Capítulo 26

UNOS golpes leves en la puerta interrumpieron sus bulliciosas especulaciones. La hoja se abrió a medias, asomando la cara sonriente de un curioso personaje. Con suma cortesía y voz suave, se dirigió a Dante:

Messer, ¿dais vuestro permiso?

Dante le concedió la entrada que solicitaba con un gesto breve y le examinó según traspasaba el umbral. Era un criado bastante entrado en años, demasiado, quizá, para prestar un servicio ágil, pero de aspecto jovial y con un derroche de suma amabilidad. En su rostro, plagado de arrugas, destacaban marcados surcos verticales propios del hombre que ha gozado largos años de la risa, que ha hecho del buen humor un antídoto contra una vida dura. Tras unos pocos movimientos lentos se plantó en medio de la estancia, mirando al huésped con simpatía y los ojos ligeramente entornados.

—El conde os envía algunas viandas.

Se volvió, haciendo una seña hacia la oscuridad más allá de la puerta entreabierta. Esto dio entrada a tres jóvenes pajes cargados con bandejas repletas de frutas, pan blanco de harina fina y sendas jarras de vino y agua. Depositaron su cargamento en el otro extremo vacío de la mesa e inmediatamente desaparecieron, alternando profundas reverencias. El criado permaneció allí parado; Dante, temporalmente liberado de sus agobiantes tribulaciones, no pudo evitar ver en la escena algo cómico. Era tan distinto aquel hombre de sonrisa afable de los relamidos sirvientes de inmaculada y conjuntada librea que le atendían en Verona, que la situación en sí le infundía confianza. El envío de comida encerraba algo más que un mero signo de hospitalidad del conde. Era un acuerdo expreso de evitar la presencia del falso boloñés en la mesa del vicario de Roberto, de esquivar la posible curiosidad del resto de los invitados. Eso convertía a Dante en algo parecido a un ermitaño de lujo entre sus cuatro paredes. Por su parte, él ni aborrecía la soledad ni esta situación le era en absoluto incómoda. Más bien le hubiera resultado insoportable tener que alternar con tan distinguidos florentinos, enemigos hipócritas, fingiendo simpatía ante sus caras jubilosas de triunfadores y amos de la ciudad.

—Por supuesto —volvió a hablar el criado—, podéis pedir cualquier otra cosa que deseéis en cualquier momento. Será un placer serviros.

—Está bien. Gracias —replicó Dante, acompañando su respuesta con un gesto de sincera gratitud.

Dante se sorprendió de que aquel hombre no diera por concluida su visita. Permanecía allí, titubeando, como si dudara entre decir algo más o dar media vuelta y marcharse. El poeta, divertido, decidió echarle una mano.

—¿Algo más?

—Sí —respondió ampliando su sonrisa y entornando aún más los ojos, que apenas pasaban de ser más que un par de rendijas cuando trataba de fijar la vista—. Me pregunto si… no os importaría que os arreglara la estancia mientras estáis vos presente.

La petición no era nada usual y desde luego rompía todas las reglas del protocolo. En condiciones normales, el poeta no hubiera traicionado su reflexiva soledad, pero aquellas no eran condiciones nada normales y hasta la compañía de aquel hombre se le antojaba más apetecible que bregar de nuevo con sus confusos pensamientos. El criado se encaminó directamente hacia el lecho que había soportado los sueños agitados de Dante. Por el camino, dio un par de traspiés y acabó tropezando con los pies de la cama.

—Debéis excusarme —dijo—, pero mi vista deja mucho que desear. Para poder ver algo tengo que cerrar mucho los ojos, así que parezco uno de esos paganos de los países en donde nace el sol.

Dante sonrió divertido por el resumen que el viejo criado hacía de su mirada de miope.

—Dicen que algún sabio ha inventado unos cristales mágicos que hacen volver a ver hasta a los ciegos, ¿sabéis? —siguió hablando—. Yo me pregunto, ¿cómo sería posible tal cosa?

