Capítulo 13

LAS últimas palabras del conde provocaron en Dante un respingo. Siguió con su mirada los ojos del vicario de Roberto. Entre las sombras que luchaban por introducirse en el círculo de luz divisó una figura. Una presencia invisible hasta ese preciso momento. La sorpresa aún fue mayor cuando sus ojos dieron forma a aquella silueta. Entonces, pudo distinguir al joven caballero que había sido su guía y su carcelero durante el penoso viaje desde Verona. Su aspecto fatigado, que denotaba que tampoco había descansado, le hizo preguntarse cuál debía de ser su propia apariencia. Inconscientemente, se pasó la mano por la cara palpando la barba cerrada y dura y trató de figurarse cómo sería su imagen. Francesco, como por fin sabía que se llamaba aquel joven decidido y misterioso que le había traído hasta Florencia, no dijo ni una palabra. Ni siquiera hizo movimiento alguno. Permaneció en la sombra en la que debía de estar instalado desde antes de la llegada de Dante, atento a la conversación. El conde tampoco volvió a interpelarle ni trató de introducirle en el coloquio, algo que Dante agradeció íntimamente porque se encontraba cansado y no se creía capaz de soportar algún tipo de interrogatorio ante dos personas a la vez. El silencio fue interrumpido nuevamente por Battifolle.

—En cualquier caso, disculpad mi franqueza si en algo os ha resultado desagradable, porque no es mi intención ser descortés. —El rostro de Battifolle se distendió en una sonrisa mucho más conciliadora—. Ni para eso ni, por supuesto, para ejercer de verdugo es para lo que os he hecho venir hasta Florencia. Y me imagino que os preguntaréis por qué he demorado tanto esta aclaración…

—«Siempre aquello que se propone decir el que habla se debe reservar para después, porque lo último que se dice queda mejor en el ánimo del oyente…» —citó Dante, de memoria, algo que había escrito en su Convivio.[9]

— Efectivamente —prosiguió el conde—. Y porque, además, resulta algo, digamos…, delicado. Pero os ruego una vez más, Dante, que toméis asiento. Sé que necesitáis descansar y no es mi intención apartaros durante mucho tiempo de ese merecido reposo; no obstante, es importante que lo que os voy a contar quede profundamente grabado en vuestro ánimo, como vos mismo decís, y me sentiría mucho más cómodo si pudiéramos hablar de igual a igual.

Dante consideró las palabras de Battifolle. Tenía curiosidad por conocer los verdaderos móviles de su interlocutor y comprendió que, probablemente, la explicación que le esperaba resultaría larga. Entonces, tanteó hacia atrás hasta que sus brazos toparon con lo que parecía una recia silla de madera. Dejó caer despacio su cuerpo dolorido, que inmediatamente le dio muestras de agradecimiento. Comprobó que estaba dotada de respaldo y recostó la espalda consiguiendo relajar la tensión acumulada. Battifolle amplió su sonrisa. Percibía cierta disposición de Dante a ser más receptivo a sus argumentos.

—Como ya os he dicho —siguió hablando Battifolle con parsimonia, calculando las palabras—, el asunto es delicado. Y creo que, antes de poneros en antecedentes, tenéis derecho a conocer las causas de este inesperado viaje a Florencia. La razón es que… —titubeó el conde— deseo solicitar vuestra ayuda.

La frase, por lo inesperado, impactó tanto a Dante como si le acabaran de emplazar para el patíbulo. Se removió en su asiento y espetó al conde, entre exasperado y burlón:

—¿Decís que me habéis arrancado de mi refugio de Verona, arrastrado por media Italia entre lodo, sangre y miseria —comenzó Dante desviando la vista con intención hacia el lugar que sabía que ocupaba Francesco—, para traerme a mí, al más humilde de los florentinos errantes, a vuestro palacio con el único fin de solicitarme ayuda? ¿Ayuda para qué y para quién? ¿Para vos? ¿Para el poderoso rey Roberto?

—Para todos… —contestó Battifolle—. Pero, sobre todo, para Florencia.

—¿Ayuda para Florencia? —respondió Dante con la misma elocuencia—. Mis atentos conciudadanos llevan años persiguiéndome a mí y a mi familia con saña. Han expoliado mis bienes entregándose a la más abyecta de las rapiñas. Son incapaces de proporcionarme un retorno medianamente honroso a la ciudad que me vio nacer y de la que ya nada espero, salvo que acoja mis restos. Y ahora, ¿me han hecho venir a escondidas a Florencia para que les preste algún tipo de ayuda?

