—NO creáis, sin embargo, ver en esta secta alguna esperanza para los que aún permanecéis en el exilio —continuó hablando Battifolle—. Muy al contrario, os puedo dar fe de que fueron especialmente contrarios a esa amnistía que vos rechazasteis. Y si estuvo marcada por condiciones que considerasteis tan denigrantes fue, precisamente, porque esa era la única forma de convencer a gente como ellos. De hecho, me temo que los primeros en sufrir las consecuencias de un triunfo completo de este grupo serían los que aceptaron dicha amnistía y ahora viven dentro de la ciudad.
—Podéis estar tranquilo —replicó Dante—. Ya os he dicho que nada espero ya de los florentinos, ni de los de dentro ni de los que permanecen fuera.
—Llegados a tal situación —retomó el conde su discurso como si no hubiera existido el inciso anterior—, este grupo, viéndose fuerte, alcanzó tal insolencia que decidió que era hora de demostrar a las claras su poder y con cuánta razón debían ser temidos por aquellos que se opusieran a sus caprichos. Y así, el Gobierno florentino, con la excusa de necesitar un ejecutor eficaz de las leyes ante los disturbios cada vez más numerosos, que provocan la propia secta que lo sustenta, creó el cargo de bargello[10], y lo dotó de amplísimos poderes sobre los ciudadanos. Y después nombraron a quien se ha mostrado como el instrumento más útil para sus propósitos: messer Lando de Gubbio.
El conde volvió a interrumpir su discurso como tratando de analizar en la expresión de Dante alguna reacción frente a ese nombre. No tardó mucho en retomar la palabra.
—No sé si habéis oído hablar del tal Lando…, pero os aseguro que si os lo han pintado como un tirano sanguinario y cruel, un despiadado expoliador, sin duda alguna se han quedado cortos. Nunca pudo haber nombramiento tan desafortunado para una ciudad en tan delicada situación, si lo que se buscaba era la concordia, claro; sin embargo, no es ese el caso de Florencia.
Battifolle volvió a levantarse con un gesto serio. Inició unos cortos paseos por el área iluminada de la estancia con el aire de un hombre sumamente preocupado.
—El pasado Calendimaggio, Lando tomó posesión de su cargo. Y no pudo haber forma más desgraciada de celebrar semejante fiesta.[11] Llegó a Florencia nada menos que con quinientos hombres armados hasta los dientes. Algunos de ellos vigilan día y noche al pie del palacio de los Priores con grandes hachas en las manos, que se han convertido en todo un símbolo de la severidad del bargello. Os aseguro que no son pocas las cabezas que han rodado por obra de esas mismas hachas. Lando no tiene límites en sus correrías, tanto en la ciudad como en el contado. Apresa a padres e hijos bajo acusaciones difíciles de sustentar; los condena a ser decapitados sin derecho a un juicio ordinario. En esta loca carrera por imponer el terror entre los ciudadanos ajenos a su partido, no ha dudado en eliminar incluso a algunos clérigos consagrados o a personas manifiestamente inocentes de cualquier delito, como ocurrió con un joven del linaje de los Falconieri, cuya injusta ejecución conmovió a todas las almas no contaminadas de esta ciudad. En su descarada corrupción ha llegado a acuñar una moneda falsa, una burda imitación de la prestigiosa moneda florentina: los bargellinos, como son conocidos por las gentes de Florencia, tan falsos como el alma de Judas, compuestos casi completamente de cobre con un poco de plata, algo que no justifica para nada su valor, que dobla lo que en realidad debería tener…
—¿Acaso queréis que os ayude a derribar el poder de dicho bargello? —preguntó Dante, que acompañó sus palabras con un gesto de irónica extrañeza.
—No —replicó el conde—. Eso no está tampoco en vuestra mano… Como os iba diciendo, eso sucedió en el mes de mayo. No llegó a mes y medio lo que el conde Novello pudo aguantar en Florencia desde este nombramiento, o lo que quiso soportar al no ser capaz de encontrar los medios para contrarrestar tanta oposición y verse, quizás, en peligro personal. No seré yo quien juzgue a mi antecesor, pero lo cierto es que muchos florentinos se sintieron angustiosamente desamparados ante su marcha. Algunos, sobre todo mercaderes y artesanos, gente honrada y laboriosa, desesperados y hartos de tanta arbitrariedad y tanto expolio, procuraron por todos los medios hacer llegar al rey Roberto sus quejas. Le suplicaron que no abandonara Florencia al capricho de su fortuna, que su indignación no le hiciera caer en la tentación de retirar su protección a la ciudad. Y fijaron su vista en mi persona. Por una razón o por otra depositaron en el conde Guido Simón de Battifolle sus esperanzas para salir de su inmenso atolladero. Me hicieron merecedor de una confianza ante los ojos del Rey que yo, desde el momento mismo en que acepté ser su vicario en Florencia, estoy dispuesto a honrar aunque agote todas mis fuerzas en el intento.
