AL día siguiente, Francesco se presentó temprano dispuesto a ser la sombra de Dante en sus movimientos por la ciudad. Se pusieron en marcha de inmediato. A decir verdad, Dante no llevaba una idea muy clara de por dónde comenzar a investigar. Pensó que quizá pudiera observar algo fuera de lo común en aquellos secaderos junto al Arno a los que tan misteriosamente había aludido el predicador demente. Convenció, con no poco trabajo, a su joven escolta de las ventajas de ir a pie, de eludir al menos una importante cuota de la atención que pudiera suscitar su presencia a caballo. El tiempo, que volvía a ser lluvioso a intervalos y algo fresco, les permitió cubrirse con unos sencillos y discretos capotes que disimulaban aún más sus figuras. Lo que no consiguió fue que prescindiera de sus armas. Ocultas bajo la capa podían salvar los recelos de aquellos con los que pudieran conversar. Francesco no estaba dispuesto, de ningún modo, a permanecer indefenso, con las manos desnudas, en una ciudad que se había vuelto tan peligrosa como aquella. Y Dante no insistió porque, quizás en el fondo y tras las experiencias vividas, comprendía que tenía razón. Partieron cuando las calles aún no daban muestras de bullicio, cuando parecía impensable que en poco tiempo todo aquello pudiera estar atestado.
Florencia se mantenía a flote a costa de sus propias ambigüedades. Mientras estaba apenas animada por unos pocos transeúntes parecía una ciudad azotada por una terrible maldición que vaciaba sus calles, pero cuando los florentinos abandonaban sus casas y se hacinaban en plazas y caminos, transmitía la impresión de que no había nada en el mundo que pudiera trastornar el modo de vida de aquellas gentes laboriosas. Quizás era la forma que tenían de demostrarse unos a otros su fuerza, el temple con el que habían contribuido a que su patria sobreviviera a todos los desastres.
Francesco caminaba serio y callado. Miraba con frecuencia hacia ambos lados con desconfianza, visiblemente incómodo lejos de su montura. Para Dante, esa situación suponía un evidente acercamiento hacia aquel hombre que, descabalgado, parecía haber descendido del Olimpo de los seres soberbios hasta la cruel arena donde se agitan los mortales con sus zozobras y temores. Quizá por eso, y también porque consideraba absurdo caminar toda la jornada con alguien sin cruzar palabra, se decidió a iniciar una conversación.
—Francesco, creo que casi te doblo en edad. ¿No te importará, pues, que te tutee? —preguntó con suavidad.
—Podéis hacer lo que deseéis, poeta —le respondió con indiferencia, sin volverse y sin dejar de caminar.
—Poeta… —repitió Dante con una leve sonrisa—. Es curioso…, lo soy, sin duda; sin embargo, parece que utilizaras esa palabra como un insulto.
Francesco se limitó a observarle de reojo mientras proseguía su camino. Al llegar a la plaza de Santa Croce, Dante no pudo reprimir una mirada en derredor, como si esperara encontrar de nuevo a aquel predicador enloquecido. Era algo así como aferrarse a la esperanza de un mal sueño; pero no lo vio. Había algo en el barrio de Santa Croce que transpiraba religiosidad, no siempre ortodoxa. Era más bien una espiritualidad mística y ambigua que hacía flotar cierta sombra de sospecha continua sobre los diversos penitentes y beatos que allí se cobijaban. Pero, además, Santa Croce supuraba también pobreza, una miseria forzada y sublevadora en la que los franciscanos habían querido integrar su ideal de pobreza voluntaria desde la influencia que irradiaba su convento. La realidad mostraba que era difícil compaginar los pensamientos y experiencias vitales del pobre involuntario con los de aquel que ama la pobreza por un ideal religioso.
—¿No creerás tú también que mi poesía mata? —continuó Dante en tono burlón—. Te aseguro que cuando las musas tienen a bien visitarme no suelen infundirme pensamientos especialmente criminales. De hecho, de todas las actividades que he podido realizar a lo largo de mi existencia, creo que la poética es la más inofensiva.