—No es exactamente así —puntualizó el conde—. A decir verdad, muy pocas personas sabemos de vuestra presencia en la ciudad. Y nadie más debe enterarse. Por vuestra seguridad y por el éxito de la misión. Lo más probable, incluso, es que la mayor parte de los florentinos nunca lleguen siquiera a ser conscientes de vuestra ayuda.

—¿Misión? —requirió Dante, para arrellanarse después en su asiento mutando a una desesperanzada resignación—. Os burláis de mí…

—No se trata de ninguna burla —intervino el vicario—. Si me dejáis que os lo explique, pronto lo comprenderéis.

Dante, aplastado en su silla, parecía irremediablemente vencido. Con sorna replicó:

—El tiempo es vuestro. Podéis disponer de él a vuestro antojo. Por mi parte, no parece que tenga sitio mejor al que ir.

El conde volvió a mostrar su mejor sonrisa tratando de no desanudar esa atmósfera de cordialidad y complicidad que trataba de entretejer con su oponente. Con la misma meditada cautela prosiguió con su explicación.

—Bien… Ya conocéis cómo, hace tres años, cuando Florencia llegó a sentir verdadero temor de las posibilidades del Emperador, las partes más influyentes de esta ciudad solicitaron la protección del rey Roberto. Le concedieron la señoría de la ciudad durante cinco años. La situación supone cierto vasallaje de la ciudad a Puglia. Pero no hay que olvidar que para el propio Roberto implica cumplir una serie de obligaciones y compromisos que muchas veces resultan difíciles de ejecutar, sobre todo si tenemos en cuenta el natural carácter sectario de los florentinos.

En vuestras propias carnes habéis comprobado cómo las disputas internas de vuestros compatriotas tienen poco que envidiar en su violencia a las acciones de los enemigos de fuera.

Dante salpicó con una mueca de irónica conformidad el monólogo del vicario.

—Roberto aceptó la solicitud en mayo del año de nuestro Señor de 1313 —continuó Battifolle—. Ya había hecho lo mismo con otras ciudades de la Toscana, como Lucca, Prato o Pistoia. Y podéis creer que la mayoría opina que esta señoría fue la salvación de Florencia en un momento de feroces divisiones internas, porque, seguramente, los ciudadanos se hubieran destrozado entre sí y habrían vuelto a las andadas expulsando media ciudad a la otra media. Entonces, como muestra del nuevo poder del Rey, se determinó que le representaría un vicario que se cambiaría cada seis meses. Pues bien, ya el primer vicario, que llegó a Florencia en junio, messer Iacomo de Cantelmo, se llevó la desagradable sorpresa de ver cómo muchos le cuestionaban, cuando no rechazaban abiertamente, y estaban dispuestos a hacerle la vida imposible. El primer vicario. ¡Apenas un mes después de pedir ayuda para mantener la unidad de la ciudad, las disputas internas se volvían contra su mismo protector!

Battifolle miró fijamente a Dante, con los ojos muy abiertos, dibujando un gesto de incredulidad. Este no respondió nada a pesar de cierta irritación interna que comenzaba a sentir ante los accesos de teatralidad del conde.

—Es verdad que ha habido momentos más dulces en las relaciones —siguió hablando el vicario—. Cuando vuestro antiguo aliado Uguccione della Faggiola consiguió conquistar Lucca, los florentinos olvidaron temporalmente sus rencillas y reclamaron a Roberto un capitán de guerra para dirigir sus ejércitos. Entonces, llegó a Florencia messer Piero, acompañado de trescientos caballeros, y recibió un gran apoyo, casi completo. Muchos piensan que el hermano menor de Roberto se hizo enseguida merecedor de ello y dicen que si hubiera tenido más vida por delante los florentinos incluso le hubieran nombrado señor vitalicio. Claro que, en Florencia, ni las vidas ni los cargos son lo suficientemente largos como para que vitalicio signifique mucho tiempo.

