DANTE atravesó precipitadamente la nave central de Santa Croce acompañado solamente por el eco de sus pisadas. Al cruzar el umbral de la entrada lamentó haberse demorado tanto en su retorno, porque las sombras le habían ganado casi definitivamente la batalla al día y el crepúsculo caminaba deprisa hacia una noche con una luna tímida. La torre Volognana y el mismo campanario de la abadía eran ya referentes confusos que se difuminaban en el cielo cuando comenzó a cruzar a buen paso la plaza de Santa Croce. Ni veía ni escuchaba vestigio de presencia alguna a su alrededor, hasta que tropezó con algo que casi le hizo caer de bruces, a la vez que oía una expresión de queja. Observó que su traspié había sido con una de las piernas, extendidas en el suelo, del estrafalario predicador. El resto de su cuerpo estaba acurrucado entre las mismas rocas que de día le servían como púlpito. Dante sintió verdadera lástima por aquel pobre diablo tirado a la intemperie que ni siquiera disponía de un techo para cobijar su locura. Se agachó hasta una altura que le permitiera distinguir sus facciones y dio un respingo cuando advirtió que el viejo le miraba con los ojos muy abiertos y la boca contraída en una horrible mueca.
—¡No tengo dinero ni nada que pueda satisfacerte! —le escupió de repente—. Y mi muerte no te daría mayor recompensa que una eternidad de horribles sufrimientos en el Infierno…
—Nada de eso quiero de ti —replicó Dante, algo fastidiado por ser confundido con un ladrón o un asesino.
El viejo alargó una de sus manos huesudas y, asiendo al poeta de su vestido, le atrajo algo más hacia su rostro escrutándole sin disimulo.
—Sois algún mercader extranjero, ¿verdad? —le dijo con esfuerzo.
Dante no pudo reprimir un mohín de asco por el olor que emanaba, al tiempo que se desprendía bruscamente de su presa. Loco y borracho; la perfecta combinación para que alguien no merezca ser tomado demasiado en cuenta. Sin embargo, la curiosidad, más que la auténtica esperanza de sacar algo en claro, mantuvo a Dante acuclillado frente al viejo.
—Venís todos con la esperanza de enriqueceros, engañados por el mismo demonio que está llenando Florencia de gente impía… —continuó el viejo, dando rienda suelta a su obsesión.
—He oído con gran interés parte del sermón —atajó Dante.
—¿De veras? —preguntó el hombre con ilusión en su voz—. En verdad no soy más que un humilde siervo de Dios —completó con complacencia y falsa modestia.
Dante entrevió entre las sombras el brillo mortecino de algún diente aislado en la boca abierta, sucia y despoblada, que esbozaba una sonrisa.
—Y decías algo de unos beguinos… —atacó Dante sin más preámbulos.
El viejo cerró la boca bruscamente y escupió con desprecio.
—¡Hijos de Satanás! —contestó con violencia—. Acabad con todos y expulsaréis al Maligno igual que el santo Francisco hizo volar a los demonios de Arezzo…
—Pero dicen que algunos de ellos llevan una vida de sincera santidad… —replicó Dante con intención, intrigado por el origen del odio visceral del viejo.
—¿Santidad? —vociferó el tipo, fuera de sí—. ¡Putas, ladrones, asesinos, herejes, malnacidos…! Viven juntos para cometer actos impuros. Andan desnudos como animales, gozan en orgías incalificables, planean horrendos crímenes… Rechazan la Santa Madre Iglesia, los sacramentos y las Sagradas Escrituras. Se oponen al correcto orden social bendecido por Dios… —Tomó aire para proseguir con una nueva bocanada—. Veneran la figura de ese mago descreído de Federico, conspiran con los gibelinos… ¿Dónde veis la santidad?
Dante iba consolidando la idea de que el rencor de aquel predicador furioso se basaba sin más en una serie de presunciones y habladurías, prejuicios populares oídos aquí y allá que iban arraigando cada vez con más fuerza contra esos hombres y mujeres apartados del mundo. Todo ello mezclado en un demencial totum revolutum con las acusaciones de herejía y epicureísmo formuladas contra la memoria del emperador Federico II y sus protegidos, los «patarinos» milaneses, o los temidos seguidores del Libre Espíritu, una secta con rasgos más míticos que reales y en cualquier caso, con muchos menos seguidores potenciales que lo que estas habladurías pretendían.
—Tal vez no sean todos así… —insistió maliciosamente Dante—. Se dice que el propio papa Juan está preparando una encíclica en la que defiende a los buenos beguinos, a los que llevan una vida estable y no se meten en discusiones teológicas sobre…
—¡Mentiras del demonio! —atajó el viejo hecho un energúmeno—. ¡La Santa Madre Iglesia ya se ha posicionado en el último concilio contra esa secta abominable del Libre Espíritu! ¡Blasfemos libertinos que se creen dioses y anidan entre esos otros hipócritas! ¿Acaso no era una beguina esa puta francesa, la Porete? —añadió santiguándose con superstición al mismo tiempo—. Esa que ardió en París hace pocos años…
El caso de Margarita Porete no era desconocido para Dante. Era una beguina de Hainault que había escrito un libro llamado Espejo de las almas sencillas. Fue acusada de misticismo herético y de difundir la herejía entre el pueblo sencillo y los begardos. Acabó en la hoguera en 1310. El episodio de Margarita Porete había hecho daño al movimiento beguino, que había entrado en los primeros años del siglo con la reputación muy dañada, aunque no hubiera ninguna imputación concreta de herejía. Por lo demás, el concilio de Vienne —al que hacía referencia el viejo—, en su ataque contra el Libre Espíritu, había dejado cierto matiz de sospecha que tampoco obraba a favor de estas personas. Eran acusaciones un tanto peregrinas, pero no se podía negar la existencia de auténticas herejías violentas, si bien muy localizadas, como los picardos de Bohemia, instalados entre los tejedores flamencos, verdaderos anarquistas portavoces de una revolución social, o la sangrienta rebelión armada promovida por Dolcino al frente de la Hermandad Apostólica que había fundado Gerardo Segarelli inspirándose en las frecuentes distorsiones de la idea franciscana. Por eso, Dante siguió la conversación con aquel exaltado.