—Estoy de acuerdo en eso —dijo bruscamente—. Al menos no implica destierros, sufrimiento y miseria como las otras.
Dante se detuvo en seco y fue imitado por su acompañante. Cruzaron sus miradas. No vio odio. Si acaso una infinita carga de amargura.
—No he procurado a nadie más sufrimiento y miseria que a mí mismo, te lo aseguro —se defendió Dante—. Y nadie ha sufrido destierro bajo mi responsabilidad, sino yo mismo y mi propia familia, con la excepción, tal vez, de aquellos pocos que desterramos durante mi desgraciado mandato entre los priores. Pero, ya ves —añadió con ácida ironía—, unos hubieran sido expulsados de cualquier forma poco después, y los otros retornaron a Florencia tan pronto como les vino en gana. En cualquier caso, todos los que partieron cuando yo lo hice habían tomado su partido y lo hicieron sin dejar pisotear su orgullo.
—¿Orgullo? —replicó Francesco sin apasionamiento ni verdadera beligerancia, como si simplemente repitiera en voz alta algo que se había dicho para sí cientos de veces—. ¿El orgullo de sentirse desarraigado de familia y amigos, marcado como un leproso por los tuyos, traicionado y despreciado por aquellos que se supone son tus nuevos aliados? ¿El orgullo de vagar sin horizonte, de vivir permanentemente en la desconfianza? Poca ventaja podéis sacar de ese orgullo…
Dante echó a andar de nuevo y fue seguido por Cafferelli. Comprendía que Francesco se debía de sentir como un luchador entre bandos, dispuesto siempre a golpear a cualquiera de ellos, pero indudablemente también cansado de hacerlo. Así era difícil encontrar partido o consuelo a su rencor.
—Francesco —comenzó Dante a hablar de nuevo, con suavidad y sin aminorar el paso—, no traté nunca directamente con tu padre, como tampoco lo hice con muchos otros de los que compartieron conmigo tan triste destino. Confieso no haber oído en su momento hablar de vuestro caso, pero te aseguro que no es tan exclusivo como puedes pensar en tu justo resentimiento.
—Vano consuelo… —murmuró Francesco.
—Si me permites decirlo —siguió Dante—, tu padre debió de ser un hombre honorable y valiente. No reproches a su memoria no haber sabido arrimarse a una sombra más confortable, porque te aseguro que, en esas circunstancias, esa soledad le engrandece aún más.
Francesco apretó los dientes, pero no dijo ni una sola palabra. No obstante, Dante procuraba medir sus palabras, consciente de que el violento temperamento de su interlocutor podía desbordar en cualquier momento sus barreras de contención.
—Cuando fui condenado —explicó Dante—, me encontraba lejos de Florencia. Recibí la noticia en Siena y me vi, de la noche a la mañana, alejado de mi casa y separado a la fuerza de los míos. No tuve tiempo de salvar patrimonio alguno. Mis enemigos arrasaron mi casa y se dieron buena prisa en saquear todas mis posesiones. A duras penas, mi esposa, emparentada con los mismos Donati, fue capaz de conservar algo con lo que mantener decentemente a la familia. Ha querido Dios que pudiera contar con mi muy querido hermano, que se llama como tú —añadió con una sonrisa— y que más de una vez, desde aquí, se ha sacrificado con su esfuerzo para ayudarme en la distancia.