El conde detuvo sus interminables paseos situándose frente a Dante. Este tomó de nuevo la palabra, entre ansioso y sarcástico:
—Una postura que os honra. Pero sigo sin comprender hasta qué punto os es necesaria mi modesta ayuda.
—Pues pronto lo entenderéis —dijo Battifolle, reanudando al mismo tiempo sus paseos y sus explicaciones desde el punto en que ambos se habían detenido—. Mi llegada a Florencia fue en julio. Dadas las circunstancias no me esperaba un recibimiento demasiado caluroso. Muchos se mostraron hostiles, contrarios sin disimulo a mi presencia, que entorpecía todos sus planes. Habían confiado en que el rey Roberto daría por concluida su señoría en la ciudad y se encontraban con todo lo contrario: les enviaba un nuevo vicario para reafirmar su poder. Aun así, no osaron enfrentarse abiertamente a mi llegada. El respeto al poder del rey de Puglia les hacía perder bastante de su valentía, aunque no de su insolencia. Además, debo confesaros que consideré oportuno hacer ciertos alardes a mi llegada con un exagerado despliegue militar. No sólo traje conmigo un generoso contingente de mis propias fuerzas de Poppi, sino también un buen puñado de mercenarios catalanes proporcionados por el rey Roberto. Demasiado alarde para un vicario que llega a una ciudad aliada y amiga; sin embargo, era algo imprescindible cuando se trataba de asegurar la convivencia en una localidad que sólo de nombre mantiene esa alianza y amistad. Los demás, los favorables a mi persona y vicariato, pocas manifestaciones públicas pueden hacer. Están atemorizados, casi proscritos. Esa es su vida y la realidad de esta hermosa ciudad, vuestra noble hija de Roma…
El conde había llegado a la altura de su silla y volvió a tomar asiento desplomándose con pesadumbre. Reposó ambos brazos sobre la mesa, cabizbajo. La luz de las velas iluminó su frente ocultando entre sombras los rasgos de la cara.
—Pero aún hay algo más, ¿verdad?… —preguntó Dante con suavidad.
El conde levantó la cabeza permitiéndose una ligera sonrisa.
—Siempre hay algo más, Dante… Parece que en Florencia impera una ley misteriosa por la cual si algo puede empeorar no hay nada que se pueda hacer para que no suceda —bromeó el conde—. Con razón vuestros conciudadanos dicen que «si a alguien quieres hacer mal, envíalo a Florencia como oficial».
—Sí, ese es un antiguo y muy atinado refrán de nuestra tierra —contestó Dante, que deslizó también una sonrisa que quebraba un tanto la tensión generada en la conversación.
—Pero, como decís, sí que hay algo más… —volvió a hablar Battifolle—. Algo que agrava, y mucho, todo lo que os he relatado. Unos sucesos que se han producido en los últimos meses. Unos asesinatos que han soliviantado todavía más a la población de Florencia, enturbiando un clima ya tan enrarecido.
Battifolle miró fijamente a Dante y este supo inmediatamente, como si pudiera leerlo en cada una de las arrugas de su rostro contraído con crispación, que el conde había llegado a la parte esencial de su relato. Apenas pudo reprimir un escalofrío y sintió la ansiedad de percibir que, por fin, el vicario de Roberto alcanzaba el punto que le incumbía.