La sonrisa abierta del conde se convirtió en una carcajada leve que resonó en los rincones oscuros de la estancia. Dante evitó acompañar el gesto de Battifolle con alguna conformidad explícita, aun coincidiendo en su fuero interno con palabras que caracterizaban tan bien la política florentina. Por contra, el poeta se revolvió impaciente en su escaño. Todos esos datos no le eran desconocidos, ya que, aunque a distancia prudencial, Dante no había dejado de interesarse por los acontecimientos de su tierra natal. Lo que no era capaz de atisbar era en qué medida su ayuda podía ser útil al vicario del rey Roberto.

—No hubo demasiado tiempo para comprobarlo —dijo Battifolle prosiguiendo su soliloquio—, pues Piero murió en Montecatini. ¡Que sus restos descansen en paz donde quiera que estén! —El conde emitió un suspiro hondo antes de seguir hablando—. Por lo demás, a pesar de ser esa una fecha maldita para Florencia, no fue tan decisiva la derrota como vuestros aliados hubieran deseado…

Dante interrumpió súbitamente.

—Me sorprende que conociendo tantas cosas de mí no sepáis de mi disposición, hecha pública hace ya bastante tiempo, a formar partido por mí mismo. Y no comprendo, pues, vuestra insistencia en atribuirme alianzas que no son tales.

—Disculpad entonces mi error —dijo Battifolle, volviendo a recurrir a su mejor sonrisa—. Conociendo vuestra trayectoria se me hace muy difícil pensar en un Dante Alighieri alejado de la arena política. —El conde guardó silencio por un instante y bajó los ojos hacia la mesa que se extendía frente a él. Parecía querer encontrar sobre su superficie desordenada el hilo del argumento que estaba desarrollando. Alzó la mirada hacia Dante para seguir hablando—. Decía que los florentinos no se dejaron acobardar por este contratiempo y volvieron los ojos hacia su señor y protector, el rey Roberto. Este, aún impactado por la pérdida de su querido hermano, les envió sin demora al conde Novello, con la idea de que permaneciera aquí durante al menos un año. Pero no se repitió el recibimiento de Piero ni mucho menos. Es evidente que el conde no era igual que el hermano del Rey y quizá su comportamiento no era tampoco el que deseaban muchos florentinos. O quizá sea connatural a los florentinos que les irrite cualquier tipo de gobierno y siempre encuentren oportunidad de dividirse y luchar entre sí. No lo sé. Seguramente vos estáis más capacitado que yo para responder a eso.

»El caso es que, de una manera cada vez más visible, la ciudad se fue dividiendo en amigos y enemigos del Rey. No habría sido nada excepcionalmente grave si solamente se hubiera tratado de una cuestión de opinión contraria o incluso de un malestar que provocara pequeños disturbios. Pero lo verdaderamente grave es que, frente a quienes deseaban cumplir lo pactado con el rey Roberto, se alzaron importantes sectores dentro de los mismos güelfos cuya intención era revocar la señoría concedida y alzarse con un poder absoluto en la ciudad. Con cartas secretas, embajadores y todo tipo de artimañas trataron de hacer llegar desde Alemania, o incluso desde Francia, jefes militares y tropas para expulsar al conde Novello y todo lo que representara algún vestigio de la señoría del Rey en Florencia. Quiso Dios que no lo consiguieran, pero eso no quiere decir que los ánimos llegaran a calmarse y el cisma interno cada vez llegó a ser más profundo. Lo peor estaba por llegar. La oposición a la señoría del Rey cuenta con influyentes líderes. Simone della Tosa es la cabeza visible de un importante grupo de «grandes». Y, de su parte, los Magalotti arrastran importantes elementos populares. Con una indiscutible habilidad este partido ha conseguido hacerse con las riendas del gobierno de Florencia. Los seis priores, el gonfalonero de Justicia, los gonfaloneros de las Artes… Todos son de aquel partido. Todos ellos actúan por y para sus intereses.

Battifolle volvió a refugiarse en el silencio escrutando con atención el rostro de Dante. Este, a su vez, observaba con no menos interés el juego de sombras que se desarrollaba en la faz del conde. Los esfuerzos de Battifolle por captar al máximo el interés del afamado poeta florentino estaban surtiendo efecto. Dante empezaba a sentirse atrapado en la telaraña de expectación que con tanto afán tejía el vicario de Roberto. Sentía una creciente curiosidad por conocer el desenlace de aquella interminable argumentación.