Capítulo 15

BATTIFOLLE dirigió la mirada hacia el lugar que había estado ocupando Francesco. Dante se sobresaltó con ese gesto que le hizo volver a reparar en su presencia. Aquella terrible narración había capturado hasta tal punto su atención que se había olvidado del testigo oculto de su conversación. El conde volvió a hacer uso de la palabra con el tono tétrico que había elegido para esta parte de la historia.

—Primero apareció el cuerpo de Baldasarre de Cortigiani. Y este no era del bando contrario a los intereses de Lando. Baldasarre pertenecía a una consorteria con lazos muy directos con el mismo Simone della Tosa y muy buenas relaciones, por tanto, con el Gobierno florentino. Pero como es costumbre en vuestra ciudad, los Cortigiani mantenían una ancestral enemistad con otra rama de su propia familia, los Corbinelli, cosa que no impide a los últimos ser tan hostiles al rey Roberto como sus rivales. ¡Complicado, pero muy florentino! —exclamó Battifolle—. Los ojos se dirigieron hacia los Corbinelli y todo el mundo pensó que el crimen iba a desatar una vendetta abierta por todos los rincones de Florencia. Por primera vez, el bargello tenía una misión delicada y difícil de cumplir: impedir un baño de sangre entre grupos de sus propios partidarios.

»Sin embargo, tampoco hubo ocasión de juzgar la diligencia de Lando, porque dos días más tarde fue Bertoldo de Corbinelli quien apareció muerto. Bertoldo era un destacado representante de aquel linaje. No obstante, no se trataba de una vendetta. Ni los Cortigiani habían dado buena cuenta de Bertoldo ni los Corbinelli, como explicaron a todos cuantos los quisieron oír, habían tenido nada que ver con la muerte anterior. Bueno, al menos Lando y Florencia misma se libraron de esa lucha anunciada entre familias, aunque a cambio de una incertidumbre creciente sobre los autores de estos crímenes y del pánico y la desconfianza con que se miran todos los florentinos, pues pocos piensan que no volverá a ocurrir. Todo el mundo ve asesinos por todas partes, pero, a decir verdad, nadie ha aportado ni un solo dato serio para resolver el asunto. Pero… no os he contado nada sobre las características de ambos asesinatos —dijo Battifolle con un tono malévolo—. Respecto a Baldasarre de Cortigiani, este tenía por costumbre salir de la ciudad a cazar con sus halcones cerca de San Salvi. No era raro que, a veces, se separara a galope de sus halconeros, sirvientes y acompañantes y que estos tardaran bastante rato en volver a verlo con sus presas al cinto. Aquella mañana, cuando ya empezaban a alarmarse por su ausencia, vieron volver a su caballo, pero sin jinete encima. A este lo encontraron después de una exhaustiva búsqueda, aunque, seguramente, no era así como esperaban encontrar a su amo: Baldasarre estaba apoyado en un árbol, o sería más acertado decir que estaba clavado en un árbol, porque tenía ambos brazos anclados con dos gruesos clavos en el tronco. Para que no gritara simplemente le habían cortado la lengua… y con ella los labios. Le habían abierto en canal, como una res, desde el vientre a la barbilla. Tenía un profundo tajo que dejaba todas sus vísceras al aire, sus tripas le colgaban y se desparramaban por el suelo. Sus ojos estaban abiertos de par en par, seguramente para contemplar el rostro de sus asesinos en medio de su terrible agonía. Os podéis imaginar el horror de sus acompañantes ante semejante visión.

Battifolle calló. Era evidente que deseaba que Dante asimilara bien su información, que recreara la escena. Este permanecía en un aturdido estado de espanto y repugnancia, un malestar físico que se traducía en una náusea que le ascendía por la garganta.