—Al poco de establecerme en Florencia —prosiguió el conde—, bien entrados en el mes de agosto, se produjo el primero de estos casos. Estas lluvias que parecen destinadas a anegarlo todo ya empezaban a descargar con violencia por entonces. Algún día, incluso, sufrimos inesperadas descargas de granizos, gordos como avellanas, que los más viejos identificaron como funestos presagios de estos sucesos que os estoy narrando. Una mañana, tras una de estas noches tormentosas y oscuras en las que nadie se atrevía apenas a salir de sus casas, apareció muerto Doffo Carnesecchi, un «popular» de cierto patrimonio, miembro del Arte de los Curtidores y Zapateros. Era uno de los valedores de mi presencia y de la señoría del rey Roberto en la ciudad. Sus restos… —titubeó el conde—, o lo que quedaba de él, estaban casi sumergidos, mezclados con el fango en uno de los enormes charcos que se habían formado en una callejuela del sestiere de Santa Croce. Es una de las zonas más usadas por los curtidores y tintoreros de la ciudad y no es extraño encontrar charcos de agua sucia y maloliente que proviene de los arroyos que utilizan para sus actividades. Vos conocéis mejor que yo vuestra ciudad y comprenderéis que resulta bastante peculiar la presencia de personas ajenas a estas labores en lugares tan insanos. En cualquier caso, allí es donde apareció Doffo. Su cuerpo presentaba un aspecto verdaderamente terrible.
Battifolle calló durante unos segundos y Dante volvió a sentir el escalofrío propio de alguien que va a escuchar algo desagradable.
—Creo que no es momento de entrar en demasiados detalles. Además, están escritos y los podéis consultar si así lo deseáis —continuó el conde—. Pero para que os hagáis una idea, el desafortunado Doffo Carnesecchi estaba desnudo y completamente desfigurado. Sus verdugos se habían empleado a fondo. Le dieron una terrible paliza y le ataron por el cuello con una soga a un gran clavo que fijaron en el suelo. Al descubrir su cadáver hubo que retirar a lanzazos a un grupo de perros callejeros que se dedicaban a darse un festín con los despojos. —El conde hizo un mohín de repugnancia antes de continuar hablando—. Sus asesinos fueron tan despiadados que, seguramente, procuraron que el desdichado Doffo fuera devorado vivo por aquellos animales diabólicos. Dios mío…, ¿quién puede hacer una cosa semejante sin tener el mínimo aprecio por el destino de su alma?
Dante sintió cómo palidecía visiblemente. La escena, que trataba de imaginar, le revolvía el estómago. Semejante crueldad le producía algo más que miedo; un terrible presentimiento que le generaba una agitación difícil de ocultar. Sólo acertó a murmurar:
—¿Gente del bargello…?
—No lo creo —replicó Battifolle con firmeza—. Más aún, estoy seguro de ello. No es su procedimiento habitual. Lando es un hombre cruel, pero siempre consigue procurarse algún motivo para revestir su crueldad de legalidad. Aunque sea con argumentos falsos y retorcidos, ha justificado cada una de las cabezas que ha hecho rodar. Además, estos no son acontecimientos que le favorezcan.
—Tal vez se les fue de las manos… Una tortura excesiva en algún interrogatorio policial… —dijo Dante con escasa fuerza y poco convencimiento, pero con la obstinación de quien trata de encontrar una explicación rápida que acalle sus temores.
—Me consta que más de una vez se les ha ido de las manos —replicó el conde con una media sonrisa—, pero cuando eso sucede, simplemente se ajusticia después a un cadáver. No, Doffo Carnesecchi ni siquiera había sido apresado por sus hombres. Permaneció en absoluta libertad para todos hasta que apareció su cadáver. Además… —continuó el vicario de Roberto—, otros acontecimientos posteriores nos hacen pensar que no ha sido obra suya…
Dante se quedó en silencio, paralizado, en una temerosa espera de más datos.
—El hallazgo, como podéis suponer —retomó Battifolle la conversación—, tuvo un inmenso eco en la ciudad. Los partidarios del Rey, además de soportar la arbitrariedad de los gobernantes y la violencia injusta de un bargello corrupto, veían que la mano del mismo diablo venía a castigarlos en la persona de uno de sus miembros. Alguien que nunca había destacado por hacer mal a sus semejantes. Terror, superstición, angustia, impotencia…, eso es lo que podíais respirar por las calles de Florencia; algo más denso que el propio aire. No fue localizado ningún responsable, pero tampoco pudo olvidarse, porque no habría de pasar mucho tiempo antes de que se repitieran tan malas noticias. En los primeros días de septiembre, nos volvimos a sobrecoger con un macabro hallazgo. O, mejor dicho, con dos, porque dos fueron esta vez los cadáveres que aparecieron. Con apenas un par de días de diferencia fueron asesinados dos destacados ciudadanos de Florencia y, de nuevo, la violencia extrema apareció…