Capítulo 34

CAMINANDO siempre hacia el norte llegaron a la vía por todos conocida como de Malcontenti. Un nombre indudablemente merecido, porque era el último recorrido que hacían los condenados a muerte cuando eran conducidos al patíbulo. Este se encontraba fuera de la muralla, a la izquierda de la torre de la Zecca y la puerta de la Justicia. Albergaba la horca y los siniestros aparejos del verdugo, junto a una pequeña iglesia encargada de entonar los escasos salmos que se dedicaban a los ajusticiados. Recorriendo aquellas callejuelas sucias e irregulares, trataron de adoptar las máximas precauciones para evitar alguna sorpresa desagradable. Estas vías estrechas y tortuosas serpenteaban entre casas pequeñas y mal conservadas. Allí, cada uno, por su cuenta, había tratado de ganar espacio colgando balcones y halconeras: una desesperada pretensión de alargar las habitaciones que, en realidad, dotaba a la calle un aspecto de túnel inseguro; un lugar que daba la impresión de poder derrumbarse sobre la cabeza del viandante en cualquier momento. Para acabar de estrechar el recorrido, era frecuente que las escaleras fueran exteriores, lo que constituía un discreto cobijo para los malhechores y un lugar único para sorpresas, hurtos y homicidios.

Francesco marchaba en guardia continua. Movía frecuentemente la cabeza, en un desesperado afán por tener controlada la situación en todo momento. A veces, de modo inconsciente, dirigía la mano hacia aquel lugar en el que colgaba su cuchillo. Se cruzaron con algunas personas en su camino, que atareadas, quizás absortas en sus labores y preocupaciones, no parecían mostrar mucho interés por la presencia de aquellos dos extraños. Pero ellos eran conscientes de que el peligro podía estar ahí, escondido entre aquellos barracones de madera y barro que sólo estos desgraciados podían llamar hogar.

A medida que avanzaban, resultaba más evidente y visible la progresiva degradación, no sólo en el aspecto aún más ruinoso de las viviendas y la suciedad de la vía, por donde corrían regueros de agua infecta, sino incluso en el propio aire, irrespirable y por momentos pestilente según la dirección del viento. La propia miseria y corrupción del lugar constituían una invisible pero sólida barrera que aislaba a sus habitantes del resto de la ciudad y les permitía cierta inmunidad, cuando no una abierta impunidad respecto a comportamientos morales, éticos o legales oficialmente impuestos en Florencia. Así, en la puerta de algunas de esas casas, de las que entraban y salían correteando legiones de chiquillos desnudos y desnutridos, algunas sucias mujerzuelas exhibían sus cuerpos sin rubor y se los ofrecían abiertamente sin el menor disimulo, sin temor o respeto por la legislación vigente. Sazonaban su actitud con comentarios procaces que producían una muda turbación en Dante y una aparente indiferencia en el rostro pétreo de Francesco.

—¡Venid aquí a pasar un buen rato! —gritaba una pelirroja menuda y pecosa—. Tengo agujeros suficientes para que disfrutéis los dos a la vez —completó, terminando luego con la carcajada propia de una chiquilla.

Dante calculó con tristeza que apenas habría cumplido los quince años.

—¡No encontraréis mejores coños en toda Florencia! —vociferaba otra, gorda y mugrienta que, seguramente, no doblaría en edad a la anterior, pero que en apariencia la triplicaba.

Sin decir palabra, ambos continuaron con su camino.

—No serán las riquezas de estos lugares lo que atrae a vuestros beguinos —comentó Francesco, que rompió tan espeso silencio con moderada ironía y su habitual rostro inexpresivo.

—Miseria, Francesco —contestó Dante en tono sombrío—. Y de la peor clase…, la sublevadora miseria del que trabaja de sol a sol para seguir viviendo como un animal. Los síntomas de los males que corrompen el cuerpo enfermo de esta república. A la corrupción política de sus dirigentes se une esta crónica situación del popolo minuto, sin derechos ni representación, que puede desmembrar la concordia en cualquier momento.

