Capítulo 36

EFECTUARON su retorno por las callejuelas que llevaban hasta la plaza de San Ambruogio. Francesco no abandonó en ningún momento su afán vigilante, pero tal vez sorprendido por los insospechados recursos de su acompañante, se mostró con mayores ganas de hablar que en anteriores ocasiones. El último gesto de Dante en su diálogo con el beguino le había intrigado tanto que no tardó en preguntar por él, mientras proseguían su camino, enfilando desde San Ambruogio hacia el oeste, por la vía de los Scarpentieri, ocupada por múltiples zapateros. Allí, gran parte de los talleres de calzado de la ciudad mostraban su producción a los viandantes.

—¿Por qué habéis tendido de esa forma la mano a aquel hombre? —preguntó con curiosidad.

—Esperaba un gesto de su parte —se limitó a contestar Dante con una sonrisa.

—¿Qué gesto? —insistió Francesco.

—Un apretón con su propia mano —replicó el poeta.

—¿Para qué iba a hacer tal cosa?

—A modo de saludo…, y algo más que eso —respondió Dante—. Como prueba de amistad y de alianza.

Francesco miró a su acompañante, con extrañeza.

—No os entiendo —reconoció con franqueza.

—Verás —explicó el poeta—. Flandes es tierra de beguinos y begardos. En ningún otro lugar del mundo encontrarías tantos hombres y mujeres reunidos en sus confraternidades piadosas; sin embargo, también es donde la gente de los oficios más humildes ha conseguido mayor organización, formando sociedades del tipo de las que están severamente proscritas en Florencia. A través de ellas han promovido no pocas rebeliones y revueltas sociales, a veces muy sangrientas, en protesta por sus condiciones de vida. Y, a veces, para ponerse en contacto, los encargados de propagar esas rebeliones recurren a ciertos símbolos que sólo conocen los iniciados. Los apretones de manos como saludo, que ellos llaman tekeans en su confuso idioma, son uno de esos símbolos de complicidad en aquellas regiones.

—Un símbolo… —razonó Francesco en voz alta—. Igual que una puerta verde.

—Efectivamente —dijo Dante, ampliando su sonrisa.

—Pero no os ha respondido al saludo —objetó.

—No lo ha hecho —reconoció el poeta.

—Entonces, no tienen nada que ver con esos movimientos.

—Quizá no —replicó Dante—. De todos modos, el maestro Aristóteles decía en la Ética que «una golondrina no hace verano». Yo sostengo que el hecho de que sólo veamos una golondrina no quiere decir que no vaya a llegar nunca el verano.

—Es decir, seguís convencido de que son algún tipo de rebeldes antisociales.

—No puedo asegurarlo —se defendió el poeta—. Mera hipótesis.

Francesco calló como si desistiera de seguir indagando. Dante juzgó oportuno ampliar sus explicaciones y razonamientos en este momento.

—Nuestros hermanos penitentes flamencos son tintoreros —comenzó—. Sin embargo, desde que viven en Florencia y, probablemente desde su presencia en Italia, no ejercen como tales. Se dedican a la limosna y la oración, pero entre ellos hay una unidad de origen, ¿comprendes? Quiero decir que están asociados en su confraternidad por razón de ser gentes del oficio. Oficio que, lógicamente, deben de haber ejercido en algún momento en Flandes. ¿No te parece probable que ya entonces estuvieran asociados de alguna forma?

—Es posible —murmuró Cafferelli, sin un pleno convencimiento.

—Claro que eso no los convierte necesariamente en rebeldes —concedió Dante—. Eso será otra de las cosas que tendremos que averiguar.

—En verdad que sois tozudo, poeta —dijo Francesco, aunque en ese calificativo ya no reposaba la carga peyorativa que le había dado anteriormente.

Aminoraron el paso al llegar a las cercanías de la antigua puerta de San Piero. El día había ido avanzando y el sol se mostraba casi perpendicular sobre el tímido cielo florentino. La actividad había descendido en las calles coincidiendo con el momento del almuerzo de los ciudadanos. Dante hizo notar esta circunstancia a Francesco.

