Capítulo 17

UN estruendo de viento y murmullo como de hojas secas inundaba sus oídos. Por momentos, las nubes, negras como carbón, se anidaban como un manto oscuro escondiendo la luz del cielo. Tronaba con fuerza, pero ni una sola gota de lluvia caía sobre la tierra seca y resquebrajada. Apenas unos rayos de sol, como flechas luminosas que se estrellaban con violencia contra el suelo, vendan la tupida red de tinieblas. Pero, a pesar de todo, veía. Distinguía con nítida claridad, a despecho de la reinante sensación de oscuridad, todo cuanto pasaba ante sus ojos. Suponía que eran sus ojos, porque ninguna parte más de su cuerpo le era visible; su esencia era poco más que esa mirada, testigo y protagonista de la escena. Ante él desfilaban, dando vueltas en círculo y sin dejar de mirarle, tres perros grandes y temibles; la mirada furiosa y penetrante, la rabia asomando en sus colmillos, supurando baba venenosa de puro odio. Eran blancos, casi albinos, y llevaban alrededor del cuello un curioso babero negro con capucha que el viento agitaba y hacía revolotear cerca de sus fauces. No paraban de ladrar y supo a través de esa parte de su existencia que vivía en su mirada que, a su manera, las bestias le recriminaban, le cubrían de insultos e ignominia. Esos mismos ojos, espías inconscientes, transmisores del horror que encogía un corazón cuyo latido no podía sentir, vieron cómo uno de los perros llevaba entre sus dientes un bloque irregular de pergaminos escritos y avanzaba a paso firme hacia una inmensa hoguera que debía de haber estado siempre allí, pero que él no había visto hasta ahora.

El fuego se consumía entre chispas de colores, como si estuviera alimentada con leña húmeda, y su crepitar se mezclaba con lamentos y gemidos claramente audibles. El fuego estaba cercano, casi podría tocarlo por momentos si tuviera extremidad alguna con qué hacerlo; sin embargo, sentía frío: el frío desapacible de la tristeza. El perro agitó su cabeza dejando caer con desprecio los pergaminos, que volaron un instante como ánimas en fuga antes de caer entre las llamas, el tiempo suficiente para que él asumiera, sin verdadera necesidad de descifrarlo, que era su letra la que estaba grabada en ellos. Luego se consumieron lentamente y un suspiro —no sabía si era el suyo propio— acompañó su tormento. Los perros ladraron aún más fuerte. Parecían reír y quizá lo hicieran, porque allí nada parecía imposible, pero no abandonaron su solemnidad y fiereza. Seguían dando vueltas, avivaban las llamas agitando sus colas, azuzaban el miedo con sus gestos feroces. El tumulto de fondo crecía adoptando caracteres humanos: un crescendo de voces, una multitud exultante jaleando a los perros, vociferando desprecio desde ninguna parte, pues alrededor de aquella indigna pira no había nada sino vacío y penumbras. Otro perro apareció de pronto en la escena tirando con sus mandíbulas de un saco. Disputaba con otro su posesión, luchaban para hacerse con su desconocida carga reculando con furia siempre hacia la hoguera. Acabaron desgarrando la tela y su contenido se desparramó por los suelos. Sus ojos, esos ojos que veían, escuchaban, olían y tocaban tanto como le era imposible al resto de su ser invisible, se cargaron de lágrimas, temblorosos de angustia, cuando vieron los huesos, míseros restos humanos descarnados y sucios, que rodaron por el suelo. Después, esos canes rabiosos arrojaron los despojos al fuego. Y sintió, ahora sí, un ardor como un río de plomo fundido consumiendo los tuétanos. Y gritó; o creyó que habría gritado si tuviera con qué hacerlo. Luego, tuvo compasión de sí mismo, o la tuvo la Divina Providencia, que le permitió cerrar los ojos mientras todo se alejaba poco a poco y en su mente retumbaba, en un frenético coro de mil voces, la monótona letanía de un miserere…