Dejando al margen la descabellada exageración, efectivamente circulaban por Italia unos vidrios pulidos cuya virtud era ampliar la imagen de todo aquello que se observaba a través de ellos. Dante los conocía, los había tenido en sus manos y ante sus ojos, aunque desistió de intentar dar explicaciones.

—Yo también he oído hablar de ello —se limitó a contestar vagamente.

El criado se agachó. Tanteó bajo la cama hasta que extrajo una especie de vara con mango que se ensanchaba en el otro extremo. Después, dio con ella en el colchón un par de golpes suaves que alzaron dos pequeñas columnas de polvo.

—Pues si eso es así —dijo el criado—, habrá que reconocer lo mucho que avanzan estos tiempos. ¡Demonios! Pero si siempre dicen que los tiempos pasados fueron mejores.

Dante calló. Él mismo era de los que lo afirmaba, al menos respecto a algunas cuestiones.

—Pero —continuó el hombre— cuando yo era joven, los viejos decían lo mismo…, y cuando ellos eran jóvenes seguro que sus abuelos también… Si seguimos así hacia atrás, sólo Dios sabe cuándo podríamos llegar a los tiempos buenos de verdad. Y encima —añadió con una sonrisa picara—, buscando esos buenos tiempos, acabaríamos llegando al año 1000. Pero ese sí que debía de ser malo de verdad, porque la gente pensaba que iba a ser el fin del mundo, aunque al final no pasó nada. Un lío —concluyó, moviendo la cabeza a ambos lados—, un lío de verdad.

Dante rio abiertamente ante las curiosas explicaciones de aquel hombre.

—Pero —dijo el criado con humildad y en apariencia algo azorado— quizás os esté molestando con mi tonta cháchara.

—No, en absoluto —replicó Dante tranquilizador—. ¿Cuál es tu nombre?

—Chiaro es el nombre que me dieron en la pila. Aunque todos me llaman Chiaccherino —respondió el criado con una sonrisa, mientras comenzaba a sacudir el colchón—. Por algo será.

—¿Llevas mucho tiempo al servicio del conde? —preguntó Dante, divertido también por el apodo, que calificaba al criado como parlanchín y chismoso, en un acertado juego de palabras.

—No, messer —contestó Chiaccherino—. Yo soy sirviente del Comune. Desde hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo… Yo creo que no debía de estar muy lejana la desgracia de Montaperti, y no haría mucho de la entrada del conde Guido Novello en Florencia —completó el criado con aire pensativo, interrumpiendo su trabajo. Después, volvió a ensañarse con el edredón y retomó la palabra—. Pero soy florentino, vaya que sí. Para bien y para mal —dijo con una sonrisa—. En Florencia eché los dientes y en Florencia los estoy perdiendo todos… Ya sabéis, el polvo al polvo.

Chiaccherino se explayaba como un redomado charlatán. Dante se dio cuenta de que pocos motes podían ser más apropiados que el suyo. A poco que se le diera pie, desataba la lengua de modo incansable. Consideró las posibles ventajas. Una posibilidad de ser informado sin abandonar la propia habitación, aunque, para evaluar la verdadera utilidad de la información tuviera que separar la paja y el grano tan entremezclados en sus palabras.

—El conde se trajo sus propios servidores —continuó hablando—, pero muchos otros le hemos sido cedidos por el Comune, y aceptados amablemente por el conde, que es un gran amo. La verdad es que en esto el Comune no ha sido muy generoso con el vicario del Rey —añadió guiñando un ojo en un agudo ejercicio de autocrítica.

Dante observó que Chiaccherino estaba dotado de notable perspicacia: un caudal de picardía popular. Y descubrió que a él —hombre famoso por sus escasas palabras y poco apreciado como conversador cortesano— le placía sinceramente charlar con aquel criado.

—Debes de saber entonces muchas cosas sobre Florencia —dijo el poeta.

—Sí, no lo dudéis —aseguró Chiaccherino—. Demasiadas según piensa más de uno y entre ellos mi santa esposa —dijo irónicamente—. Y lo mismo tienen razón. ¿Para qué le puede servir a un ignorante como yo enterarse de tantas cosas?

