NO tuvieron que esperar demasiado tiempo. Parapetados en aquella esquina desde la que se divisaba el portón verde, ambos hombres dejaron pasar el rato sin apenas cruzar palabra, como si temieran ser escuchados o descubiertos por algún indeseable. Dante aprovechó para reordenar sus pensamientos y conjeturas, aún sin encontrar un encaje lógico a gran parte de ellos. Francesco vigilaba. No dejaba de vislumbrar alrededor, cada vez más nervioso y siempre atento a detectar el mínimo movimiento. La espera terminó cuando se hicieron visibles tres figuras que emergían por la otra esquina de aquella calle del edificio de las ventanas clausuradas. Se aproximaban ligeras; una de ellas apenas a cuatro o cinco pasos por delante de las otras dos. Dante urgió a Francesco porque temía no llegar hasta su altura antes de que desaparecieran por la puerta. Los ayudó el hecho de que los recién aparecidos, sin duda sorprendidos por la presencia de dos extraños en su refugio, aminoraran un tanto su marcha. Casi frente al primero de aquellos hombres, Dante, seguido muy de cerca por Francesco, se detuvo y saludó de manera amistosa.
—Saludos. Que Dios esté con vosotros.
El hombre se detuvo, mudo, con nula expresión en el rostro. Iba vestido con un tosco manto de color gris, característica seña de identidad de multitud de beguinos que anidaban por aquellas tierras. En vez de responder, se quedó allí frente a ellos, guardando apresuradamente sus manos por ambas aberturas laterales, bajo su saya. Esto provocó un movimiento instintivo de defensa en Francesco, que también introdujo su mano derecha bajo su capote, aunque sin mostrar su arma. Entonces, de los dos compañeros que se aproximaban, uno de ellos se dirigió en tono neutro a Dante.
—Saludos, hermanos en Cristo. ¿Traéis nuevo mensaje?
Dante no supo qué responder. El que había proferido estas palabras, que había llegado a la altura de aquel que le precedía, se detuvo a su lado. El beguino que completaba el trío se puso, igualmente, junto a él. Todos adoptaron la misma posición, con las manos bajo la túnica. Un gesto colectivo que tranquilizó a Dante, que esperó que también lo hiciera con su escolta, porque parecía más una postura ritual que algún tipo de artimaña peligrosa. Creyó percibir en el que antes había hablado cierta perplejidad, confirmada por el giro que dio a sus palabras. Les convirtió, repentinamente, de virtuales mensajeros en desconocidos caminantes.
—¿Qué podemos hacer por vosotros? —dijo ahora, con evidente acento extranjero.
—Sólo buscábamos un rato de charla —dijo Dante con una sonrisa, sin perder las maneras afables—, pero parece que vosotros estabais esperando algún mensaje de importancia y no quisiéramos importunaros —añadió con maliciosa intención.
Su interlocutor parecía llevar la voz cantante del grupo. Era un hombre de cierto aplomo, que actuaba con muestras de que tal equivocación no le producía ninguna turbación. En su rostro curtido se marcaba una barba descuidada de tonos entre rojizos y castaños, pero en sus inquietantes ojos grises se reflejaba un brillo de inteligencia y mando.
—No preocupéis —dijo marcando su entonación extranjera—. Simple confusión.
Dante pensó en aquel momento que le hubiera encantado conocer el origen de tal confusión.
—De modo que es verdad que sois franceses —comentó Dante sin abandonar su cordialidad.
—Flamencos en verdad. La mayor parte de hermanos, sí —se sinceró, tal vez anticipando que aquel extraño sería capaz de advertir la diferencia.
—Por eso teníamos curiosidad por hablar con vosotros —dijo Dante con interés—. Nos habían comentado algo así y en verdad que resulta peculiar —comentó con un fingido aire meditabundo—. ¿Cómo y para qué os ha podido conducir Dios hasta este barrio de Florencia?
—Somos gente de oficio. Hacemos penitencia con los nuestros —respondió, sin inmutarse, haciendo uso de su peculiar adaptación del toscano. Tampoco sus acompañantes se alteraron lo más mínimo.
—Sí, pero venir de ultramonte hasta aquí sólo por eso… —comentó Dante con una franca sonrisa—. ¿No había en tantas millas de distancia otra sede más adecuada a vuestras penitencias?
