Capítulo 21

EL poeta erró por la Vacchereccia hasta que en la confluencia con la vía de Por Santa María se dejó vencer por la tentación de contemplar el Arno y dejarse llevar por el bullicio, que siempre conllevaba tomar las vías de comunicación con Oltrarno. Despacio, con la emoción contenida de saber que sus pupilas se volverían a impregnar con la imagen añorada del Puente Viejo, Dante dejó que sus pies le llevaran hasta allí, sufriendo más de un empujón en su recorrido. Sabía que parte de esos empujones respondían a un vano intento por parte de los muchos ladrones que infestaban las calles de robarle por descuido una bolsa que, en realidad, no llevaba consigo.

Cuando alcanzó a divisar la imagen sesgada del puente, casi perpendicular a su posición, sus pasos se hicieron aún más lentos, provocando con ello algún que otro comentario airado por parte de los viandantes. Los reflejos del sol en la superficie en calma del Arno, la estampa del más antiguo de los puentes de Florencia, apaciguaron su espíritu y casi le forjaron la ilusión de que todo seguía igual, de que nunca había tenido que abandonar su patria, de que todo había sido un mal sueño que se esfumaba en el peculiar aroma del río. Según avanzaba el día y el sol cobraba mayor fuerza, ese aroma acababa convirtiéndose en pestilencia por los desechos orgánicos que dejaban caer en la corriente los tenderos establecidos sobre el puente; la mayoría curtidores de pieles y algunos carniceros. Desde allí, alzando la vista a la lejanía verde de las colinas del otro lado del río, podía divisar, empañado en la bruma, como si la contemplara a través de un ojo anegado por las lágrimas, la silueta frágil y blanquecina, como un fantasma, de San Miniato. Dante, casi a la altura de la cabecera del puente, contempló distraído la maltrecha estatua de Marte, el busto mutilado del primer patrón de Florencia que, aun siendo sustituido en su patronazgo por San Juan Bautista, había sido capaz de imprimir con fuerza su naturaleza belicosa en el espíritu de los florentinos. Ante sus ojos de piedra se habían escrito muchas de las páginas de la historia de su patria.

El poeta dio media vuelta desandando con calma sus pasos hasta que se encontró en la vía que había tomado su nombre del Arte de Calimala —una de las siete artes mayores que tenían el poder efectivo de la república—, donde se habían establecido numerosas tiendas especializadas en teñir y refinar ropas de lana. Dante pudo constatar que su disfraz cumplía satisfactoriamente su función, cuando pasó junto al bullicioso hormiguero del mercado Nuevo, por los continuos ofrecimientos para comprar todo tipo de objetos y, sobre todo, por los precios que le pedían, impensables para cualquiera que no fuera forastero en la ciudad. En cualquier caso, pasar desapercibido en aquellas calles del centro, repletas y agitadas en un continuo movimiento humano y animal, no era una tarea excesivamente complicada, porque Florencia entera era en la práctica un inmenso taller y mercado en casi toda su extensión.

El Comune se encargaba de habilitar lugares para las transacciones comerciales, establecía el día y el horario, los lugares asignados a cada vendedor, e incluso indicaba las dimensiones máximas de los bancos o tiendas. Pero, en la práctica, producción y comercio se desarrollaban en cualquier lugar donde hubiera sitio y oportunidad de hacerlo; lo mismo al aire libre o a cubierto, en espacios públicos o privados, frente a los talleres ubicados en la planta baja de los edificios, exponiendo las mercancías sobre rudimentarios escaparates fabricados en albañilería o madera, o sobre el propio suelo. A los numerosos vendedores que jalonaban el camino había que añadir los arrieros que transportaban mercancías y materiales de un lado a otro a lomos de muías y asnos, los inevitables mendigos que revoloteaban y acudían como moscas al reclamo del más leve tintineo de una moneda y los pregoneros y heraldos del Comune que a voz en grito comunicaban informaciones, disposiciones municipales, leyes o sentencias a los pocos que se mostraban interesados en enterarse. En aquellas condiciones, la circulación era extremadamente difícil, por lo que Dante entretuvo su lento caminar en observar cómo había cambiado la fisonomía de su ciudad.

A pesar de las medidas que el Comune había adoptado para reducir la altura de las torres, en estas vías angostas la presencia de estos gigantes de piedra y ladrillo proporcionaba una perspectiva marcadamente vertical. A los ojos de un observador como Dante, no se escapaba una evidente transformación en cuanto a las dimensiones de las viviendas más comunes. Eran bastante más reducidas, un síntoma del encarecimiento del terreno; además, solían compaginar la función de residencia y la actividad comercial o artesanal, con sus tiendas o talleres ubicados a pie de calle. La madera había desaparecido prácticamente, sustituida por materiales más sólidos y estables como el ladrillo o la piedra.

