Capítulo 37

A Dante le costó identificar esas palabras como una expresión propia; las había empleado cuando sugirió a Francesco la conveniencia de mantener una reunión en un lugar más discreto que la sede del vicario de Roberto. Pensó que apenas había bastado un vaso de aquel vino para comenzar a embotarle los sentidos.

—¿Qué pensáis de esos beguinos? ¿Representan algún peligro para Florencia o su Gobierno? —continuó Francesco.

—No sabría decirlo —contestó el poeta pensativo.

—Parecíais muy seguro antes.

—De lo que creo estar seguro es de que ocultan algo —explicó Dante—. Ni en las palabras de aquel individuo tan aparentemente piadoso ni, por supuesto, en las del desvergonzado Filippone está toda la verdad. Ni todo son rezos, ruegos y plegarias en su actividad ni me creo que vivan únicamente de las limosnas obtenidas en Santa Croce. ¿De quién sería ese mensaje que esperaban a nuestra llegada? ¿Quién y para qué envía mensajes a extranjeros apartados voluntariamente del mundo en el barrio más miserable de Florencia? —se preguntó en voz alta.

Distraídamente, Dante tomó una de las castañas del cuenco. Estaba caliente y el poeta la encerró entre sus manos disfrutando de esa agradable sensación. Francesco le miraba con interés, pero no interrumpió sus meditaciones.

—Todo demasiado clandestino… —prosiguió Dante—, como aquel caserón con la puerta cerrada a cal y canto y todas sus ventanas clausuradas. Eso se hace con una taberna ilegal como esta, no con la casa de unos «humildes penitentes», como dicen ser ellos.

Dante dejó de dar vueltas a la castaña y decidió quitarle la cáscara. Mientras lo hacía continuó con la exposición en voz alta de sus meditaciones.

—Nuestros beguinos llevan unos pocos meses en Florencia, pero ellos mismos reconocen que anteriormente han recorrido otras tierras de Italia. Son hombres maduros, ya te habrás fijado en nuestro encuentro. En fin, es posible que hacia el año de nuestro Señor de 1300 estuvieran en su patria flamenca y tuvieran que salir precipitadamente —concluyó Dante, que se introdujo en la boca la castaña ya pelada y la masticó con parsimonia.

—¿Y qué? —preguntó Francesco con impaciencia.

—Pues que por aquellas fechas hubo en esas tierras una importante revuelta —afirmó el poeta—. Una de esas rebeliones de desesperados de las que te he hablado antes y que tú, como tantos otros, prefieres ver como una quimera.

Francesco dibujó un leve gesto de hastío. Quizás era más una reacción obligada por la incómoda alusión que porque pensara firmemente que Dante se equivocaba en sus premoniciones.

—Empezó en Brujas —continuó el poeta—, liderada por un curioso personaje: un pobre tejedor de paños llamado Pierre de Coninc, pero al que todo el mundo conocía como Pierre, le Roi, por su valor y habilidades, especialmente oratorias. Dicen que no bajaba de los sesenta años y que era un canijo famélico y tuerto de un ojo, incapaz de comunicarse en francés o en lengua latina; no obstante, con lo que sabía de su lengua materna debió de hacer maravillas, porque convenció a multitudes de pequeños artesanos para levantarse contra los ricos propietarios. Y entre los sublevados había tejedores como Pierre, carniceros, zapateros, bataneros, tundidores… o tintoreros —añadió con intención.

—¿Y triunfaron? —preguntó Francesco con escepticismo.