—Ningún lugar más noble y bueno que Florencia, junto a casa misma que fundó el piadoso Francisco —replicó sin mayor emoción.
—Claro, claro —se excusó Dante sin apearse del buen humor—. Sois beguinos cercanos a las enseñanzas más puras predicadas por el buen Francisco —resaltó, con maliciosa intención, pues utilizó el término que los calificaba y a la vez los situaba en el punto de mira de los cazadores de herejes y los asociaba, de un plumazo, al ala más controvertida de la orden franciscana, la de los espirituales.
—Preferimos «humildes penitentes» —contestó el hombre, que ahora sí parecía un tanto molesto y mostraba cierta impaciencia—. En realidad, no hay relación directa con una orden.
Dante adoptó un gesto de comprensión y disculpa. Quizás estaba resultando impertinente en exceso, pero no soñaba con una especial locuacidad por parte de su interlocutor y tal vez un medido hostigamiento le ayudara a sacar algo más en claro.
—Hablas bastante bien nuestro idioma para el poco tiempo que parece ser que lleváis en Florencia —dijo Dante.
—Recorremos varias tierras en Italia antes de Florencia —respondió el hombre.
—Y supongo —apuntó Dante, cambiando de tercio— que entre estas gentes laboriosas habréis sido bien recibidos. Comprenderéis sus problemas y necesidades. De hecho, vosotros mismos sois tejedores, ¿no es cierto?
—Tintoreros —puntualizó, y el fastidio parecía ir transfigurando su cara—. Casi todos tintoreros. Problemas de trabajadores son iguales en todos lugares —dijo vagamente.
—Pero vosotros no trabajáis en el oficio, ¿verdad? —interpeló Dante con falsa inocencia—. Eso quiere decir que solicitáis sus limosnas, y no suelen ser gentes muy sobradas de recursos, sino más bien lo contrario…
—Queremos ayudar a quienes más necesitan con poco que dan quienes pueden —le interrumpió el hombre, ya con franca impaciencia—. Son gente solidaria, aunque pobre. No es lo mismo quien trabaja que desempleado. O viuda o huérfano. ¿Es intención vuestra aportar algo a causa, hermanos? —añadió con una indudable ironía comedida que, además, implicaba una sutil forma de indagar sobre los motivos de tal conversación en plena calle, a sólo unos pasos de su refugio.
—¡No dudes de que lo haremos dentro de nuestras posibilidades! —respondió Dante—. Confirmada la existencia de vuestro piadoso grupo, del que tan bien habíamos oído hablar, y de la posibilidad de ayudar eficazmente a estas pobres gentes, será un verdadero placer hacerlo. Aquí es donde podremos encontraros, ¿verdad? —dijo el poeta, señalando con el índice el portón verde.
—Sí —dijo escueto el beguino—. Nuestra domus paupertatis.
—Parece grande —comentó Dante—. ¿Tantos hermanos sois?
—No demasiados —replicó sin apuntar un número concreto—. Vivimos austeros, ocupamos poco espacio. Y a veces con peregrinos, vagabundos, enfermos sin techo.
Dante sonrió, pero antes de que pudiera decir algo nuevo el flamenco le atajó con una frase que sonaba a clara despedida.
—Hermanos, si no somos más útiles, tenemos prisa para oraciones. Quedad con Dios.
—Que Dios os guarde también a vosotros —contestó Dante.
Entonces, el poeta culminó su despedida con un gesto que Francesco acogió con extrañeza. Extendió su brazo derecho, con la palma abierta hacia un lado, en la dirección de su interlocutor. Los tres beguinos miraron fijamente aquella mano tendida. El que había sido su exclusivo interlocutor pareció titubear por un instante, como si dudara en reaccionar de alguna forma ante tal ofrecimiento. Finalmente, optó por despedirse con una discreta reverencia, una leve inclinación frontal de su cabeza, e inmediatamente retomó su camino seguido muy de cerca por sus dos compañeros. Llegaron a la puerta verde, que se abrió sin necesidad de llamada y con una rapidez que probaba que, desde el interior, se había estado al tanto de ese encuentro. Los beguinos entraron en la casa sin mirar atrás y Dante, sin abandonar una sonrisa que a Francesco se le antojaba bastante enigmática, se volvió hacia su acompañante.
—Bien, Francesco, ahora ya podemos regresar. Y, a ser posible —añadió sarcástico y con el gesto arrugado—, lo haremos por lugares más salubres.