—Los florentinos siempre tan respetuosos con los horarios —bromeó el poeta—. De aquí a poco, las calles quedarán casi vacías. Sería conveniente que nosotros mismos siguiéramos su ejemplo. A veces es más fácil recapacitar si el estómago no está vacío.

Francesco asintió en silencio.

—No obstante —apuntó Dante—, no quisiera volver aún a palacio. Probablemente me reclamaría el conde, o desaparecerías de mi vista nada más entrar. Quiero intercambiar contigo mis puntos de vista.

—Entonces —afirmó Francesco—, seré yo quien os guíe ahora.

No anduvieron demasiado trecho hasta que Francesco dio por finalizado el paseo. Habían dejado de lado la plaza de Santa María Maggiore y recorrido un breve tramo de la vía Buia. El escaso movimiento callejero no daba una muestra inmediata de la existencia de alguna posada o taberna; sin embargo, Francesco se detuvo ante una puerta sólida y oscura. En la fachada, los postigos estaban cerrados, pero apenas aminoraban el bullicio existente en el interior. A Dante le vino a la cabeza aquella supuesta domus paupertatis de los beguinos flamencos y el portón verde que los separaba del exterior. Las palabras de Francesco reflejaron con ironía sus pensamientos.

—Ya veis que hay muchas «puertas verdes» en Florencia. Aunque no sean, precisamente, de ese mismo color.

El joven golpeó la puerta con determinación. Una portezuela que hacía las veces de mirilla se abrió y un par de ojos enrojecidos los observaron con atención.

—¿Qué deseáis? —preguntó con fingida sorpresa.

—¡Abre, bastardo! —gritó Francesco, que acompañó su impaciencia con una violenta patada en la puerta que hizo al mirón separarse de un salto de la abertura.

Inmediatamente, se oyeron descorrerse dos cerrojos. Se abrió la puerta y los ojos irritados se completaron con el rostro abotargado y congestionado de un hombrecillo gordo y desaseado cubierto con un delantal de cuero; un tabernero que se echó a un lado servicialmente para franquearles el paso.

—Disculpad —dijo con una sonrisa nerviosa—. No os había reconocido.

Francesco no prestó atención a la excusa, como ni siquiera lo hizo con su persona. Pasó sin más demora, seguido por Dante, que recibió una bofetada de aire caliente al entrar en aquel ambiente cargado y bullicioso. Evidentemente, aquella sala grande, iluminada con antorchas que suplían la luz del día y sin apenas ventilación, era una taberna. La clandestinidad les permitía evitar los elevados impuestos —se sustituían a la postre por adecuados sobornos— y las severas proscripciones de horarios y servicios que establecía el Comune para las posadas regulares. Era ilegal, pero de existencia evidente para cualquiera que frecuentara la zona: un ejemplo más de la gran mentira en la que vivía la sociedad florentina, con su fachada de leyes y ordenanzas, de legalidad e impolutas apariencias, y su trastienda sucia y oscura. Esa realidad oculta en la que vivía la mayor parte de los florentinos.

La estancia tenía aspecto de bodega, con sus paredes desnudas de ladrillo visto. La existencia de tres enormes barriles almacenados junto a la pared izquierda de la entrada reforzaba esa impresión. Hacia la derecha, el local estaba repleto de grandes mesas de madera con sus bancos adosados. En el interior, el jaleo era indescriptible. Numerosos hombres jugaban, comían o bebían sin atender a normas o modales mientras hablaban a gritos. Las únicas presencias femeninas eran unas pocas sirvientes, muy jóvenes. Eran, quizás, hijas o parientes del mesonero. Se deslizaban entre las mesas portando los pedidos de los clientes. El calor asfixiante, el esfuerzo continuo y su corretear para desaparecer y volver a aparecer tras una cortina negra situada al fondo, justo frente a la puerta de entrada, las empapaba en sudor haciendo que se les pegaran las vestiduras al cuerpo en las zonas donde más se resaltaban las formas femeninas. Provocaban con ello un sinfín de miradas lujuriosas y más de un comentario soez.