—Pues durante un tiempo lo hicieron —respondió Dante— porque fueron más listos que todos esos poderosos que los menospreciaban. Mientras que estos pedían ayuda al rey francés para aplastarlos, ellos supieron aliarse con la nobleza local, en guerra contra Francia, para vencerlos. Con estos apoyos montaron primero una conspiración en la ciudad de Brujas. Acabó con una verdadera matanza de franceses que seguramente haría palidecer a la carnicería de lo que conocemos como las «vísperas sicilianas». Cuentan que las calles y plazas de aquella ciudad quedaron sembradas de cadáveres y que se tardaron tres días en recogerlos todos con carros para enterrarlos a las afueras de la ciudad. Además, entre los muertos, también había ciudadanos poderosos que poco tiempo atrás habían paseado su riqueza y su orgullo por esas calles ahora inundadas de sangre. Luego, con más entusiasmo que verdadera preparación, porque ni eran gentes habituadas al combate ni tenían casi armas con las que combatir, formaron parte de las filas del conde Guido de Flandes en Courtrai. Allí consiguieron hacer sucumbir, nada más y nada menos, que a la caballería francesa. La flor de la caballería mundial humillada y deshonrada por el ejército más vil y peor pertrechado que uno pueda imaginar —añadió Dante con una innegable satisfacción que denotaba sus pocas simpatías por los franceses.

—¿Qué tiene todo eso que ver con los beguinos de Santa Croce? —preguntó Francesco con indisimulada impaciencia.

—Bueno —dijo Dante—, al cabo de un tiempo, la potencia francesa reaccionó y consiguió derrotar a estos incómodos enemigos. La nobleza flamenca consiguió una paz honorable, pero significó el fin del levantamiento del popolo minuto y muchos rebeldes prefirieron huir antes que confesar sus pasados crímenes bajo tormento. Quizás ese fuera el momento que eligieron para pasear sus penitencias por las tierras de Italia.

—Dadme un buen motivo y enviaré allí a unos cuantos de nuestros soldados —afirmó Francesco sin un asomo de pasión—. Echarán abajo su bonita puerta verde y os llevarán a vuestros beguinos flamencos a palacio, cargados de cadenas.

—No tengo tanto convencimiento como para solicitar tal cosa —respondió Dante con firmeza—. Ya te lo dije, tengo hipótesis, no pruebas.

—Con menos, se balancean algunos al sol y colgados de una soga —dijo su interlocutor, antes de dar un nuevo trago a su vaso.

—Sí —concedió Dante en tono burlón—. Es costumbre de nuestros compatriotas sostener que «donde no hay motivo para proceder, es necesario inventarlo». Lo he sufrido en mis propias carnes; sin embargo, si finalmente ellos no tienen nada que ver, seguiríamos teniendo crímenes y habríamos perdido un tiempo precioso por no asegurarnos. Y después, ¿qué les diríamos a nuestros «hermanos penitentes»?

—¡Bah! —exclamó Francesco con indiferencia—. Probablemente no los echaría nadie en falta y algunos se ahorrarían las limosnas.

Dante se sintió de nuevo desolado. Esas palabras reflejaban una opinión tan generalizada que, a veces, el concepto mismo de justicia se convertía en algo vacío, una excusa sin más para dar a entender que la sociedad en su conjunto no estaba abandonada a su suerte. Dante se preguntaba dónde y cuándo la «muy noble hija de Roma» había dejado de lado la sacrosanta tradición jurídica de sus antepasados. Los florentinos se habían dedicado a institucionalizar actitudes como la vendetta, injustos castigos en cascada que sufrían multitud de inocentes para desahogar la frustración de no dar con el verdadero culpable de algún delito. Despreciaban así las enseñanzas y consejos de sabios jurisconsultos romanos, y practicaban detenciones arbitrarias a partir de acusaciones poco sólidas o incluso inexistentes. Aplicaban sistemáticamente el tormento para conseguir todo tipo de confesiones. A diario, se veía cómo absolvían a culpables cuando estaban bien situados en la escala social y se condenaba a inocentes que tenían la desgracia de carecer de medios económicos. Tampoco la Iglesia, en su desaforada lucha contra la herejía, había hecho mucho para que los ideales de la justicia cristiana se plasmaran en una verdadera justicia terrenal. La inquisitio reunía en la misma persona a investigador y juez en procesos secretos, y daba amplios poderes para la detención y el encarcelamiento del reo sin que se considerara obligatorio, ni siquiera aconsejable, informar al acusado de los cargos que sobre él pesaban. No había obligación de identificar a los testigos ni de, necesariamente, asignar un defensor al procesado, para el que la dificultad de apelar contra los fallos era tal que se hacía prácticamente imposible revocar una condena. La Inquisición, además, había confiado en una turbia práctica, la de la delación, que había llevado incluso a hijos pequeños a declarar contra sus padres y había dado rienda suelta a la codicia, la malicia o el sadismo de los vecinos. Todo ello había contribuido, sin duda, a que aquellas gentes aceptaran sin cuestionar, todo lo más mirando hacia otro lado, cualquier tipo de brutalidad.