—Tampoco hubo menor violencia con Bertoldo de Corbinelli —dijo el conde, dispuesto a proseguir con previsibles nuevos horrores—. Como ya os he dicho, toda su familia vivía en alerta por el riesgo de una previsible vendetta, pero Bertoldo era capaz incluso de despreocuparse de su seguridad cuando daba rienda suelta a sus vicios preferidos: el vino y las mujerzuelas. Se aventuró una noche más, cuando las puertas de la ciudad ya llevaban un buen tiempo cerradas, despreciando cualquier peligro. Salió en busca de compañía de otros como él o del calor de alguna de las furcias que infestan la zona del Prato de Ognissanti. Se encontró algo muy diferente y acabó muerto entre los escombros de las obras de ampliación de la muralla desde el Prato hasta San Gallo. Los obreros lo encontraron al día siguiente y como todos los testigos de estos actos, sufrieron una impresión que, a buen seguro, tardarán mucho en olvidar. Bertoldo no debió de ofrecer mucha resistencia. Probablemente, ya iba borracho. Quizá fue asesinado por sus mismos compañeros de juerga. Los asesinos le habían retorcido la cabeza como se hace con los pollos; sin embargo, no estaba totalmente desprendida del cuerpo. Para su obra diabólica, estos hijos de Satanás se valieron de un odioso instrumento que debieron de fabricar ellos mismos y que ni siquiera se tomaron la molestia de hacer desaparecer. Lo dejaron allí tirado, junto al cadáver, manchado de sangre, con trozos de piel y pelos de la víctima. Era una especie de jaula de madera con púas afiladas en su interior en la que encaja perfectamente una cabeza humana. De los lados sobresalen unas palancas. Si se mantiene bien sujeto el cuerpo, un solo hombre puede hacer girar ese mecanismo hasta el punto de darle varias vueltas a la cabeza alrededor de su propio cuello. Le acabaron dejando con la cara vuelta hacia su espalda. Los testigos no son capaces de describir la expresión de su cara.

La palidez de Dante se acentuaba por momentos en su rostro desencajado. Un negro presentimiento iba tomando cada vez más cuerpo y el horror le había enmudecido completamente. No podía pasar desapercibido a Battifolle, que escrutaba a ratos el rostro demudado de su interlocutor.

—Y no tardaríamos mucho en recibir otra de estas desagradables sorpresas —siguió hablando el conde con un tono seco y macabro que resonó como un tambor en la cabeza de Dante—. Nadie parece estar a salvo en Florencia. Da igual su partido o condición, o incluso su origen. La siguiente, y a Dios gracias última víctima hasta el momento, es un extranjero, un mercader boloñés llamado Piero Vernaccia. Este Piero hacía frecuentes viajes de negocios a Florencia, pero esta vez se encontró en medio de un negocio del que no iba a sacar ningún beneficio —ironizó Battifolle con la crueldad y el desprecio tan común entre los nobles hacia esos hombres que se labraban sus fortunas a través del comercio—. Sus socios sabrán cuáles fueron sus pasos anteriores. A nosotros lo que nos interesa de él es que apareció muerto en nuestra ciudad en tan extrañas y crueles circunstancias como los tres anteriores. En esta ocasión, el cadáver apareció entre la mezcla de cascotes y materiales de construcción de la nueva catedral de Santa Maria dei Fiore. En esas obras que, por cierto, muchos ya califican de demasiado costosas y excesivamente lentas, especialmente desde el fallecimiento del capomastro Arnolfo. Han supuesto la demolición de muchos edificios y han dejado al descubierto solares sucios y descampados entre la plaza de San Giovanni y la misma plaza del Duomo. En ellos acampan indigentes y otras gentes de vivir dudoso. En esos improvisados campamentos suelen quedar rescoldos de hogueras, cenizas de leña o paja, tablones medio quemados… Además, muchos grupos de chiquillos han elegido esos lugares para sus correrías, sus juegos y sus peleas. El suelo está lleno de piedras de todos los tamaños y proporciona abundante munición para esas batallas salvajes a pedradas que tanto gustan entre nuestros jóvenes.