El caballero se encaminó con paso decidido hacia la cortina que, sin duda, cubría la comunicación con la cocina y la despensa. Dante le siguió de cerca, notando a su espalda la respiración jadeante del agobiado tabernero. No era ese acceso, sin embargo, su destino. Atravesó un vano sin puerta que se abría junto a la cocina, que daba acceso al patio. Allí, Dante tembló por un instante, afectado por el brusco cambio de temperatura en este nuevo espacio a cielo abierto. El muro de la izquierda, de mampostería basta, contaba con tres ventanucos apenas más anchos que una tronera. Por ellos se escapaba el humo y los olores de lo que se estuviera preparando en los fogones. A la derecha se alzaba —construido en madera de estructura más aparente que segura—, un corral cubierto de paja sucia que se suponía dispuesto para dar cobijo a unos cuantos pollos y gallinas. Estos, sin embargo, picoteaban en absoluta libertad por todo el patio. Una mezcla fuerte de olores a orina, vómitos y desechos humanos daba a entender que no sólo los animales hacían uso de aquella paja, sino que compartía labores de aliviadero para aquellos hombres ruidosos que se divertían en la taberna.

Francesco apartó de una certera patada a una de las aves, que salió revoloteando. Se dirigía al fondo del patio, donde había un pozo casi pegado a la tapia. A su altura, levantado en el extremo final de los corrales, se alzaba un cobertizo. Hecho también de mampostería, tal vez habría servido como almacén de grano. Se distinguían en él un par de puertas con cerradura. Frente a ellas se pararon. Entonces, el tabernero, con una llave grande y herrumbrosa, abrió una de ellas, que respondió chillando sobre sus goznes. Dante observó que el hombrecillo portaba también una lámpara encendida en la mano. El pequeño fanal de aceite iluminó de inmediato un espacio no mayor de dos brazas y media de largo y otro tanto de ancho. Colgó la lámpara de un clavo en una de las paredes e invitó a sus huéspedes a pasar. Una mesa y cuatro banquetas se bastaban para casi abarrotar la estancia. La pared y el techo, abovedado y cruzado por un par de viguetas de madera, rezumaban humedad y olor a salitre. Telarañas y polvo sucio e incrustado tapizaban las esquinas allá donde la luz mortecina apenas permitía distinguirlo.

—¿Será lo habitual? —preguntó el tabernero tímidamente.

—Para dos —respondió secamente Francesco, mientras tomaba asiento en uno de aquellos bancos.

El hombre del mandil desapareció de inmediato cerrando la puerta a sus espaldas. Dante también se sentó, frente a Francesco, y se arrebujó en su capa, temblando por efecto de la humedad. A esta media luz de la lámpara observó cómo, sin embargo, su acompañante se despojaba de su capa y de su arma, que dejó sobre la mesa, siempre al alcance de su mano. Francesco conservaba, en todo momento, el porte altanero de un guerrero. Dante se preguntó si alguna vez habría estado verdaderamente en una batalla.

—¿Sorprendido? —preguntó Francesco, que miró fijamente a Dante.

—No —respondió—. En verdad, más bien admirado por esa capacidad que muestras de moverte por igual en palacios que en tugurios.

Francesco desvió la mirada y Dante tuvo la impresión de que su joven acompañante no se sentía especialmente cómodo cuando se hacía alguna alusión, aunque fuera velada, a la aventura inicial de su secuestro.

—No siempre las reuniones más confidenciales se celebran en palacios —afirmó Francesco—. Ni esos palacios son garantía de que lo que se trata en ellos quede en secreto.

—Lo sé —dijo Dante.