—Bueno —respondió Dante de buen humor—, dice el Filósofo que todos los hombres, por naturaleza, desean saber.

Chiaccherino le miró con cara de extrañeza.

—Aristóteles —aclaró vagamente el poeta.

—Pues debe de estar en lo cierto ese Oriosto Telles —celebró Chiaccherino. Dante desistió de corregirle—. Aunque muchas de las cosas que aquí pasan son tristes de conocer y recordar —añadió el criado en tono melancólico.

—¿Cómo cuáles? —preguntó Dante, muy interesado en los posibles derroteros de esta conversación.

—Bueno… —vaciló Chiaccherino, como si quisiera buscar unas palabras que no le comprometieran en exceso—. Yo no entiendo nada de eso que llaman política… Y no dudo de que, con la ayuda de Dios, los que nos gobiernan hagan lo justo. Pero a mí me parece que eso de expulsar a tanta gente de su tierra no puede ser cosa buena. La última vez, más de mil personas salieron de Florencia —completó en voz baja, apropiada para las confidencias.

A pesar de la exageración, Dante recibió estas palabras con ilusión y la esperanza de que el pueblo más llano —aunque se tratara de aquellos que no tenían ni voz ni voto en las decisiones del Estado— compartiera esta opinión. Quizás algún día tuvieran la fuerza y el empuje necesario para impedir estas sangrías periódicas que tanto dolor causaban.

—¿Tienes amigos entre los exiliados? —preguntó Dante en tono comprensivo.

—Si hay alguien en Florencia que no tenga amigos o familia entre ellos —contestó el sirviente—, bien podéis decir que está solo en el mundo. Además, siempre que ha habido desterrados han sido gibelinos. Pero esto… entre güelfos… no puede ser cosa buena, no —repitió, cabeceando de nuevo con aprensión.

—¿Y por qué crees que se ha llegado a esta situación? —preguntó Dante, curioso por conocer el punto de vista de un testigo que parecía imparcial.

—¡Qué sé yo! —respondió Chiaccherino, encogiéndose de hombros—. Yo os podría hablar sobre lo que ha pasado. Para saber por qué habría que ser tan sabio, al menos, como ese Telles del que habláis.

Chiaccherino, mirando al huésped, se apoyó sobre la vara, inoperante, demostrando la poca diligencia e interés que sentía por su tarea. No rechazaba dar su propia versión de los hechos.

—Yo creo que las cosas estaban mal desde mucho tiempo atrás, aunque por Dios que parecía que la paz había arribado por fin a Florencia. Hasta que nos llegó esa maldición desde Pistoia —dijo con tristeza—. Pero supongo que ya conoceréis de sobra la historia —completó con modestia.

—No supongas tanto y cuéntamelo —respondió Dante con una sonrisa afectuosa.

Chiaccherino parecía sinceramente satisfecho por la posibilidad que se le brindaba de relatar una de sus historias y empezó la narración sin más preámbulos.

—Bien, pues cuentan que fue en Pistoia donde empezaron estas disputas entre blancos y negros. Parece que hubo allí un tal ser Cancellieri que se había hecho muy rico y había tenido muchos hijos. Lo malo —añadió guiñando el ojo— es que no eran todos de la misma mujer y no se llevaban todo lo bien que debían estos hermanos… o medio hermanos. —Tomó aire antes de proseguir—. Pues, por lo visto, una de esas dos esposas tenía por nombre Blanca y los de su lado, para darle homenaje, se llamaron a sí mismos «blancos». Comprenderéis que los otros, para ser todo lo contrario, se pusieron por nombre «negros».