—Y hablabas algo de unos crímenes… —dejó caer con fingida tranquilidad—, ¿cómo los llamabas?… ¿Dantescos?
—Dios nos ampare… —murmuró sobrecogido el viejo—. Esa es la peor muestra de cómo la iniquidad y la mierda nos llegan ya hasta el cuello en Florencia.
—¿Sospechas quiénes son los autores? —preguntó directamente Dante.
—¡El mismo Satanás! ¿Quién si no? —replicó el hombre con miedo y la voz quebrada—. Por causa de esos bastardos y sus horribles pecados, el Arno se convertirá en sangre y los peces que hay en el río morirán, y el río criará ranas, las cuales subirán y entrarán en tu casa y…
—¿Quiénes son esos bastardos que dices? —urgió Dante con precipitación.
—… y Él hará llover granizo muy fuerte que matará a todo hombre o animal que se hallare en el campo —continuó aquel individuo, ensimismado, como si se encontrara en medio de una de sus predicaciones—, y traerá la langosta cubriendo la faz de la Tierra y comiéndose todo lo que quedó a salvo…
Dante, convencido de la inoportunidad de repasar en tal momento todas las plagas bíblicas, intentó hacer retornar al otro de su fantasía.
—Pero ¿a quiénes te refieres? —preguntó sacudiendo con impaciencia al viejo por uno de sus brazos.
El hombre interrumpió su monólogo y susurró con aire misterioso:
—Los demonios mudos de las uñas azules…
Aquellos, desde luego, no formaban parte de ninguna de las plagas de Egipto, pero Dante no entendía su significado.
—¿Cómo dices? ¿Qué demonios son esos?
—Pasean por los secaderos de los bueyes —completó el viejo con esfuerzo.
Tratando de asimilar estas palabras, Dante ni siquiera prestó atención a un chasquido cercano a su pierna izquierda; sin embargo, instantes después, fue consciente de que algo estaba ocurriendo, justo cuando algo silbó por encima de su cabeza estrellándose en algún destino lejano. Se medio incorporó y entonces advirtió un estallido cercano contra una de las rocas que cobijaban al anciano. Sintió en la piel una lluvia de fragmentos menudos y comprendió que estaba siendo objeto de un ataque con piedras, probablemente lanzadas con hondas, por la fuerza que estas parecían llevar, aunque no podía ver de dónde provenían. Su sorpresa se convirtió en pánico cuando otros dos proyectiles le rozaron y supuso que, seguramente, sus agresores también disparaban al bulto. El viejo ya había debido de percibir lo que pasaba porque se puso a rezar con voz descompuesta.
—Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem Caeli et Terrae…
Aterrorizado, casi a ciegas entre aquella lluvia de piedras, Dante comprendió que debía tomar una rápida determinación antes de que alguno de aquellos proyectiles le alcanzara de lleno. Pensó en acurrucarse entre las rocas junto al viejo, que lloriqueaba el Credo a sus pies: «visibilium ominum et invisibilium… Et in unum Dominum Iesum Christum Filium Dei unigenitum…»; pero intuyó que tal salida no suponía más que demorar una muerte segura. Por su mente desfilaron imágenes casi olvidadas, sus años juveniles en la milicia, su participación en la batalla de Campaldino como jinete de las tropas florentinas contra los gibelinos de Arezzo. El feroz ataque de la caballería enemiga que había desbordado sus filas descabalgándole a él con violencia. Y entonces, como ahora, pie a tierra —allí cegado por el polvo, aquí por la oscuridad—, la angustia, el miedo al golpe definitivo y mortal salido de cualquier sitio. Y ahora, como entonces, la misma reacción: correr, escapar de allí a toda costa. Corrió, poniendo toda la esperanza en sus piernas cansadas, en la misma dirección que llevaba antes de detenerse a hablar con el anciano. Se sintió mal por dejarle solo, aunque sin tener el valor suficiente para quedarse. En su carrera escuchó cómo su débil voz se perdía entre las sombras…
—Et ex Patre natum ante omnia saecula… Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero…
Apenas tuvo tiempo de pensar cómo podría salir de aquella situación, pues se vio frenado en su carrera por el choque contra algo que venía en su dirección, resoplando. Se abrazó al pecho robusto y cálido de lo que enseguida identificó como un caballo. Y casi antes de que este emitiera algún relincho, sintió cómo un brazo fuerte tiraba de su propio brazo ayudándole a subir a toda prisa sobre la grupa del animal. Dante no ofreció ninguna resistencia, más bien aportó su propio esfuerzo para verse de inmediato sobre la montura de su inesperado salvador. Cerró los ojos mientras escapaba de allí a galope, no sin antes cerciorarse de quién era el jinete al que le debía la vida: Francesco de Cafferelli.