LOS mismos deseos de discreción que le habían impulsado a dirigirse hacia el sur horas atrás, le impedían ahora tomar esa misma dirección. Pese a la cercanía del palacio, decidió dirigirse hacia el este dando un rodeo. Inició este recorrido en la vía Buia para callejear luego hasta acercarse a su destino, un camino plagado de reencuentros por callejuelas distantes del centro que apenas habían variado su fisonomía, ajenas a remodelaciones. Pero cuando pasó junto a la siniestra cárcel de los Stinche y divisó el peculiar trazado semicircular basado en la silueta del desaparecido anfiteatro romano que conformaban las casas de los Peruzzi, un nuevo pensamiento estalló en su cabeza. Su devenir irregular le había traído muy cerca de la plaza de Santa Croce, del convento de los hermanos menores de Francisco, que también había gozado de la mano omnipresente de Arnolfo en una controvertida rehabilitación. En su colegio religioso, el joven Dante Alighieri había completado su formación y se había impregnado con sus enseñanzas sobre la vida ascética y las profundas experiencias místico-proféticas. Sabía que en su ausencia, su buen amigo Ambrogiotto de Bondone había trabajado en la decoración de una de sus capillas. Dante no podía privarse de ver la hermosura que fluía de la mano de Giotto y que impregnaba todo aquello que tocaba.
Atravesó, pues, el estrecho peine de calles que conducía a Santa Croce, dejando a su espalda el palacio y la abadía. Penetraba en un barrio obrero popular, sucio e insalubre, cuyos habitantes se dedicaban principalmente a la tintorería y a otros pesados procesos de la lana. La extensa plaza de Santa Croce, ese enorme espacio rectangular frente a la basílica franciscana, solía alojar con frecuencia a masas de ciudadanos en variopintas manifestaciones civiles y religiosas. Competiciones, juegos o fiestas con ocasión del Calendimaggio alternaban con todo tipo de predicaciones, y no sólo las que llevaban a cabo los frailes menores. Circulaban por allí muchos grupos pequeños formados por personas con una condición ambigua, entre laica y espiritual, «terciarios» al margen de la disciplina y las reglas de las órdenes, pero con una vida tan austera y devota que en poco se diferenciaban de los mismos frailes. Conocidos popularmente y de forma algo despectiva como «beguinos», todos estos fervorosos hombres y mujeres, que se ganaban la vida mendigando, eran mirados con frecuente recelo por la facilidad con que se creía que en ellos prendían pensamientos y actitudes heréticos.
Dante se adentró decidido en la plaza, que mostraba los signos de actividad característicos de Florencia. La inminente caída del sol hacía que el bullicio se fuera diluyendo en grupos más o menos aislados. A media plaza, llegó a la altura de un curioso predicador que, subido sobre un grupo de rocas, atraía la atención de un nutrido y ruidoso corro, demasiado ruidoso para suponer que asistían con seriedad a una prédica instructiva. El orador era un anciano desaliñado y febril, agitado en una pasión que sobrepasaba con mucho la fragilidad de su cuerpo. Iba cubierto con los restos de un harapiento hábito marrón que más le hacía parecer un vagabundo que un ermitaño. En cualquier caso, el viejo, cuya barba vibraba con intensidad en sus esfuerzos por hacerse entender sobre tal algarabía, parecía ser muy familiar para aquel grupo, formado en exclusiva por hombres rudos y burlones.
—Gracias a Dios, nuestro Señor, que no ha consentido que en estos tiempos malditos esté todo perdido —decía el viejo con pasión—. Aún quedan hombres santos, buenos cristianos que hacen prodigios entre tanto pecador…
Sus palabras iban siempre acompañadas de un coro de comentarios impropios y risas groseras.
—Y, ¿dónde están, que no los vemos? —destacó una voz con tono de burla sobre el bullicio.
—¡Vosotros no sois capaces de ver más allá de vuestras narices! —replicó furioso el predicador—. Además, ¿por qué iban a venir a una ciudad condenada como esta?
Los espectadores no paraban de reír. Se diría que no veían a Florencia más condenada o maldita que cualquier otra ciudad. Y si compartían su opinión, parecía importarles bien poco.
—¿A divertirse? —decía uno, burlón.
—¿A trabajar por una miseria? —apuntaba otro, diluyendo en su broma la amargura de su situación.