—No obstante, no haremos nada todavía —se limitó a decir Dante.

Un gesto de indiferencia fue la única respuesta de Francesco, que cogió un nuevo pedazo de la fuente de pescado.

—Nuestra urgencia es esclarecer unos crímenes muy concretos —siguió el poeta con aire de justificación—. Que ellos sean o no unos rebeldes con otros crímenes a sus espaldas será algo que la justicia de Dios y los hombres tendrán que aclarar en su momento. En verdad, lo único que nos ha conducido a ellos han sido las palabras de un predicador loco de muy dudosa credibilidad. Divagaciones sobre beguinos corruptos que, en la realidad, parecen cualquier cosa menos lujuriosos. Y delirios sobre ciertos demonios mudos de uñas azules que, por cierto, ni siquiera sabemos qué quieren decir…

—Como queráis —respondió Francesco con desdén—. Es vuestra investigación, vuestra ciudad y vuestro nombre lo que está en juego.

Dante se sintió molesto. Estaba algo mareado por el vino ingerido. Además, la humedad atacaba sus huesos cansados. Moralmente, no se encontraba mucho mejor; mortificado por su situación personal y por aquellos aborrecibles sucesos que parecían casi realizados en su nombre, se veía sumido en la impotencia de no saber encontrar una conexión lógica o medianamente aceptable entre su obra y los crímenes.

—¿Mi nombre en juego? —objetó—. Sólo porque unos bastardos sin corazón ni alma que salvar se diviertan sembrando el pánico imitando vilmente mi obra, ¿tengo yo que lavar mi nombre aun a costa de mancharme las manos con la sangre de otros?

La respuesta fue un silencio pesado como una losa.

—Tantas veces me he cuestionado eso mismo en estos días —continuó hablando—, como veces he tenido después la tentación de rechazarlo todo y olvidarme de Florencia, de mi pasado, de mi nombre o de mi reputación. El cariz que va tomando este endiablado asunto no alivia en absoluto la tristeza de mi regreso a hurtadillas. ¿Qué precio se tendrá que pagar por alcanzar la verdad? Si es que llegamos a alcanzarla…

El silencio se hizo ahora más denso y Dante no parecía con ganas de volver a romperlo. Se convirtió en una sombra apostada sobre ambos hombres. Inopinadamente, fue Francesco quien lo rompió.

—Habláis de la verdad…, pero esta mañana me dijisteis algo sobre que cada uno defiende su verdad…

Dante asintió con cierta sorpresa. Había llegado a dudar de que sus palabras merecieran la suficiente atención para su forzado compañero.

—Probablemente. Algo así diría.

—Más de una verdad, entonces… —dijo ahora Francesco, con cierto matiz de inseguridad—. ¿Es eso posible?

Dante se incorporó en su asiento, pues encontró un renovado interés en la conversación.

—Supongo. Pero ¿qué es lo que quieres decir?

Francesco se revolvió algo inquieto. Parecía hallarse en una posición incómoda y Dante temió que quisiera zanjar bruscamente la conversación. Sin embargo, trató de explicarse.

—Dicen que… —titubeó— la verdad sólo tiene un camino.

—Eso es una frase hecha, Francesco —respondió Dante con una sonrisa—. Y como tal, no del todo cierta.

