—¿ESTÁIS seguro? —preguntó el conde de Battifolle con cierta perplejidad en su rostro.
Dante había insistido hasta conseguir ser recibido por el vicario de Roberto aquella misma noche. Le había expresado sus dudas y certezas y con ello lo poco que hasta el momento había sacado en claro.
—¿Cómo no iba a estarlo? —replicó—. Además, vos mismo podéis comprobarlo, ya que conocéis mi obra. Aunque —completó—, parecéis defraudado por ello.
—No se trata de eso, por supuesto —respondió el conde con presteza—. Sólo que reconoceréis que, dados los antecedentes, resulta bastante extraño que los autores de esta barbarie cometan tales errores.
El conde de Battifolle permanecía sentado ante su escritorio. Francesco también estaba presente. El vicario real parecía cansado. A veces apoyaba la cabeza sobre sus manos, con los brazos acodados sobre la mesa. Su rostro era serio y Dante supuso que estaba preocupado, tal vez afectado por el conato de algarada popular que había provocado el último crimen.
—Quizá no se equivocaron —reflexionó Dante—. Quizá simplemente les venía bien transformar unas palabras para adaptarlas a su crimen.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Battifolle con gesto confuso.
—Que estoy convencido de que mi obra no es la inspiradora de sus crímenes —contestó Dante con cierta pasión—. Son ellos los que actúan buscando premeditadamente que se puedan identificar. Creo que, incluso, ni siquiera escogen a la víctima, sino que ajustan la escena a las circunstancias que más les convengan —añadió con convicción.
—Pero ¿con qué fin? —dijo Battifolle.
—No lo sé —replicó Dante—. Quizá para sembrar el pánico. Ya sabéis lo que ha ocurrido esta mañana… o lo que ha estado a punto de ocurrir. Pero no comprendo por qué eligen mi trabajo para sus despreciables fines.
—Tal vez sea por motivos estéticos —apuntilló Francesco con hiriente mordacidad—. Quién sabe si no tendrá éxito eso de «dantesco» para referirse a escenas semejantes en el futuro.
Dante miró a Francesco tratando de aparentar indiferencia.
—Cesco… —terció el conde para moderar a su pupilo. Lo hizo sin abandonar su seriedad, dejando bien a las claras sus pocas ganas de bromear. Después, se dirigió de nuevo a Dante—. ¿Estáis hablando de una conspiración?
—Tal vez, no sé… —dudó Dante, sin querer comprometerse en una cuestión tan delicada—. Aún no podría asegurarlo. Necesitaría más tiempo.
El conde movió su pesado cuerpo hacia atrás, dejó escapar un suspiro y luego miró fijamente a su interlocutor.
—Tiempo… ¿Sabéis por qué no os he podido atender antes? —dijo—. He recibido a una delegación secreta de notables ciudadanos muy indignados, pero, sobre todo, muy asustados —matizó con énfasis—. ¡Me piden que acabe con esta crueldad! Recelan de la diligencia de sus gobernantes y solicitan ayuda de su protector, el rey Roberto. Pero pasan por alto que su protector tiene las manos atadas, precisamente por esos gobernantes y la deslealtad hacia su señor. Los mismos que están dispuestos a revocar su señoría a dos años del plazo acordado —recordó el conde con vehemencia—. No es tiempo lo que nos sobra, Dante… Los idus de octubre están cercanos. Si en esa renovación de priores no hay un nuevo equilibrio, si aguantan y se refuerzan en el poder los mismos que hoy lo acaparan, entonces no habrá nada que hacer por nuestra parte. Y no dudéis de que Roberto abandonará Florencia a su suerte.
Dante escuchó mudo, incapaz de protestar ni decir palabra. Ni siquiera cuando las siguientes frases del vicario le sonaron imperativas y le dieron la impresión de que su misión había pasado en poco tiempo del grado de favor al de obligación.
—Seguid investigando mañana, pero recordad que el tiempo no juega en absoluto a nuestro favor —afirmó con voz firme, para concluir con una despedida que zanjaba la charla—: Podéis retiraros.