—¿A oírte decir tonterías? —dejaba escapar otro con algo más de agresividad.
—Tendríais que buscar fuera —continuó el viejo tratando de hacerse comprender—. En Vicenza conocí a un hombre verdaderamente elegido por Dios, fray Giovanni, a quien mis ojos pecadores vieron hacer levantar gente de entre los muertos —completó entornando esos mismos ojos con arrobo y verdadera devoción.
Pero ni siquiera ese forzado semiéxtasis detuvo el jolgorio de la peculiar audiencia, la escalada de mofas y comentarios.
—Por Dios bendito, que no le dejen venir aquí —gritó una voz en falsete imitando un tono implorante—. ¡Si ya no cabemos más en la ciudad, sólo falta que encima resucite a los muertos!
Una estruendosa risotada celebró el ingenio del desconocido y el iluminado abrió sus ojos de golpe abandonando su arrebato místico para alcanzar un estado de absoluta indignación. Dante había eludido mezclarse con estos desconsiderados espectadores, prosiguiendo su camino hacia la basílica, decidido a no prestar ninguna atención a esta sarta de incongruencias. Pero, de repente, algo le hizo frenar en seco. Unas palabras del estrafalario predicador que actuaron como un rayo en su conciencia.
—¡Estáis ciegos! Zafios ignorantes, no abriréis los ojos hasta que el demonio mismo os venga a visitar y seáis víctimas de uno de esos crímenes dantescos…
Dante se aproximó lentamente, con un renacido interés.
—Esos beguinos de Satanás —prosiguió apasionadamente el anciano—, esos herejes con los que no os importa convivir os exterminarán a todos como ratas cobardes…
Un abucheo de protesta se alzó entre la concurrencia.
—… porque no sois lo suficientemente hombres como para achicharrarlos en esta misma plaza, como se hizo a gloria de Dios con esos criminales cátaros…
Arreciaron las burlas y las expresiones de incredulidad en los presentes, firmemente convencidos, según todas las apariencias, de la imposibilidad de que eso sucediera en Florencia.
—Cuéntanos otra vez eso de que fornican después de muertos —gritó uno de los presentes, un hombre de aspecto zafio que roía una manzana.
Dante supuso que el predicador les habría hablado más de una vez de una de las más peregrinas creencias de los heréticos seguidores del Libre Espíritu, la promiscuidad sexual de las almas tras el fallecimiento de los cuerpos.
—Eso es lo que más le interesa a Carlotto —respondió entre risas otra voz emanada del grupo—. Follar algo más en la otra vida de lo que lo hace en esta.
Todos rieron con ganas y complicidad, hasta el aludido, que no dio muestra alguna de enfadarse. El predicador redobló su temblor de indignación, ahogado entre tanta incomprensión, y replicó con el rostro congestionado de ira.
—¡Preocúpate más bien de que esos herejes no vayan a tu propia casa a fornicar con tu hembra y preñarla con la semilla del mismo Belcebú!
Las carcajadas resonaron con fuerza en toda la plaza y, esta vez, el sorprendido Carlotto sí que se mostró ofendido. Sin pensarlo, lanzó la manzana contra el anciano mientras decía: «¡Será cabrón!». La fruta le impactó en plena cara, aunque el predicador se mantuvo a pie firme en un alarde de dignidad. La respuesta generalizada fue un tanto ambigua, pues, aunque se mofaban abiertamente del orador, no aprobaron la reacción de su compañero. Incluso alguno llegó a recordarle, con palabras difíciles de distinguir entre la sinceridad o la burla, que aquel era un «hombre de Dios». Carlotto, encogiéndose de hombros con indiferencia, decidió marcharse y dar por finalizada aquella diversión que, al fin y al cabo, le había costado una manzana a medio comer.
—¡Sigue, viejo! —gritaron otros que no parecían dispuestos a que el espectáculo finalizara para ellos.
El anciano se inflamó de orgullo ante tales muestras de interés y rápidamente encontró una nueva vía abierta para sus desvaríos.