Según avanzaba, Dante se sintió paulatinamente empujado por una marea que le conducía hasta las cercanías del mercado Viejo. El espacio que este ocupaba se asemejaba a un enjambre, con ciudadanos curiosos arremolinados en torno a los bancos y puestos. Aunque estaba dedicado principalmente al comercio de todo tipo de vituallas, gran variedad de carnes, frutas y verduras, en aquella plaza se podían encontrar todo tipo de artículos y utensilios, más o menos comunes, lujosos, pintorescos o extravagantes. Aportaban también su dosis de animación y estrépito juglares y músicos, saltimbanquis y mimos, tahúres que incitaban a los viandantes a participar en juegos de azar, partidas de zara con naipes, tabas…

Dante luchó por evadirse de la masa y a duras penas se abrió camino hacia la plaza de San Giovanni. En el baptisterio, su «bello San Giovanni», en su serena geometría de mármoles blancos y verdes, habían tomado forma e imagen muchos de sus delirios de retorno a su ciudad. Ahora, su visión le afianzaba en la sensación de que todo aquello siempre había formado parte de su ser sin que alejamiento alguno hubiera tenido fuerza suficiente para generar el desapego. La vida resultaba un curioso círculo en el que partir no es sino el necesario primer paso para volver al principio. Nacer y morir, principio y fin. Los lugares queridos a los que se retorna para descubrir que siempre han estado allí, esperando una vuelta, una revolución en ese círculo que nos plante de nuevo ante sus pies. Bordeó la mole octogonal del venerable edificio, conmovido, sin perder de vista a la vez el armazón cercano de la futura Santa Maria dei Fiore, llamada a ser algún día la nueva catedral de Florencia. Aquel era el verdadero corazón religioso de la metrópoli. En aquel vasto espacio rectangular que, en realidad, acogía dos plazas diferentes, residía para cualquier florentino el alma, el espíritu de aquella ciudad que tan agresiva y viril se mostraba en la masa compacta de sus piedras marrones.

El cielo oscureció levemente y Dante temió la descarga de un nuevo aguacero. Se aproximó hasta Santa Maria y sus ojos no fueron capaces de distinguir grandes variaciones en una obra cuyo comienzo, en septiembre de 1296, había conocido y seguido con bastante atención desde los primeros trabajos de construcción. El proyecto de Arnolfo era grandioso. Los amplios cimientos de su planta en forma de trébol ocuparon una vastísima zona y se llevaron por delante un buen número de construcciones anteriores. Sin embargo, la antigua Santa Reparata no había sido demolida. La nueva construcción la abrazaría con sus paredes dejándola en pie y en servicio, en tanto no finalizara la obra. Resultaba curioso ver cómo aquel antiguo templo, que apenas cubría un tercio del tamaño previsto para Santa Maria, iba siendo engullido por aquel ambicioso edificio.

En aquel momento, en el que Dante admiraba el esqueleto dormido de Santa Maria, ni siquiera se había encontrado sucesor para continuar con el trabajo que había interrumpido la muerte de Arnolfo. La paralización de las obras había dejado en pie la estructura de algunos muros en su parte inferior; por otro lado, la nueva fachada solamente estaba decorada en su mitad y sin los revestimientos completos de mármol que deberían repetir los del baptisterio. La fachada, pletórica de hornacinas y estatuas, mostraba que Arnolfo era, ante todo, un gran escultor.

Mientras tanto, alrededor de los cimientos de esta embajada de Dios reinaba un caos de piedras, losas, troncos, barras de hierro, grandes sogas retorcidas, entremezclados con todo tipo de útiles y materiales de construcción que, aun cuando la obra estaba paralizada, seguían acumulándose procedentes de toda la Toscana. Tal desbarajuste le trajo al pensamiento que en alguna de esas aglomeraciones había dejado su vida de un modo terrible el mercader Piero Vernaccia. Y de un modo súbito y cruel se le desveló el recuerdo del verdadero motivo de su presencia en Florencia: aquellos repugnantes crímenes que se le había invitado a investigar. La idea ensombreció más su alma que los negros nubarrones que flotaban sobre su cabeza. Cabizbajo y sombrío consideró que tal vez fuera el momento de retornar a su estancia, de afrontar la presencia del vicario del Rey, de responder sin demora a su propuesta. En definitiva, debía tomar una decisión y esperar que esta vez no resultara tan equivocada como otras.