DANTE se inclinó sobre la mesa y posó sus ojos fijamente sobre su acompañante.
—¿Cómo se llamaba ella? —preguntó de repente y con una sonrisa cómplice.
Francesco dio un respingo de sorpresa y se incorporó en su asiento. Miró a Dante con curiosidad.
—¿Qué queréis decir?
—Ella —se limitó a repetir Dante—. ¿Cómo se llamaba?
—¿Por qué suponéis…?
—Un joven de la edad y posición que tú tenías en aquellas fechas no maldice la aventura ni añora de manera tan desmedida todo eso que has mencionado, a no ser que deje atrás algo más importante, algo que cree imposible de encontrar en aquellas tierras adonde le conduzca el exilio —apuntó Dante suavemente—: una mujer de la que está profundamente enamorado.
Francesco volvió a inclinarse hacia atrás. Dante supo que había atinado y supuso que su acompañante quería ocultar algún rubor o emoción en su rostro.
—Lisetta —murmuró Francesco—. Lisetta de Marignoli. Era apenas un par de años menor que yo. De mi sangre y familia. Nada se interponía entre nosotros y la dicha era mi único horizonte. Cuando tuve que marcharme, me despedí definitivamente de ella y creo que también de la propia felicidad —apuntó con amargura.
—¿No permanece en Florencia? —preguntó Dante.
—Transcurrieron demasiados años como para que una doncella como ella no contrajera matrimonio o ingresara en un convento —replicó con voz hueca—. En su caso, sucedió lo primero y se marchó con su esposo a Bolonia.
—Por desgracia es un caso bastante común —dijo Dante con gesto serio, de sincero sentimiento—. El amor es la primera víctima del odio, y a veces adopta aspectos bastantes dramáticos. En Verona, una vieja leyenda de cuando empezaron estas amargas disputas de güelfos y gibelinos cuenta la desgraciada historia de dos jóvenes amantes, vástagos de dos linajes irreconciliablemente enfrentados, los Montecchi y los Capuletti. Romeo y Giulietta, así es como se llamaban los enamorados, tuvieron un fin trágico. Prefirieron morir juntos antes que vivir separados. Aunque lo normal es que estas interminables disputas hayan engendrado más separaciones que muertes.
—Quizá morir como esos veroneses hubiera sido una salida más honrosa —apuntó Francesco con desesperanza.
—La muerte es una salida tremendamente definitiva —objetó Dante—, y poco deseable en personas jóvenes con muchos años por delante para olvidar y para volver a amar. Créeme, Francesco, es más honroso vivir y luchar para seguir adelante con el valor con el que lo hizo tu padre.
—Ese valor que me faltó a mí para elegir mi propio camino —murmuró Francesco.
—Quizá sí que lo hiciste y este sea tu camino —dijo el poeta—. En mi opinión, desempeñas a la perfección las misiones que te son encomendadas.
—¿Creéis que de verdad elegí? —preguntó con interés.
—Probablemente —respondió Dante—. Aunque tú no lo creas. Elegiste respetar y apoyar a tu padre, a pesar de todo, y elegiste honrar su memoria al servicio fiel de aquel que le dio cobijo y amparo.
—Entonces, no debí de elegir bien —comentó Francesco en el mismo tono abatido—. Me siento como si hubiera perdido todo lo que pudiera haber dado sentido a mi vida…
—Pero lo hiciste, para bien o para mal —afirmó Dante—. En la capacidad de elegir se encuentra a veces la fortuna, pero bastante más a menudo la adversidad del hombre.
—¿Queréis decir que el libre albedrío es motivo de desgracia? —preguntó Francesco, una vez más sorprendido por esas opiniones casi heterodoxas de Dante.