—Pero sólo si conocemos la verdad podremos ser libres…, eso se nos repite una y otra vez —dijo Francesco—. La verdad os hará libres, decía Agustín. ¿Cómo serlo si hay múltiples verdades?

—Quizás Agustín estaba muy interesado en limitar la verdad para justificar su, a veces, desmedida libertad —bromeó Dante—. Aunque llegó a ser magno ejemplo de vida cristiana, esa no fue, precisamente, su actitud durante su azarosa juventud. En cualquier caso, esa frase que mencionas proviene, en realidad, del Evangelio de San Juan y…

—Lo que decís suena casi a blasfemia —interrumpió bruscamente Francesco, que se echó hacia atrás en su escaño. Tal vez estaba algo molesto por el error aclarado—. ¿Acaso no existe, entonces, una única verdad?

—Sí, claro que eso sí —respondió Dante con condescendencia—. Por supuesto que Dios es la única Verdad. A eso se refería Juan y eso es indiscutible. Lo que ocurre es que puede ser el final del camino, pero no un único camino.

Francesco permaneció mudo y perplejo. Dante sonrió suavemente.

—¿No es cierto que distintos caminos conducen a la misma ciudad? —dijo.

—No comprendo qué tiene que ver —respondió Cafferelli.

—Verás, Francesco —continuó el poeta sin abandonar la suavidad—, yo también creía que sólo existía una única verdad, mi propia verdad. Por defenderla fui expulsado de mi patria, me vi abocado a aliarme con otros que soñaban con el mismo objetivo que yo: regresar; sin embargo, al mismo tiempo, defendían otra verdad, a veces muy distinta a la mía. Casi me desperté en medio de aquella compañía loca e impía. ¿Y qué ocurría mientras tanto en Florencia? —preguntó enfáticamente—. Pues que aquellos que yo consideraba profundamente equivocados mantenían el Gobierno con bastante apoyo. Ahora, cuando retorno, descubro que mi añorada Florencia no se ha convertido en una Babel corrupta y deshecha, una ciudad en plena descomposición, podrida en sus errores y sumergida en el desastre; excepción hecha, claro está, de los desagradables acontecimientos que todos conocemos. No, Francesco. Me encuentro con una ciudad aún más grande, más bella que la que yo me vi forzado a abandonar. ¿No deseábamos eso todos en el fondo? Ya ves, distintos caminos para conseguirlo. Y aun así, no pienso que yo estuviera equivocado. Ya sabes, soy Dante Alighieri, el poeta tozudo.

Terminó su disertación con una sonrisa triste. Francesco intervino y lo hizo con un cambio de tema que demostraba cómo había estado de atento a las palabras que Dante le había dirigido en sus escasos momentos de conversación.

—Mi padre sí que os conocía a vos —dijo—. Y os admiraba. Creía que vuestra presencia en esas filas validaba su decisión, aun cuando no le hubieran dejado tomar parte de su defensa. Quizá por eso aprendí a despreciaros, a no querer caer en esa admiración suya. Os veía como una de las causas de esa obstinación que le habían llevado a la ruina y a la miseria, a él mismo y a toda su familia.

Hablaba sin verdadero odio o reproche. Mantenía su cuerpo un poco hacia atrás, lo que hacía que su rostro se mezclara con las sombras. Dante pensó que no quería que él fuera testigo de su expresión.

—Decía que por los grandes hombres y las grandes causas es de justicia incluso dar la espalda a los tuyos —continuó el joven—. En el colmo de su exagerado delirio llegaba a poner el ejemplo del Salvador.

—¿Y no piensas que tenía razón? —preguntó Dante.

—Quizá sí… —dudó Francesco—. Pero, en aquel momento, desde luego que no. No había hombres ni causas que mitigaran tanto dolor o que justificaran perderlo todo. Bienes, familia, amigos… Todo.

Un pesado silencio cubrió de nuevo la estancia. En el exterior, la lluvia arreció de improviso y su murmullo creciente se hizo claramente audible en aquel cobertizo.