—Se diría que cuestionáis el orden social —comentó Francesco con sarcástica extrañeza.

—No encontrarás a nadie más deseoso de mantener el orden que Dante Alighieri —respondió el poeta sin alterarse ni adoptar un tono de auténtica excusa—. Tampoco cuestiono que Dios mismo haya querido que haya diferencias, que haya pobres para servir a los ricos y ricos para mantener a los pobres, pero no puedo aceptar lo que dicen algunos monjes para los que la búsqueda de cualquier mejora de estatus es un grave pecado… ¿Acaso no tratamos todos de vivir lo mejor posible?

—Claro —comentó Francesco—, pero ¿hasta llegar a la rebelión?

—No he dicho tanto —sonrió Dante—. Esas son deducciones de inquisidor, Francesco. Ni lo deseo ni lo justifico, sino que más bien lo temo.

—Sois bastante pesimista —contestó Cafferelli.

—Mira, Francesco —comenzó a explicar Dante—, desde que yo recuerde, en el momento en que el Arte de la Lana superó al de Calimala, Florencia es una ciudad que vive, sobre todo, de la elaboración y comercio de estos paños —enfatizó tocando su propia capa—. Se producen más de cien mil de esas piezas al año y esto ocupa a más de la tercera parte de la población, sin embargo, los verdaderos beneficios, muy elevados, por cierto —aclaró—, quedan en manos de unos pocos. Una minoría muy selecta de acaudalados propietarios, los lanaioli, que controlan todo el proceso con mano de hierro y tienen mucha influencia en las decisiones políticas de la república.

Dante hizo un receso, sin dejar por ello de caminar en busca de su destino.

—Para ellos —continuó—, para su beneficio, trabajan muchísimas personas especializadas en distintas tareas, desde que un esquilador le quita la lana a una oveja hasta que el paño teñido y preparado está listo para su venta. Y es un proceso complicado. Te habrás fijado en las multitudes que se reúnen en las orillas del Arno dando los primeros lavados a esos cargamentos recientes de lana que vienen de fuera de Florencia. Y ya has visto a todos esos que estaban en la plaza purgando y aclarando los paños, enjabonándolos, batiéndolos con sus propias manos. Antes y después de eso, muchos otros se encargan de limpiarlos, cardarlos, peinarlos, teñirlos, tejerlos, llevarlos a los molinos para que sean abatanados… —El poeta se tomó otro respiro antes de seguir con sus explicaciones—. Y la mayor parte de esos trabajos los hacen esos que llaman con desprecio los ciompi, asalariados generalmente muy mal pagados. Apenas pueden subsistir ellos y sus familias con sus salarios, y se van moviendo de barrio en barrio buscando rentas más bajas y trabajos mejor pagados. No te extrañe, entonces, que muchos se acaben convirtiendo en delincuentes, como ese despreciable Filippone, o cayendo en la prostitución, como esas desgraciadas que acabamos de ver. Y tampoco te resulte extraño que, a poco que encuentren alguien que los envenene y los manipule, se levanten un día en armas y Florencia se vea sumergida en un río de sangre.

Francesco miró ahora a Dante con cierto escepticismo altanero. Al fin y al cabo, este orgulloso acompañante, a pesar de las desventuras familiares, no dejaba de ser un cachorro altivo de esa élite florentina que miraba con desdén y despreocupación a los miserables. Bien cierto era que los pobres, cuando la desesperación les sumergía en el mundo del crimen, robaban y asesinaban principalmente a otros pobres, porque los que se atrevían a hacerlo con los ricos se encontraban con penas severas. Los cortes de manos, azotes, apaleamientos y ahorcamientos los disuadían rápidamente. Cualquier tipo de acción en común era prácticamente imposible, porque los estatutos de las ciudades y de los gremios se pronunciaban contra todo tipo de uniones de trabajadores que trataran de mejorar sus duras condiciones de vida; a veces con argumentos tan peregrinos como los de los estatutos del Arte de la Seda, que afirmaban que, desde que el apóstol Pablo había defendido que todos los hombres son hermanos en Cristo, las ligas que dividen son opuestas al espíritu de la religión. A pesar de todo, Dante estaba sinceramente convencido del peligro de esta situación y observaba con amargura que pocos estaban dispuestos a dar oídos a sus prevenciones.