—El destino y comportamiento de los mortales está muy influenciado por los astros; a veces, fatalmente. Sin embargo, también está el libre albedrío, que es una maravillosa concesión del Creador al ser humano, pero que también puede marcar su tragedia —apuntó el poeta con seguridad—. Las bestias y los tontos tienen siempre la felicidad al alcance de su mano. Sólo ven aquello que entra dentro de sus posibilidades. No tienen elección. La libertad, paradójicamente, puede convertir al hombre en esclavo. Aun así, no es posible rechazar esa libertad sin dejar de ser humano. Esas opciones para elegir suelen convertir al hombre en perdedor. Y te aseguro que para ser un verdadero perdedor hay que estar en auténtica disposición de tenerlo todo. Quizá tú te viste así en alguna ocasión. ¡Cuántas veces he experimentado yo mismo esa sensación! En mi juventud, amé a escondidas a una mujer que sabía imposible de conseguir. Esa misma frustración convirtió todas mis elecciones reales por otras mujeres en derrotas anticipadas —apuntó con nostalgia al recordar a aquella Beatrice Portinari de su infancia y juventud—. También he amado mucho a mi patria y sabía que la elección por un partido podía conducirme a otra derrota… Quizá seamos dos auténticos perdedores impelidos a serlo por la misma circunstancia de la elección. Y, tal vez por esta razón, estamos hoy juntos en esto, aunque no sea de tu agrado y aunque te hayas esforzado en despreciarme —completó con una sonrisa tímida.
—Eso no es del todo cierto —apuntó Francesco—. En el fondo de mi corazón siempre comprendí que era inútil achacar a nadie mi desventura. Reconozco, incluso, que yo también os admiré cuando alguien me explicó que en vuestra obra erais capaz de bajar a los Infiernos para buscar a vuestra amada. Eso era bastante más de lo que yo había sido capaz de hacer.
—Pura filosofía, Francesco. En verdad, nunca he sido más que inter vere phylosophantes minimus, el menor de los filósofos. Ahora puedes ver que soy tan humano y vulnerable como cualquiera —replicó Dante, quitando importancia a aquellas palabras—. En la distancia es difícil ver la impureza que todos llevamos y que la fama oculta; no obstante, como decía Agustín, y esto sí que era Agustín quien lo decía —puntualizó bromeando—: «nada hay sin mancha». Y la mancha que todos llevamos, por uno u otro motivo, se ve perfectamente en el cara a cara. Por eso dicen que todo profeta es menos honrado en su tierra. Comprobarás que no soy muy distinto a ti, con mis rencores, mis tristezas y mis fantasmas…
—Como esos con los que yo tendré que convivir eternamente… —murmuró Francesco.
—Aún eres muy joven. Tendrás que acostumbrarte a convivir con esas y otras muchas cosas —afirmó Dante, amistosamente—. En nuestra mente alojamos a esos intrusos, que como malditos malhechores se cuelan y nos recuerdan continuamente todo lo peor. Se esconden allí, pero siempre están presentes, no lo dudes. Después de todo —dijo, quitando importancia—, quizás eso sea estar vivo y sólo la muerte nos libra de esos malos recuerdos. Otra forma de hacerlo es bañarnos en el Leteo, ese río cuyas aguas borran la memoria, pero eso está fuera de nuestro alcance como pobres mortales.
Tras estas palabras, el poeta hizo una pausa. Dudó un instante antes de entregarse a la narración de intimidades que muy pocas personas conocían. Ahora, esa peculiar sensación de reencuentro con su propia ciudad, el descarnado cara a cara con los fantasmas de su pasado y la impresión de que aquel joven atormentado y adusto deseaba abrirse en busca de algo parecido a la amistad suponían un estímulo. Sin olvidar el efecto del vino, que imprimía locuacidad en un hombre como Dante, poco dado a malgastar palabras. Inconscientemente, buscó en el fondo de su vaso algo más de esa elocuencia y apuró de un solo trago, que le limó la garganta, el líquido que allí quedaba. Luego, sin apenas pausa ni tomar aliento, se dispuso compartir sus propias aflicciones.
—¿Sabes que este viejo amargado y extraviado en luchas políticas estériles no ha logrado todavía ser inmune a esa pasión del amor? —le soltó de repente.
Francesco no dijo nada, pero no pudo evitar una expresión de sorpresa. El poeta se arrellanó hacia atrás en su silla. Arrastraba las palabras, casi paladeándolas entre los dientes, envuelto en un ambiguo placer, bien por rememorar aquellos momentos, bien por mortificarse con sus desatinos.