»Precisamente, uno de estos grupos en busca de piedras, en lo que parecía uno de esos campamentos furtivos, encontró el cuerpo de Piero Vernaccia. Os adelantaré que tanto su cabeza como parte del cuerpo estaban completamente carbonizados y habría sido difícil identificarle de no haber quedado intacto algo de su vestimenta. Eso sirvió para el reconocimiento por parte de sus socios florentinos. Para asesinarle sin problemas lo debieron de inmovilizar primero. Necesariamente tuvieron que intervenir varios hombres que le colocaron sobre el pecho y el vientre una losa de gran peso y tamaño. Según dicen los canteros, esa roca en sí no era suficiente para acabar con la vida de un hombre de forma inmediata, salvo que le cayera de golpe, claro. Colocada cuidadosamente, como parece ser el caso, le inmovilizaría consiguiendo asfixiarle lentamente. Uno de estos canteros afirma haber visto agonizar durante casi toda una tarde a un desdichado que, en un accidente en la cantera, quedó bajo varios bloques de granito que no hubo forma humana de retirar. Respecto a Piero Vernaccia, este peso, con toda probabilidad, le impediría gritar pidiendo socorro. Los brazos se los dejaron libres, como una parte más de su diabólico plan. Y después —Battifolle torció aún más el gesto, magnificando así su horror y repugnancia—, lo que hicieron fue quemarlo vivo. Parece que le fueron arrojando sobre la cara trapos ardiendo impregnados en aceite; quizás incluso el mismo aceite en llamas, a chorros. El desgraciado Piero debió de intentar quitárselo con sus propias manos, según le iba cayendo. Se achicharró las manos mientras que tuvo fuerzas. Al final, le acabaron cubriendo con todo este material ardiente. Una muerte horrible, sin duda… Un terrible castigo para cualquier pecado que hubiera podido cometer —recalcó el conde, mirando intencionadamente a Dante, mientras deslizaba esta última sentencia.

El poeta no replicó. En este momento, ni siquiera se sentía físicamente en aquel lugar iluminado por las gruesas velas del vicario de Roberto en Florencia. Su desfallecimiento era casi completo, sentía como si las fuerzas le hubieran abandonado hacía una eternidad. El conde, con tono pausado, se dispuso a dirigirse ya sin rodeos a Dante.

—Sois un hombre inteligente, Dante Alighieri. Y estoy seguro de que lo habéis comprendido todo desde el primer momento… Querríais pensar que no es así y lo entiendo de veras, pero no hay duda, ni la más mínima, porque un detalle más lo confirma completamente. —Battifolle se detuvo un instante, sin duda para retomar la cuestión con más fuerza—. En los escenarios de todos y cada uno de esos cuatro crímenes había algo más que permitía relacionarlos entre sí sin ningún género de dudas: unos trozos de pergamino escritos con algunas palabras sueltas, distintas en cada caso, pero con una unidad incuestionable en su contenido. —El conde volvió a rebuscar entre sus documentos, para acabar leyendo lo que estaba escrito en uno de ellos—. «Cerbero, fiera cruel y aviesa, con sus tres fauces caninas ladra sobre la gente allí inmersa…». «Un tonel, cuya duela del fondo o medianera perdiera, no se vería hendido, como yo vi a uno, abierto desde el mentón hasta donde se ventea…». «Sin ningún reposo era la loca danza de las miserables manos, aquí y allí apartando de sí el fuego renovado…». —Battifolle dejó de nuevo la hoja sobre la mesa y, acodado sobre ella, clavó su mirada penetrante en las pupilas de Dante—. Os es familiar, ¿verdad?

—Son… —balbució Dante, estremecido, vapuleado por esta especie de pesadilla tan difícil de asumir.

—¡Son fragmentos de vuestro «Infierno»! —interrumpió bruscamente Battifolle—. Igual que los crímenes que os he descrito son imitaciones de las penas que en vuestra obra hacéis sufrir a los condenados. ¡Es vuestro «Infierno» en todo su esplendor trasladado a las calles de Florencia!