—En cualquier caso —insistió—, si no es de vuestro agrado…

—No hay problema —le tranquilizó Dante con una sonrisa conciliadora—. Ya lo dice el refrán: «En la iglesia con los beatos y en la taberna con los borrachos». No soy hombre que se adapte solamente a los palacios…

Un estrépito llamó la atención de Dante. El jaleo de voces amortiguadas que los acompañaba de continuo alcanzó mayores proporciones y algún que otro grito extemporáneo destacó sobre el resto.

—No os sobresaltéis —apuntó Francesco, tranquilo y burlón—. No se trata de una de esas rebeliones que tanto teméis. Todo lo más, algún borracho salido de tono.

—¿Cómo puede mantener el orden entre esa chusma un hombre solo, sin poder recurrir a las autoridades? —dijo Dante, en una pregunta que en realidad era una reflexión en voz alta.

—La mitad de esos borrachos comen y beben a cuenta del tabernero, a cambio de que le partan la cabeza a la otra mitad si fuera necesario —respondió Francesco despreocupadamente.

Volvió a abrirse de nuevo la puerta, y aparecieron dos de aquellas doncellas sudorosas. Con premura dejaron sobre la mesa lo demandado, colgaron otra de aquellas lámparas en un clavo de la pared contraria y desaparecieron dejándoles la puerta tan cerrada como a su llegada. El escándalo exterior parecía haber remitido, o al menos alcanzado las proporciones normales. En su reducida estancia, a la nueva luz de las dos lámparas, Dante fue capaz de distinguir las grandes manchas blanquecinas de salitre y las verdes negruzcas de moho que decoraban a partes iguales el interior. Sobre la mesa habían dejado dos vasos de barro y una jarra grande de vino, así como una fuente con trozos de pan moreno, cortado como si fueran las sobras de un banquete. Otro par de fuentes y un cuenco repleto de castañas asadas completaban el menú. En una de esas fuentes se alineaban unos pedazos de queso elaborado con leche de oveja, seco y de aspecto terroso; el filo irregular de las porciones daba a entender las dificultades del corte por su dureza. La otra fuente estaba dividida, a partes casi iguales, en dos montones de color y aspecto diferente: uno estaba formado por tajadas de carne en salazón, probablemente de cerdo, y el otro por algún tipo de pescado ahumado. Nada de fruta. Ese era un lujo impensable en semejante establecimiento. No se sorprendió de ver las castañas, porque su consumo estaba muy difundido entre las clases populares. Fáciles de encontrar y de conservar, baratas y con un alto poder nutritivo, se consumían casi de cualquier forma.

—No es gran cosa —dijo Francesco como si leyera sus pensamientos; tomó la jarra y rellenó ambos vasos con un vino oscuro que tiñó de rojo sangre el cerco dejado por el recipiente al apoyarse en la mesa—, pero yo no me fío mucho de los alimentos que por aquí se atreven a llamar frescos.

Dante, casi por cortesía, probó el vino que le acababa de servir. Era basto y rasposo, y pensó que no haría falta ingerir mucha cantidad para que se produjeran incidentes como el que acababan de escuchar e imaginar. Francesco tomó un pedazo de pan acompañado por uno de aquellos trozos resecos de queso. Dante optó por probar una de las tajadas de carne, que resultaron ser, efectivamente, de cerdo. Un sabor demasiado salado. Una salazón demasiado antigua de un animal que no provenía, precisamente, de una matanza reciente. A duras penas, consiguió tragarse entero aquel pedazo, y se vio forzado a ingerir de nuevo vino para enjuagarse la boca. Francesco mordisqueaba su queso con aire divertido y apenas hubo posado Dante su vaso sobre la mesa, sirvió de nuevo vino en ambos recipientes. Tomó luego un trozo de pescado e invitó con la mirada a Dante a hacer lo mismo. El pescado era bastante más aceptable: una carpa más reciente, ahumada en el hogar de la propia taberna, que presentaba un sabor agradable. Tras apurar su vino, Francesco volvió a quebrar el breve silencio con el eco áspero de su voz.

—Intercambiemos esos puntos de vista cuando lo deseéis.