BAJÓ la vista hacia los documentos que reposaban en el suelo y los recogió para extenderlos sobre la mesa. En realidad, revisar aquellas anotaciones no le obligaba a nada ni suponía, a priori, claudicación alguna. Las actas estaban ordenadas cronológicamente. Desde el primer folio, a pesar de la enrevesada jerga notarial, Dante se sintió impregnado del horror, la maldad y la violencia que destilaban aquellos sucesos. Los detalles escabrosos que completaban la narración del conde poco aportaban de nuevo, salvo constatar que los parecidos con su «Infierno» eran indiscutibles y resultaba absurdo hablar de meras coincidencias. Más aún teniendo en cuenta aquellas notas. Era la auténtica firma de los asesinos que se había hecho indispensable en las escenas de los crímenes. Hubo algo, sin embargo, que llamó su atención. La transcripción literal de esas notas ponía el colofón a cada una de las actas, después de la descripción minuciosa de los acontecimientos. Precedía a la firma y al sello del notario que la había formalizado. Pero en dicho procedimiento había una excepción. Tras releer detenidamente la reseña referente al primero de los crímenes, el horrible festín de los canes que la mente enfermiza de los criminales había elegido para sustituir a su Cancerbero mitológico, Dante encontró, a renglón seguido, tal rúbrica:
Yo, ser Coppo Sassolini, notario del Comune de Florencia, al servicio del podestà y vicario del rey Roberto, fui notificado de tales acaecimientos y rogado de labrar escritura pública. Lo que hice en Florencia en el día VIII antes de las calendas de septiembre del año del Señor de 1316.[13]
Bajo esta, incorporada con posterioridad, había sido transcrita la nota encontrada en el lugar del crimen:
Granizo grueso, agua negra y nieve / que se vuelca por el aire de tinieblas / pudre a la tierra que los recibe. / Cerbero, fiera cruel y aviesa, / con sus tres fauces caninas ladra / sobre la gente aquí inmersa. / Ojos bermejos, unta y negra la barba, / amplio el vientre y uñosa tiene la zarpa, / a los espíritus clava, destroza y desgarra.[14]
Dejando al margen el ominoso parecido de tales palabras con su obra, Dante reparó con algo de sorpresa en las irregularidades formales patentes. Habitualmente, el notario daba fe de todo cuanto antecedía a su firma. Pero es que, además, existía otra particularidad que aún lo hacía más extraño. La caligrafía de este añadido no era la misma. Eso era algo que se podía apreciar a simple vista. Y tampoco resultaba difícil constatar la pluma de la que había salido. La nota había sido copiada de puño y letra por la misma persona que se había ocupado de extender las restantes actas. Otro notario distinto, un tal ser Girolamo Bencivenni, que firmaba ostentando los mismos cargos que su compañero. Antes de leer con más detalle el resto de la memoria, Dante revisó los restantes folios y confirmó que en todos los demás casos se había actuado del modo regular. Es decir, las notas estaban recogidas antes de la firma y sello del fedatario público.
Tras la sorpresa inicial ante lo insólito del procedimiento, Dante no concedió excesiva importancia a su descubrimiento. Probablemente se había subsanado un error sin más; una omisión por parte del primer notario que, después, se había visto incapacitado para rellenar el resto de las actas. La trascendencia era mínima si se tenía en cuenta el previsible destino de aquellos documentos. Si se conseguía llevar vivos a juicio a los responsables de aquella demencia sin sentido, de poco les iba a servir una anotación más o menos en el procedimiento. Además, los hechos en sí eran tan sumamente repugnantes que cualquier otra consideración quedaba relegada y oscurecida por esta inmensa mancha sangrienta. En varios pasajes del escrito, Dante se sobrecogió, y tuvo que interrumpir su lectura con aprensión ante tanta crueldad, tanto sufrimiento. ¡Qué doloroso resultaba verse involucrado de esa forma! Eso era algo que ni Guido de Battifolle ni nadie podía comprender. Quizás el conde consideraba que no podían impresionarle acontecimientos tan familiares que ya había proyectado para otros seres en la ficción. Y tal vez estaba convencido de que había encontrado verdadero placer escribiéndolo. Nada más lejos de la realidad. Dante había reflejado un reino de amargura, una representación literaria del Infierno cristiano en el que se castigaban los pecados. Cierto era que muchos de esos pecadores eran enemigos directos del propio Dante, que encontraba así un leve resarcimiento moral para sus padecimientos. Pero en su «Infierno», sus condenados estaban sometidos a un juicio racional con efectos simbólicos. Eran las potencias celestiales y no su voluntad caprichosa quienes establecían los castigos ateniéndose a argumentos de estricta justicia divina. Eran, en fin, espíritus, no verdaderos seres humanos, los que sufrían padecimientos y mutilaciones. Dante, ni en la zona más oscura de sus pensamientos hubiera albergado nunca la tentación de hacer sufrir a ningún ser vivo de tal forma, ni de impulsar, apoyar o llevar a cabo una vendetta sangrienta de tal magnitud. No habría sido el Dante Alighieri orgullosamente imparcial que había obrado con rectitud tal durante su participación en el priorato, que se había granjeado enemistades en las que él mismo encontraba la razón de su injusta pena de destierro; el mismo que había renegado de sus circunstanciales aliados de la Universitas Alborum por acabar descubriendo en ellos una compañía «necia y malvada». Nunca hubiera sido capaz de descender a tal bajeza. Pero había una realidad insoslayable: unos horribles sucesos que alguien, deliberadamente, quería ligar a su nombre. Dante releyó una y mil veces esas pequeñas citas incriminatorias, como si haciéndolo pudiera encontrar un indicio, una señal que le permitiera renegar de su indirecta paternidad.
