YA en palacio, Dante no pudo hablar con el conde de Battifolle, aparentemente ocupado en otro tipo de obligaciones. Aprovechó para comer algo y tratar de descansar. Fue un desesperado intento de arrinconar los aspectos más horribles, aquellos que enturbiaban como la paja en el grano e impedían razonar convenientemente sobre los hechos. No volvió a ver a Chiaccherino y sintió cierta nostalgia de su locuacidad desmedida. Agradeció que Francesco tampoco volviera a aparecer por allí con su inagotable disposición a mortificarle. Sí que pidió, sin muchas esperanzas, hablar con ser Girolamo Bencivenni, a quien habían encomendado la desagradable misión de levantar acta de tales acontecimientos. Dormitó en su estancia hasta bien entrada la tarde y después recibió en sus propios aposentos las actas referentes a los espantosos sucesos cuyas consecuencias sus propios ojos habían visto aquella misma mañana. No le extrañó la noticia de que su autor, ser Girolamo Bencivenni, había partido aquella misma jornada en misión oficial al Mugello, con lo que le sería imposible entrevistarse con él. Algo en su interior le había prevenido de que su intento iba a ser infructuoso. Le desesperaba intuir que existía poco interés en aclarar las cosas cuando se intentaba profundizar un poco.
Pudo saber que, finalmente, bajo aquellos árboles del monte de las Cruces no había sucedido nada de importancia. Las protestas no habían pasado de ahí: un mero aullar a la luna que mantenía intactos la impotencia y el pánico entre los florentinos. Observó aquellos legajos con algo de inquietud. De lo que había visto ya se había formado su propia opinión. De lo que iba a leer esperaba una aparente aclaración que tal vez no serviría más que para ampliar su perplejidad. Con un suspiro, tomó aquellos folios toscamente encuadernados y los ojeó con rapidez. Buscó directamente aquello que había estado esperando conocer con mayor intriga. La inevitable nota escrita, cuyo contenido, entre lo esperado y lo incomprensible, aún le produjo mayor inquietud. Desde el momento en que tuvo la primera visión del horrible suceso había estado casi seguro de dónde encajar los hechos en su obra, a pesar de ciertos elementos contradictorios. La transcripción de la nota le confirmaba esa primera impresión. Pero ahondaba aún más en las contradicciones, porque se rompía de manera insospechada la minuciosidad con que los asesinos se habían empleado hasta ese momento. La aparición de un cuerpo entre las ramas de un árbol evocaba con claridad el canto XIII, que narra las desventuras del segundo recinto del séptimo círculo. Allí las almas condenadas germinan espontáneamente generando un árbol entre cuyo follaje están destinados a permanecer eternamente sus cuerpos terrenales desde el día mismo en que hayan tronado las trompetas del Juicio Final. Pero el hecho de que el cadáver hubiera quedado hecho pedazos desorientaba notablemente a Dante. Aquello se apartaba de manera impensada de la redacción de su obra. Ahora, la nota escrita, que releía una y otra vez con perplejidad, corroboraba aquel error, aquella curiosa desviación de sus palabras:
«Como todos, vendremos por nuestros despojos, / pero no para que alguno los vista de nuevo, / no es justo que el hombre posea lo que se quitó. / Aquí los acarrearemos y en esta triste / selva quedarán desmembrados y deshechos, suspendidos / cada uno del endrino a cuya sombra se atormenta[19].
«Desmembrados y deshechos…». Así es como habían quedado aquellos restos. Pero eso no pertenecía a la intención ni a la redacción de su obra. Dante era consciente de la amplia difusión que su obra había alcanzado y lo que ello necesariamente suponía. El proceso de reproducción de copias, a mano, conllevaba inevitables riesgos en cuanto a la fidelidad a los contenidos originales. Un amanuense podía confundir una palabra, una frase, y perpetuar su error en las sucesivas copias que se hicieran tomando su trabajo como original. Cualquier autor era consciente de que era casi imposible que sus palabras, desde que brotaban de su pluma hasta su reflejo en una copia reciente, se mantuvieran intactas. Dante tampoco podía mantener en su memoria la literalidad de todas sus frases. Ni lo había intentado con el texto de las otras notas que, sin problemas, había aceptado como propio ni lo hubiera hecho con esta si simplemente se tratara de una cuestión de transcripción. Porque implicaba algo más, un matiz completamente ajeno a su intención; no obstante, lo más sorprendente y que no dejaba de asustar al poeta era que esa variación no resultaba en absoluto fortuita. Aunque fuera absurdo, parecía que los asesinos habían introducido esos cambios recurriendo a imágenes que el propio Dante había barajado como hipótesis en sus borradores. En ese bosque sombrío al que se hacía referencia se castigaba a aquellos que habían atentado contra su propia existencia, que habían despreciado el máximo don concedido por el Creador. Dante había imaginado, para su actitud culpable, que el día glorioso de la Resurrección, cuando todas las almas acudieran a vestirse con sus envolturas terrenales, ellos quedarían al margen de volver a disponer de algo que tan descuidadamente habían rehusado. Ese cuerpo vacío quedaría desmadejado e inútil, sin conexión con sus almas, suspendido en las ramas de su árbol, sometido eternamente a los bamboleos sin sentido propios del ahorcado. Y Dante recordaba que, alguna vez, en un bosquejo, borrador o proyecto —de eso no podía estar seguro— había decidido, para acentuar el efecto, que esos cuerpos, desaprovechados e inservibles, permanecerían deshechos para impedir cualquier uso. Luego, había rechazado tal posibilidad por superflua, conquistado por la nueva idea de que un cuerpo intacto y completo resaltaba aún más la gran desolación del alma, impotente para utilizarlo de nuevo a causa de un acto tan cobarde como el suicidio.
Respecto al resto de los datos que se aportaran, bien poco importaban ya en realidad. Nada aclaraba la identidad de la víctima y nada se le podía achacar para recibir tal castigo, porque, evidentemente, no era un suicida. Este crimen eliminaba, en la práctica, la viabilidad de buscar vínculos entre el modus operandi y las características personales de la víctima. Estaba firmemente convencido, además, de que tampoco el orden marcaba líneas maestras que seguir por los criminales. Y ahora ni siquiera respetaban la literalidad de sus palabras. Pocas certezas para conducirle a una única evidencia: los asesinos no contaban con su obra como una guía con la que cometer sus delitos, sino que más bien planificaban sus desmanes para que estos se adaptaran al «Infierno». Una conclusión que, en verdad, servía de bien poco en ese momento.