—Fue en Lucca… —dejó caer quedamente—, cuando la firmeza del exilio comenzaba a ser más fuerte que mis ilusiones. Ella era joven y hermosa, un arma peligrosa entre las manos de Amor. Pero me resultó cálida y comprensiva como una mujer madura, y en estos asuntos, Francesco, a diferencia de cuanto hablábamos anteriormente, el libre albedrío se esfuma. Nunca estarás tan de vuelta y curtido como para que el amor no intente atraparte y jugar contigo como con un simple muñeco de trapo. Familia, trabajo, desvelos políticos o morales…, todo lo arrasa como si no tuviera la menor importancia. Hay quien ha perdido un trono por su influjo…, o la cabeza misma, como nuestro sagrado Bautista; incluso el Edén, como nuestro padre común, Adán —completó, y sonrió tímidamente—. No pienses entonces que no te comprendo, Francesco.
Este asintió sin decir nada. El silencio se veía matizado por el ruido de la lluvia en el exterior.
—Influyó en mi obra —reconoció Dante—, pues en mi desastrosa actividad política poco importaba ya que lo hiciera. Ya ves, yo, que había confesado mi pretensión de trascender en el mundo con una obra en la que se juntaran el Cielo y la Tierra, contaminaba mis palabras con la pasión más terrenal y menos divina. Introduje variaciones en lo que ya estaba escrito, como si mi corazón precisara renovar cualquier camino que mis pies ya hubieran recorrido, y lo expuse alegremente para que se hicieran cuantas copias quisieran los amanuenses locales.
El poeta hizo una pausa y suspiró profundamente con la vista perdida en la semioscuridad del fondo.
—Me fui despertando —continuó en voz baja y tranquila—, porque la realidad es tan dura para un desterrado que deja poco margen a las ensoñaciones. Me propuse olvidarla y retomar mi obra con más fuerza y tesón de lo que nunca hubiera sido capaz de aportar, pero los desvaríos y cambios que había sufrido ya mi «Infierno» eran tantos que intenté conseguir la retirada de cuantas copias circularan con esta versión. La rechazaba como hija bastarda, producto de la debilidad y el desatino; sin embargo, ya era imposible. Al poco, abandoné Lucca, portando conmigo la determinación de no volver la mirada atrás. Y te aseguro que, hasta el momento en que he escuchado tu historia, pensaba haberlo conseguido.
Dante se sumergió en un nuevo mutismo reflexivo, en una de sus distantes meditaciones. Posó la mirada sobre el áspero tablero de la mesa. De allí la deslizó hasta sus propias manos. Cuántas veces, mientras ordenaba sus pensamientos y antes de tomar la pluma, se había quedado mirándolas, como si quisiera transmitirles la inspiración suficiente para transcribir mecánicamente sus reflexiones. Ahora, las veía envejecidas y estériles, impotentes y casi carentes de vida. De repente, para sobresalto de Francesco, salió de su ausencia con un respingo brusco que le incorporó en su asiento.
—¿Qué os sucede? —preguntó su escolta.
—Acabo de reparar en algo que antes había sido incapaz de recordar —murmuró Dante—. Algo que aclara algunas dudas, pero que en absoluto tranquiliza mi espíritu…
Francesco observó intrigado a su interlocutor, que parecía haber palidecido bajo la tenue luz de las lámparas y se agitaba inquieto en su escaño.
—Ahora sé que los asesinos de aquel árbol también seguían los dictados de mi obra —continuó Dante—, pero lo hacían con la versión repudiada que yo había pretendido condenar al olvido. Tampoco en esto cabe duda de que soy el inspirador de todas estas atrocidades…
Se sintió mal. Volvió a sacudirse con un escalofrío profundo que le produjo un involuntario temblor en las piernas. Una sensación de vahído, como si un «yo» angustiado e inmerso en el vértigo abandonara su propio cuerpo.
—Deberíamos irnos —comentó Francesco.
Esa fue una sugerencia que el poeta agradeció.