En el segundo de los crímenes, el sangriento desgarramiento de Baldasarre de Cortigiani, la nota, clavada en el mismo árbol que sostenía su masacrado cuerpo, reflejaba con indiferente crueldad un pasaje del noveno foso de Malebolge:
Un tonel, cuya duela del fondo o medianera perdiera / no se vería hendido, como yo vi a uno / abierto desde el mentón hasta donde se ventea. / Entre las piernas pendíanle las tripas, / se veían las entrañas y el triste saco / que hace mierda de lo que engulle…[15]
En el asesinato de Bertoldo de Corbinelli, el mismo artefacto diabólico que había servido para arrebatarle la vida había sido utilizado para albergar la nota correspondiente. En este caso, una cita perteneciente al círculo dantesco donde la imaginación del autor había dispuesto colocar, para su eterno penar, a los falsos adivinos:
Inclinado mi rostro abajo hacia ellos, / observé asombrado que estaban retorcidos, / cada uno entre el mentón y el pecho, / que el rostro a las espaldas tenían vuelto, / y para andar hacia atrás les era necesario, / porque ver hacia delante no podían.[16]
Con el mercader Piero Vernaccia, la última de las víctimas de aquel macabro juego, los asesinos debían de haber puesto especial cuidado para evitar que su característica nota quedara chamuscada entre tanto rescoldo y ceniza ardiente. El texto pertenecía al séptimo círculo infernal de su obra:
Por todo el arenal, en forma lenta / llovían grandes copos de fuego / como cae la nieve en la montaña si no hay viento, / tal descendía el sempiterno ardor / y así la arena ardía, como yesca, / bajo el pedernal y duplicaba el dolor. / Sin ningún reposo era la loca danza / de las miserables manos, aquí y allá / apartando de sí el fuego renovado…[17]
Con razón —concluyó con resignada tristeza— las gentes de Florencia habían bautizado estos asesinatos como los «crímenes dantescos». Dante, abstraído durante su lectura, volvió a ser consciente del bullicio que se colaba por el ventanal situado sobre su cabeza. Un crescendo de voces y sonidos diversos que hadan que las calles de Florencia fueran de todos conocidas con el calificativo de rughe. Especialmente, en la jornada laboral, desde que las campanas de la Badia tocaban a tercia y hasta poco después de que repicaran a nona, las calles y plazas de toda la ciudad bullían en plena actividad. Una fauna diversa y variopinta se dibujaba en el recuerdo de Dante; se agolpaba por vías angostas, compartiendo estrecheces con carros y caballos cuyos jinetes intentaban abrirse paso desplegando las rodillas y que habitualmente eran saludados con una sarta de insultos. Compraban y vendían todo tipo de objetos, animales o alimentos en los numerosos comercios de las calles, en la plaza del mercado Viejo o en las múltiples plazas de la ciudad. Dante, en su edad madura, era hombre poco amante de tales bullicios, bastante más orientado hacia ambientes tranquilos y solitarios, pero, en aquella ocasión, quizá por las especiales circunstancias que rodeaban a su nueva presencia en Florencia, con una prolongada ausencia incluida, deseaba perderse por aquellas calles atestadas. Quería redescubrir bajo su anonimato su ciudad natal, prohibida durante más de una década. Una ciudad de la que, tal vez, apenas le quedaran unos recuerdos que tenían poco que ver con la realidad.