Dante conocía de sobra la historia, pero sabía que las cosas no eran tan simples en la política italiana. Las diferencias tenían una base más profunda que ese contagio pernicioso procedente de Pistoia. Progresivamente, los llamados blancos se habían ido mostrando más reacios a la creciente intromisión papal, sin hacer ascos a un acercamiento conciliador con los gibelinos. Por el contrario, los negros constituían la facción más intransigente del güelfismo, celosa de conservar sus privilegios. Más turbulentos y aristocráticos, aunque astutos al hacerse con el apoyo del populacho, apoyaban abiertamente al Papa y se fortalecían con el recíproco favor de este, que acabó por detestar y perjudicar abiertamente a esos blancos contumaces que se le oponían.

—Y como ambas partes tenían mucha familia y amistades en Pistoia —siguió hablando el criado, ajeno por completo a su trabajo—, pues hizo lo posible el diablo para que creciera la soberbia y el odio entre ellos y que se derramara mucha sangre. Y ojalá que hubiera quedado allí encerrada esa maldición —añadió tristemente, con la vista perdida en el suelo—. Pero parece que a nuestros gobernantes les preocupaba mucho lo que podía pasar en Pistoia, así que tomaron la señoría de la ciudad para poner paz y no se les ocurrió mejor idea que expulsar a los más belicosos de los Cancellieri, desterrándolos ¡a Florencia! ¿Sabéis lo que ocurre con un cesto de manzanas cuando se pone entre ellas una que esté podrida? Pues eso es lo que pasó en nuestra ciudad. Pronto, en toda Florencia no se hablaba más que de blancos y negros. Fijaos…, ¡no sólo no se reconciliaron los de Pistoia, sino que encima, los buenos güelfos de Florencia se dividieron y partieron entre ellos! Y se acabó la tranquilidad.

—¿Quieres decir que los Cancellieri de Pistoia vinieron a Florencia a abanderar facciones opuestas de güelfos florentinos? —preguntó Dante con intención.

—¡No, no! —replicó Chiaccherino con sorna—. Los florentinos no necesitamos extranjeros para matarnos y hacer fechorías. Los blancos buscaron refugio con los Cerchi, que eran una familia poderosa. Su jefe era messer Vieri de Cerchi, que vivía en el sesto de Porta San Piero, que, desde entonces, por todo lo que allí pasó, se llama el «sesto del escándalo».

Dante no pudo reprimir una sonrisa. Poco podía imaginar el charlatán de Chiaccherino que su interlocutor había sido convecino de dicho barrio.

—Pero tenían unos vecinos que deseaban su perdición, los Donati —continuó Chiaccherino—, una familia de nobleza muy antigua, pero, según dicen, sin tanta riqueza y un poco pendenciera. Aunque sólo fuera por fastidiar a sus enemigos, se convirtieron en los principales aliados de los negros. Su jefe era messer Corso Donati —añadió en un tono de temeroso respeto—. Un hombre valiente que ya dejó nuestro mundo y a quien Dios perdone sus pecados; sus seguidores lo llamaban el Barone. ¡Odiaba a muerte a messer Vieri! —dijo con énfasis—. Fijaos bien si lo despreciaba que cuentan que todas las mañanas cuando salía de su casa gritaba a voz en grito: «¿Ha rebuznado hoy el asno de la Porta?», refiriéndose a messer Vieri.

Dante conocía muy bien a estos convecinos suyos. La sola mención del belicoso Corso Donati le producía escalofríos. Excelente y retorcido orador, de ingenio sutil y malicioso, tenía un ánimo siempre dispuesto al mal y era una constante amenaza para las ordenanzas de la justicia florentina. Resultaba ser la peor enemistad que uno podía granjearse en aquellos agitados tiempos y Dante había sufrido las consecuencias de su sectaria ambición sin límites. Esa misma codicia le había hecho enfrentarse a sus antiguos aliados y eso había sido su perdición. Porque ellos, aún más taimados y astutos, terminaron por acusarlo de déspota y traidor y acabó sus días tan violentamente como había vivido.

De repente, una nube densa y oscura debió de cubrir en su parsimonioso camino la esfera del sol, porque la habitación se ensombreció tenuemente. Un juego de sombras y leves claridades, como de gasas, atrapó la atención de ambos hombres. Un eclipse espontáneo que podía anunciar, en cualquier momento, el chaparrón.