Capítulo 20

DANTE Alighieri, nacido en la ciudad del Arno en el seno de una familia arraigada y de ilustre pasado en su centro urbano, no pudo reprimir una vaga sensación de ansiedad, un vacío en el estómago, cuando volvió a pisar las calles de Florencia. Había pasado la hora tercia de aquel 3 de octubre de 1316 cuando, tras vencer el vértigo, salió del palacio del Podestà, enfilando la vía del Proconsolo, donde ya se apreciaban síntomas de actividad propios de la jornada laboral florentina. Respiró profundo, tomando aire a fondo, como si fuera a necesitarlo durante todo el recorrido. Giró sobre sí mismo y observó la fachada del palacio del que acababa de salir. Una recia construcción en la que destacaba la imponente torre Volognana, que albergaba lúgubres mazmorras en las que solían languidecer olvidados prisioneros de guerra. Terminar en una de ellas es lo que Dante había esperado desde el momento en que había sido consciente del lugar en que se encontraba.

Desde allí juzgó que lo más sensato era dirigirse hacia el sur, en dirección al Arno, porque seguir dicha vía hacia el norte hubiera supuesto adentrarse en un terreno demasiado familiar para él. Apenas un corto paseo le hubiera bastado para plantarse frente a la casa en la que vio la luz primera, para adentrarse en las calles en las que los suyos habían convivido durante generaciones con amigos y enemigos. La misma zona en la que había deseado a la hermosa Beatrice Portinari y en la que había contraído matrimonio con su esposa, Gemma Donati. En suma, un acercamiento doloroso y arriesgado, una dura prueba que podía hacer de su disfraz algo precario.

Doblegando los recuerdos, enfocó sus ojos hacia la dirección elegida, donde se podía ver entre los edificios irregulares que flanqueaban la vía, la silueta recortada de uno de los nuevos símbolos de la ciudad. Una de esas construcciones que Dante no había visto concluida, aunque había asistido al inicio de su construcción en 1298. Era el palacio de los Priores, con sus duras almenas y su elevada torre de más de 160 brazas que se había convertido en el techo de la ciudad. Sin perder de vista el robusto torreón, Dante caminó hasta encontrarse en la extensa explanada frente a la enorme masa del edificio. La plaza se había convertido en el verdadero corazón político de la ciudad, el centro del nuevo poder de la clase dirigente florentina, que se había refugiado en una mole granítica e inexpugnable. El palacio estaba planeado para alojar al gonfalonero de Justicia y a los priores, para servirles de hogar y casi de prisión durante los dos meses que ostentaban su cargo, ya que las leyes les impelían a hacer una vida en común. Se trataba de huir de influencias externas, de librarse de las presiones de los poderosos. Pero, en la realidad, la oligarquía negra había conseguido un control político estable, invulnerable a cualquier amenaza de blancos o gibelinos.

Dante contempló con detenimiento a una hilera de hombres situados a los pies de palacio, y que se extendían desafiantes con aspecto fiero y sus hachas al hombro. Comprendió de inmediato que aquellos eran los hombres del bargello a los que se había referido el conde de Battifolle. Día y noche a pie del edificio, resguardando el poder de sus amos. Altaneros, chulescos, miraban con insolencia a los ciudadanos que se aproximaban al edificio, y con lujuria, a menudo explícita, a las pocas ciudadanas que osaban hacer el mismo recorrido.

El poeta dudó si todo aquello era algo que mereciera la pena salvar. Allí estaban los priores encerrados en un grandioso edificio —un fuerte provisto incluso de troneras a través de las cuales arrojar piedras o aceite hirviendo sobre hipotéticos asaltantes, como si se tratara del castillo o la torre de algún belicoso «grande»—, aislados en su encierro dorado del resto de los ciudadanos, según él lo veía ahora. La desafiante inscripción tallada sobre la puerta principal, «Jesus Christus, Rex Florentini Populi S.P. Decreto electus»[18], pretendía ser un retrato de los florentinos, siempre orgullosos. Para Dante las cosas ya no eran así. Veía a sus compatriotas como enfermos de miedo o cobardía en su interior, o de simple complacencia con la nueva situación. En su opinión, se encontraban sumidos con desidia en la decadencia y ruina moral, muy lejos de aquella noble gente a la que hasta un pontífice, Bonifacio VIII, había calificado como «el quinto elemento de la Creación». Eso no impedía que Florencia entera se empeñara en dotarse de una apariencia cada vez más esplendorosa, más grandiosa; en camuflar las trazas de lo que Dante había calificado como «ciudad dividida». Un afán que les había llevado a hacerse con los servicios del mayor escultor y arquitecto que la Italia del momento podía proporcionar, Arnolfo de Cambio, que se había convertido en una especie de rehabilitador en exclusiva de la ciudad y había dejado bastantes obras pendientes de conclusión por su fallecimiento prematuro. Dante interrumpió sus amargas reflexiones cuando fue consciente de que, plantado sobre la plaza, con la mirada fija en aquel edificio, podía empezar a resultar sospechoso para sus guardianes. De inmediato, reanudó su marcha, atravesando la explanada hacia el lado más distante de palacio, decidido a proseguir su camino más al norte, hasta la misma plaza que acogía el Duomo.