Dante se interrumpió un momento al divisar en su camino a un grupo de mujeres que caminaban con la cabeza humildemente agachada, encogidas en sus sayas de color marrón: el tono que el santo Francisco había elegido para sus hábitos, el color de la pluma de la alondra o de la tierra, que para el de Asís era «el elemento más vil». Eran pinzochere, mujeres que renunciaban al matrimonio para dedicarse a obras más espirituales. Probablemente, regresaban de sus labores de limpieza en la iglesia franciscana, donde todas las mañanas, al alba, accedían por una pequeña puerta abierta en el muro septentrional del templo. Después, se recogían en el cercano monasterio de Santa Elisabetta. No faltaban malintencionados que murmuraban que aquella puerta permanecía abierta también por la noche para permitir un tráfico no precisamente decente entre los conventos masculino y femenino. El poeta se volvió para mirar a su compañero, que caminaba en silencio. No se veía capaz de discernir si ese silencio era muestra de respeto o de indiferencia. A pesar de todo, siguió hablando.
—Yo también me vi solo, Francesco, pero a diferencia de tu padre, no tuve el valor o la templanza de afrontar mi destino. Me arrimé a los más poderosos de entre los nuevos exiliados, incluso a algunos linajes proscritos mucho tiempo atrás, como gibelinos y rebeldes. Pensé que luchando sin cuartel podríamos recuperar nuestros derechos y ciudadanía, porque eran momentos de desesperación y rabia, pero me equivoqué. Algunas compañías es mejor no frecuentarlas ni siquiera cuando te ves ahogado por la desesperación. Demasiado tarde, quizá, comprendí la ingratitud, la necedad y la maldad de algunos de los que engrosaban mis propias filas. Me di cuenta de que no necesariamente todos los que están en tu parte son honorables por el mero hecho de estarlo. Así pues, decidí tomar partido por mí mismo. Para llegar al mismo sitio que tu padre, Francesco, había perdido un tiempo precioso por el camino —añadió con tristeza—. He mendigado hospitalidad de lugar en lugar, ofreciendo a veces mi peor cara, envileciendo mi imagen ante otros que, tal vez por la fama y lo que les había llegado a sus oídos, me imaginaban de otra forma más noble. Y sospecho que eso mismo ha hecho disminuir de valor toda obra mía, tanto las concluidas como las que estuvieran por hacer. Ya ves lo que está sucediendo ahora mismo en Florencia…
Resumir en pocas frases lo que había sucedido desde el momento en que tuvo constancia de su condena no resultaba tarea fácil. Era imposible transmitir o siquiera sugerir el sentimiento de impotencia, injusticia y desamparo; la precariedad en que se había visto sumido, con escasísimos medios de subsistencia. Todo aquello le había empujado a integrarse en el Consilium et Universitas Alborum, el estado mayor de los blancos, que daba acogida a ilustres rebeldes gibelinos. La desilusión de los primeros reveses militares había empezado a aniquilar la tenue esperanza de Dante en aquellas filas ineptas e indisciplinadas, obligadas a convivir por el objetivo común de retornar a Florencia, pero sintiendo a veces más odio entre ellos mismos que hacia sus enemigos de intramuros. Comprendió pronto que la victoria sólo podría alcanzarse con una sutil actividad diplomática.
Había convencido a todos de la necesidad de adoptar una tregua. La dolorosa derrota en Castel Pulicciano frente al implacable podestà florentino, Fulcieri de Calboli, marcó el final de muchas cosas y entre ellas de la influencia y liderazgo de Dante en la Universitas Alborum. Entonces, tuvo que sufrir la amargura de las recriminaciones. Lo peor llegó cuando la insidia y la calumnia golpearon como un látigo en su espalda y tuvo que llegar a escuchar que se había dejado corromper por el oro florentino. Ese fue su definitivo adiós a aquella turba que se le había hecho repugnante.
—No por eso dejasteis de participar en dudosas aventuras —espetó de repente Francesco.
—Si lo hice fue porque creí que con eso beneficiaba a la mayoría y porque sinceramente estoy convencido, como bien me enseñó mi maestro Remigio[20], de que el ciudadano debe amar a su ciudad más que a sí mismo —respondió sin volverse—. Tal vez ahí también me equivoqué.