La pestilencia se hizo casi insoportable cuando alcanzaron la vía de los Pelacani y su confluencia con la vía de Conciatori, con sus talleres apiñados donde se encontraban la mayor parte de las tenerías de Florencia. Los curtidores de pieles habían sido progresivamente desplazados del centro urbano por las molestias causadas a la comunidad, pero la última ampliación de la muralla había engullido también una zona que, con justicia, era considerada como una de las más insalubres y despreciadas de la ciudad. Decenas de obreros curtidores de todas las edades, muchos de ellos campesinos desarraigados del contado, se afanaban en esta penosa actividad. Los talleres eran, generalmente, poco más que cuevas insalubres que acogían las enormes cubas en las que se sumergían las pieles durante un proceso de curtido lento y complejo, que a veces se llevaba más de quince meses. Requerían, además, la utilización de materiales sumamente peligrosos para la salud, productos químicos tóxicos obtenidos de forma artesanal, y mucha agua para las diversas operaciones de remojo, pelambre, desencalado, desengrasado o aclarado de las pieles. Agua seriamente contaminada que después era vertida, sin contención o disimulo en la misma calle, por donde corría libremente formando arroyuelos repugnantes y charcos malolientes difíciles de esquivar para el viandante.

Aquellos obreros desharrapados, la mayoría descalzos y apenas cubiertos por una tosca saya, no hacían nada por evitarlos ni mostraban el menor reparo en chapotear en aquel líquido infecto. En tales talleres se almacenaban también, en anárquica acumulación, todo tipo de desechos orgánicos: sangre, grasas y carnazas, restos de animales previamente despellejados, se esparcían luego, por aquí y por allá. Eran residuos por los que disputaban a sus anchas perros callejeros, gatos y ratas grandes como conejos. La ordenanza obligaba a transportar los desechos hasta más allá de las murallas, pero pocos lo hacían. Sobre la misma calle, además, se extendían las pieles: malolientes lienzos arrancados a todo tipo de animales, secándose al tímido sol de la mañana.

Ahora sí que eran el blanco de todas las miradas. Ni uno solo de aquellos pobres miserables dejó de mirar, aunque sólo fuera durante un par de segundos, a esos dos extraños personajes que se aventuraban por aquel infierno que cualquier sano juicio no doblegado por la necesidad aconsejaba eludir sin más. No faltaron los comentarios y las risas, pero ni uno solo de aquellos hombres abandonó su trabajo para dirigirse a ellos, interesarse o indagar acerca de sus objetivos o intenciones. Era la filosofía implícita del popolo minuto: un vivir y dejar vivir o morir sin inmiscuirse, sin anteponer otra ley que la de la propia supervivencia. Eso los situaba a miles de millas de distancia del centro político del Estado, tan amante de la regulación y el control de sus ciudadanos. Aquellas gentes, tan imprescindibles para la prosperidad económica de la ciudad más floreciente de toda la Toscana, le parecían a Dante tan ajenas a Florencia como los mercenarios que la ciudad contrataba para que la defendieran del exterior, a sueldo de los ricos, pero al margen de un proyecto común e integrador; y, como los mercenarios mismos, nada reacios a volverse contra sus anteriores amos a la vista de un mejor trato o recompensa. El poeta apretó el paso, aturdido por la ruidosa actividad y las deplorables condiciones ambientales. Llevaba el rostro medio tapado con el embozo de la capa, no ya para ocultar una identidad que nadie más que aquellas gentes podía ignorar, sino para proteger su nariz de las asquerosas emanaciones que le revolvían el estómago. Francesco, impávido junto a su acompañante, no parecía dispuesto a mudar su gesto ni siquiera en aquellas circunstancias. Pero Dante deseaba salir de allí a toda prisa y poco le importaba demostrarlo, porque asimilaba con desazón que su retorno a Florencia no sólo suponía recobrar los lugares queridos que había visitado dos días atrás con añoranza, sino que también incluía este desolador paisaje y participar en sus problemas de fondo.

