo desde el ventanal. Aquel muro de misterio y anonimato que le habían creado le hacía sentirse infinitamente más lejos que las numerosas millas de distancia que antes le habían separado. Entre tinieblas, recibió una visita que consiguió sacarle del sopor. Francesco de Cafferelli entró con su decisión habitual. Su candil encendido devolvió los colores a la estancia. Saludó sin demasiada familiaridad, como si se acabaran de conocer.
—Me envía el conde con el encargo de llevaros a su presencia.
—Parece que algunas reuniones importantes y secretas sí que se celebran en palacio, en lugar de hacerlo en tabernas clandestinas —contestó Dante.
—Sé lo mismo que vos al respecto —le replicó seco y tajante—. Quizá menos, ya que parece que sabéis rodearos de buenos informantes. Tal vez tengáis la idea equivocada de que soy el confesor del conde.
Dante quedó un tanto desorientado. Aquel era el Francesco de siempre, el orgulloso y malencarado caballero con la lengua tan cortante como el filo de su daga. El poeta no pudo evitar mover la cabeza en un triste gesto de desolación al pensar que Francesco se había encargado, de manera brutal, de disipar todas sus dudas acerca de una posible nueva amistad tras su íntima charla de la taberna.
—Vayamos pues al encuentro de tu señor —dijo Dante, con desánimo, enfilando la puerta con paso desganado—. Veamos que nuevas nos trae de esta ciudad en la que tan difícil resulta esquivar las saetas del odio…
Al llegar al umbral le detuvo la voz de Francesco a sus espaldas.
—No era mi intención ser descortés. Disculpadme si así lo habéis entendido.
Dante sonrió para sí sin decir nada. Excusa semejante en alguien tan orgulloso y soberbio como su joven escolta ya era más de lo que hubiera soñado obtener. Y era suficiente, incluso, para devolver algo de ánimo a su viejo corazón.