—Quizá sea, entonces, vuestro castigo por la parte que os corresponde entre tanta discordia —afirmó Francesco, pero en sus palabras no había verdadero rencor y Dante quiso pensar que, tal vez, ni siquiera auténtico convencimiento.
—Si la discordia está entre mis pecados, creo haber pagado cumplida penitencia. Ya ves que ahora ya no quiero más que retornar a mi patria. Ni poco ni mucho me importa quiénes gobiernen o quiénes dejen de hacerlo. Ante Dios me he comprometido, hace tiempo, a no volver a inmiscuirme políticamente en los asuntos de esta república. Dejemos que cada uno viva el tiempo que le haya sido dado, libre o esclavo, con su propia verdad.
Dante daba por zanjada la cuestión, interesado como estaba en dedicar todos sus pensamientos a aquel otro asunto que les ocupaba. Francesco así lo entendió y aportó también su silencio, como si cada uno de los dos caminara por un mundo distinto y, aunque físicamente juntos, sus pensamientos estuvieran a muchas millas de tocarse. Enfilaron por la vía donde los Benci habían establecido sus casas, en línea con el puente de Rubaconte, y dejaron a un lado la puerta del mismo nombre, que abría paso a la antigua muralla comunal, para adentrarse en la vía de los Tintoreros. La cercanía del Arno era evidente y un tenue olor a agua estancada se mezclaba con otros aromas aún menos agradables, producto de la actividad que por allí se desarrollaba. Se encontraban al sur del amplio espacio ocupado por la iglesia de Santa Croce y su monasterio. Un espeso peine de callejuelas estrechas anunciaba un camino tortuoso y poco seguro hacia el templo si alguien quisiera acortar desde allí.
Los dos caminantes siguieron a un paso moderado por la vía de los Tintoreros, cruzándose aquí y allá con personas atareadas que acarreaban bultos y caminaban a un paso bastante más apresurado que el suyo. Llegaron a un espacio más amplio, una plazuela en la que los signos de actividad se convertían en un bullicio completo. Esos debían de ser los secaderos. Había cuerdas cruzadas, asidas en palos o clavos afianzados en las paredes, en las que los trabajadores exponían tejidos al sol. Otros estaban directamente tendidos en el suelo, encharcando el piso. Chorreaban tejidos retorcidos con fuerza entre dos o tres personas; otros, con palos, golpeaban lienzos extendidos que estallaban a cada golpe en una nube de gotas sucias. Al otro lado de la plaza, un enorme pilón servía para que otros obreros atareados empaparan y aclararan sus tejidos y sus lanas, sus pieles o cueros.
Hacia el sur, desde el río, había otros, con el esfuerzo pintado en el rostro, que cargaban con cubos repletos de agua. Los volcaban en la pila, se paraban secándose el sudor y volvían después a perderse en dirección al Arno. Desde su posición, inmóvil, Dante examinó la plaza tratando de ver más allá del movimiento, de la actividad febril que la animaba. No se le escapó un detalle que no acababa de encajar en ella. Tres figuras, embutidas en similares sayas de color gris, daban vueltas a la plaza, parándose entre grupos de trabajadores, entablando conversación con algunos de ellos. Beguinos, sin duda, pensó el poeta. Quizás eran los mismos que tan mala opinión merecían para aquel pobre loco de Santa Croce. Meditó sobre la forma de dirigirse hacia ellos sin levantar demasiada atención; sin embargo, no habían pasado desapercibidos. Un variopinto grupo de ociosos, no demasiado numeroso, permanecía agrupado en una esquina del enorme pilón y llevaba tiempo con la vista fija en los dos forasteros allí parados. Mientras los tres beguinos abandonaban la plaza en dirección a las callejuelas del norte, percibió cómo uno de los elementos de aquel grupo se había separado y, con paso firme aunque no muy precipitado, se acercaba a ellos. El poeta sintió cómo Francesco adoptaba una posición tensa y esperó, sin moverse, a que aquel hombre llegara hasta su altura.