La pesadilla, su recurrente delirio de los últimos tiempos, había sido el punto final del sueño agitado de Dante. Se incorporó sudoroso en el lecho y lanzó un vistazo a la estancia, ahora iluminada por el sol que penetraba a través de un gran ventanal con los postigos abiertos. La madrugada anterior, el cansancio y las revelaciones del conde de Battifolle martillearon su cerebro y le habían hecho despreocuparse completamente del aspecto de su alojamiento. Mecánicamente, se había limitado a trazar con la pluma unas frases tranquilizadoras para su entorno de Verona; palabras ambiguas, en tono críptico y hermético. Algo que no extrañaría a nadie que de veras le conociera. Después, se había deslizado en aquella suntuosa cama con dosel y su cuerpo se había hundido con urgencia en un confortable colchón de plumas. Su descanso había estado jalonado con continuas referencias oníricas a esos dolorosamente llamados «crímenes dantescos», los cuales habían dejado paso a su inexorable visión: su martirio particular que le impedía evadirse de la melancólica realidad —como hacen muchos otros mortales—, sumergiéndose en la acogedora calidez irreal de los sueños.

La estancia que le acogía debía de ser una de las mejores del palacio del Podestà, reservada a huéspedes de cierta importancia. Era una paradoja irritante aquella que le transformaba de exiliado de su patria en secreto invitado de lujo en la misma. Los suelos, finamente embaldosados, estaban parcialmente recubiertos de alfombras, a pesar de que apenas habían dejado atrás el verano. Varios arcones de madera oscura proporcionaban abundante espacio de almacenamiento. No faltaban candiles de aceite y velas de auténtica cera —nada de sebo— diseminados por toda la habitación. Por el amplio ventanal, situado a una altura que impedía asomarse, se colaba el bullicio de la ciudad en plena actividad. Dante supuso que se abría a la vía del Proconsolo. Las paredes estaban decoradas con sobrias pinturas al temple hasta media altura, simples motivos geométricos o tenues figuras realizadas a mano libre con colores suaves y algo deslucidos. Hacia abajo, los muros estaban revestidos con tablas de madera unidas; las espalderas, habituales en las casas nobles, preservaban del frío y la humedad.

Bajo el chorro de luz que filtraba el ventanal, apoyada o tal vez formando cuerpo con la misma espaldera, el poeta divisó una mesa sobre la que habían sido dispuestos de manera nada casual una serie de documentos. Dante abandonó el lecho y se encaminó hacia allá. Hizo uso de un banco, mullido por un cojín, situado junto a la mesa. No tuvo que fijarse demasiado para descubrir que aquello eran actas notariales, apuntes legales preñados de todos los formulismos pertinentes al caso. Formaban una especie de memoria con varias hojas cosidas entre sí. En ella se detallaban pormenorizadamente los hechos que ya le habían sido resumidos la noche anterior por el vicario del rey Roberto, formalizados para su posterior incorporación en un proceso. Pensó que el conde de Battifolle, tan insultantemente seguro de sus dotes de persuasión, daba casi por hecha una conformidad que en absoluto se había producido. En un acceso de rabia empujó lejos de sí aquellos documentos, que se deslizaron sobre la mesa hasta caer al suelo. Después, dirigió la mirada hacia la pared de enfrente intentando recuperar la calma. Sus ojos se clavaron en una de aquellas pálidas figuras que adornaban la estancia: una imagen de la diosa Fortuna, con el timón que representaba su función de guía del destino mundial en una mano y la cornucopia proveedora de abundancia en la otra; entonces, pensó en su propia situación.

Dante apoyó la cabeza entre las manos, abatido, sopesando sus posibilidades. De rechazar el ofrecimiento del conde su única salida era la vuelta a Verona, una solución que él reconocía como precaria. Como hombre agradecido, Dante estimaba a Cangrande, alababa su franqueza y generosidad, pero el príncipe Escalígero distaba mucho de tener la sensibilidad artística y la altura intelectual adecuada para apreciar en su justa medida el trabajo de un hombre como aquel. El poeta tenía la triste sensación de no haber sido capaz de encontrar un albergue definitivo donde atenuar la añoranza de Florencia. Ahora, ante él, si bien entremezclado con unos hechos horribles y peligrosos para su vida y su fama, se le planteaba la perspectiva de volver a su patria. La posibilidad de reunirse con los suyos, de congregarlos a su lado en un lugar estable y seguro, algo de lo que no había sido capaz durante todos esos años de incertidumbre. Eso ya casi lo había desterrado de sus esperanzas. Por eso, aquella era una oferta que no podía rechazar sin más.