—Alejaos de todas las obras de Satanás —continuó con ímpetu—. No caigáis, como hacéis a menudo, en la impía práctica de la usura…
Un murmullo amplio, salpicado de expresiones obscenas, acogió el cambio de argumentos. Las cuestiones del préstamo y de la usura eran asuntos controvertidos y delicados. La Iglesia condenaba esta práctica, sin paliativos o atenuantes, pero en la realidad terrenal pocos eran los que podían sobrevivir con sus escasos salarios sin recurrir a algún usurero. Por eso, la sociedad civil lo consentía y, como su práctica no era de buen cristiano, permitía que ejercieran esa función los judíos. Estos se enriquecían y, a la vez, concentraban el odio de los que se empeñaban a su costa. Por eso, era un tema que siempre aseguraba la atención a los predicadores que lo comentaban.
—Yo os digo que es un pecado grandísimo; y aunque algunos se crean que Dios ni ve ni entiende y lo llaman de muchas maneras, como donación temporal o interés, la usura está en la obra, no en el nombre —predicó el viejo, con la frente elevada y la altivez que le permitían sus andrajos—. ¡No prestéis! ¡Guardaos de dejar vuestro dinero para enriqueceros!
Volvieron a aflorar las risas y burlas. No parecía el auditorio adecuado para tales consejos y eso se hizo sentir.
—¿Prestar? —dijo uno en tono de admiración—. ¡Como no prestemos piojos o chinches!
Pero no todo eran risas. Algunos se mostraban ofuscados, seriamente enfadados por la cuestión y sus comentarios resultaban más agresivos.
—¡Eso díselo a los putos judíos! —gritó uno con violencia—. ¡Ellos son los usureros!
—¡Mataron a Cristo y ahora quieren acabar con nosotros! —mostró otro su acuerdo.
—¿Y qué me dices de los que consienten que nos maten de hambre? —preguntó otro con un aire claramente subversivo.
El fermento del odio cuajaba fácilmente en la población disgustada cada vez que se reunían unos pocos ciudadanos. Dante comprendió que el discurso ya iba a deslizarse definitivamente por otros derroteros. Así pues, aunque algo intrigado por las palabras del peculiar predicador, optó por reemprender su marcha hacia el templo franciscano que se alzaba cerca de él.
Sin detenerse de nuevo, sintiendo como un coro cada vez más lejano las risas y gritos emanados de aquella reunión, se plantó ante la fachada misma de Santa Croce. Tosca, sin apenas ornamentación, contrastaba con la grandiosidad espacial del interior. Dante penetró sin oposición en la basílica, y advirtió la presencia de varios fieles diseminados por el templo. Eran almas solitarias, pues no había ningún servicio religioso en aquel preciso momento. Por dentro, la iglesia impresionaba tanto por su longitud, como por la amplitud de sus tres naves y los enormes pilares octogonales. Santa Croce parecía un inmenso establo a la primera impresión, cuando la vista reparaba en los techos lisos cubiertos de modillones de madera y en la escasa iluminación.
Dante se dirigió hacia el fondo de la iglesia y ojeó el interior de las capillitas que se distribuían a ambos lados de la capilla central, hasta que encontró aquella que adoptaba el nombre de sus acaudalados financiadores, los Bardi. Desde la semioscuridad, divisó el interior de la estancia rectangular y no demasiado grande. Dentro de ella, la iluminación natural, filtrada a través del ventanal de la pared del fondo, era ya notablemente escasa. Las pinturas de las paredes representaban algunos episodios de la vida de san Francisco. Giotto era un maestro en aquella técnica complicada y costosa de la pintura al fresco. Nadie como él era capaz de obrar el milagro de encerrar tan hermosa gama de colores dentro de una delicada lámina de cristal, cuando los muros se secaban. Siempre que había tenido ocasión de observar sus pinturas, Dante había sentido un profundo estremecimiento ante ese desfile de figuras y rostros de apariencia tan cotidiana articulados de todos los modos posibles. Aparecían incluso de perfil, después de siglos de representación frontal, con la cabeza girada, con actitudes y expresiones tan cuidadas como habituales. Los pliegues de sus ropajes caían con la mayor naturalidad; sus sentimientos y emociones estaban representados a flor de piel hasta llegar al corazón del espectador. Absorto en la contemplación, sólo reaccionó al ser consciente de la velocidad con la que se escapaba la luz del día. La misma celeridad con que a él mismo se le agotaba el margen para tomar una decisión difícil. Era hora de retornar al palacio, sopesar sin más demora cuántas y qué cosas valía la pena arriesgar, y a cuántas otras se vería obligado a renunciar según cuál fuera su decisión.