Después de atravesar apresuradamente aquella maraña de pobreza, se encontraron en unas callejuelas que mostraban un aspecto diferente. Igual de ruinosas, o tal vez más, pero mucho más tranquilas, solitarias e incluso sombrías. La pestilencia aquí era ya un efluvio distante, algo así como un mal recuerdo, y Dante se decidió a dejar libre su nariz. Respiró con alivio, casi como si esperara encontrar una bocanada de aire fresco. Se detuvieron y Francesco le interrogó con la mirada, aunque él miraba a su alrededor sin dar muestras de saber a ciencia cierta hacia dónde dirigirse.

—Esta debe de ser la zona —dijo con calma—. O debería de serlo… Quizá no esperaba un lugar tan solitario y tranquilo por aquí, pero tampoco soñaba con encontrar un cartel que nos anunciara su presencia —completó con una sonrisa sosegada. Luego, señaló un pozo oscuro y medio derruido que se alzaba algo más allá—. Al menos el pozo está.

Francesco resopló por toda respuesta, mientras vigilaba a su espalda que nadie les hubiera seguido. Daba a entender que se habían cumplido sus previsiones pesimistas respecto a la nula credibilidad de Filippone y la inutilidad de la visita. Dante dio algunos pasos y se asomó a las callejuelas cercanas. Observó con atención las puertas desvencijadas y trató de encontrar algún rastro de aquel misterioso beguinato. Ninguna de ellas estaba mínimamente abierta, no había ni un alma a quién preguntar. Un paisaje fantasma, en verdad muerto o con una absoluta apariencia de tal; sin embargo, al fondo de una de aquellas calles estrechas, su mirada se detuvo fijamente en la fachada alargada de un edificio no muy alto. Tenía la apariencia de un establo grande y destacaban en él la puerta pintada de color verde y todas sus ventanas clausuradas con tablones clavados al muro.

—He aquí nuestro cartel indicador —dijo Dante, con cierto aire de satisfacción—. Y, si no me equivoco mucho, el refugio de esos beguinos.

—¿Qué estáis diciendo? —replicó Francesco con incredulidad—. Eso no parece más que un viejo establo abandonado.

—Eso parece —respondió Dante—, pero cuánta preocupación para asegurar las ventanas en un edificio tan aparentemente abandonado. Y, ¿ves alguna puerta que haya sido pintada más recientemente que esta? Estoy seguro de que ese color verde es el indicador para prosélitos y fieles de esos beguinos del que te hablaba.

—¡Entremos pues! —dijo Francesco, impulsivo, convencido ya o sin ánimos de discutir por más tiempo.

—No nos abrirán, estoy seguro —afirmó Dante meneando la cabeza en sentido negativo—. Y además les pondremos al corriente de que unos extraños se interesan por ellos.

—Entremos por la fuerza —insistió algo irreflexivamente Cafferelli.

—Y tal vez no saldremos vivos —apuntó Dante—. Aunque muestres tu daga.

—¿Por qué les suponéis tanto peligro y tan malas intenciones? —preguntó Francesco.

—Porque hay un aire demasiado clandestino en todo lo que los rodea… —dijo el poeta, meditabundo—. Aunque podría equivocarme, claro está, y que no fueran más que almas piadosas y caritativas. No obstante, pienso que lo mejor será que esperemos aquí fuera a que aparezca alguno.

—¿Y si ya están todos dentro? —replicó.

—Entonces, esperaremos a que salgan —se limitó a responder Dante.

—Pues podéis rezar para que eso suceda antes de que nos caiga la noche —dijo Francesco en tono desabrido.

—Rezaré por eso y por otras cosas más —afirmó el poeta—, pero no me iré de aquí hasta que hable con ellos. Predicadores ambulantes apedreados, criados que desaparecen, notarios que se van en una precipitada misión al Mugello… No estoy teniendo demasiada fortuna con las segundas oportunidades —completó con ironía.