DANTE sabía de la controvertida doble elección proclamada tras la muerte de Enrique VII. Tanto Luis de Baviera como Federico de Habsburgo pretendieron sacar adelante sus pretensiones enzarzándose en una violenta guerra civil. El recién nombrado Pontífice, un francés que había sido obispo de Aviñón y que consolidaría la Santa Sede a orillas del Ródano, no perdió el tiempo para aplicar su estrategia de debilitar a cualquier emperador. Declaró la nulidad de las elecciones y la vacante del Sacro Imperio, abriendo nuevas posibilidades de dominación a los angevinos del sur peninsular. Era muy cierto que si en alguien podía residir la capacidad aglutinadora del Imperio en Italia, sólo era en los Anjou.
—Roberto, vicario imperial… —prosiguió inclemente el conde sin perder de vista a Dante—, rey de Puglia, conde de Provenza y Piamonte, duque de Anjou y de Calabria, señor y protector de Florencia…, sin olvidar sus más que apreciables posibilidades de recuperar a los aragoneses el trono de Sicilia. ¿Precisáis una nueva aventura?
Dante sentía un vértigo familiar. La política italiana siempre le había parecido como un inmenso ajedrez, un enorme y confuso tablero con sus piezas siempre dispuestas al albur de los acontecimientos. Recordaba su años de infancia, cuando acudía entre un tropel de chicos y grandes frente al palacio del Podestà a contemplar las portentosas exhibiciones del ajedrecista Buccecchia, un árabe que paseaba sus habilidades a cambio de un buen beneficio. Evocaba con admiración su capacidad para jugar «a memoria» sin tener delante el tablero y esas partidas múltiples en las que el sarraceno se enfrentaba simultáneamente a varios rivales alcanzando casi siempre la victoria. Distintas partidas, distintas piezas y distintas estrategias bajo la mano de un mismo hombre que determinaba su desarrollo. A lo largo de su vida, Dante había tenido ocasión de sentirse como uno de esos peones impotentes sacudidos por los avatares del juego: en el ahogo del sudor, la sangre y el miedo de la guerra; en la agitación política y social de la paz. Piezas blancas y negras…, güelfos y gibelinos, güelfos blancos y negros… en primera línea, cubriendo las posiciones de un papa, un emperador, un rey…
—No ignoro que para vos —continuó hablando con dureza el conde, cuyo rostro, tallado en los claroscuros formados por las velas, se hizo pétreo— los angevinos son el centro mismo de vuestro odio. Y sé que es difícil persuadir a alguien como Dante Alighieri, un hombre de unas convicciones tan sólidas que le hacen preferir un exilio sin retorno a considerar las posibles virtudes de los que considera enemigos irreconciliables. Sin embargo, aunque sólo sea por mi honor comprometido ante vuestra opinión por la posición que ahora represento, debo recordaros que si Roberto es señor y protector de Florencia es porque acudió a una petición de ayuda por parte de esta ciudad, que temía su destrucción por los alemanes. ¿No es acaso más importante la pervivencia de la patria que sus ciudadanos?
Por supuesto que Dante estaba de acuerdo con esa premisa, pero no podía estar más radicalmente en desacuerdo con la utilización que de ella hacía Battifolle. No dijo nada, porque el gesto del conde dejaba poco margen a la discrepancia.
—También Roberto ha perdido mucho en estas guerras de las que vos mismo dudáis que sean verdaderamente suyas —continuó con el rostro aún más serio y duro, como una roca—. Apenas ha pasado un año del desastre de Montecatini, donde el Rey perdió a su sobrino Cario y a su hermano Piero, del que ni siquiera le quedó el consuelo de recuperar su cuerpo para proporcionarle sagrada sepultura. Os aseguro que la muerte de su hermano menor y más querido ha marcado con un intenso dolor el alma de Roberto.
Montecatini había sido el último episodio sangriento en la turbulenta historia de los belicosos florentinos, obstinados en procurarse siempre enemigos con los que ensangrentar sus estandartes. Esta vez, el gran rival había sido Uguccione della Faggiola, ex caudillo militar de Enrique VII, que se había hecho con el dominio de Pisa y Lucca. Una dolorosa derrota en la que pocas familias habían podido evitar llorar a algún pariente. Era cierto que, tanto Cario, hijo de Felipe, príncipe de Tarento y hermano de Roberto, como su otro hermano, Piero, habían caído en combate, sin que se pudiera recuperar el cadáver de este último. Políticamente, sin embargo, la contienda no había tenido grandes consecuencias para los florentinos.
—Por otra parte —prosiguió incansable el conde—, vos, que sois hombre de letras, tenéis que reconocer la importancia que para el mundo de las artes está adquiriendo la corte de Nápoles. En muchos lugares ya se empieza a conocer a Roberto con el sobrenombre de «el Sabio». Él mismo escribe sus discursos, e incluso es autor de algunos tratados sobre materia divina.
Dante pintó en su rostro una sonrisa leve. Roberto había intentado hacer de su corte napolitana un foco intelectual que brillara con luz propia dentro del mundo cultural italiano. Incluso había tanteado a importantes hombres de letras, pintores y escultores, y sabía que, incluso, su buen amigo Giotto había recibido insistentes proposiciones del soberano napolitano; sin embargo, sus sueños de esplendor y sus desesperados intentos por entrar en la vida intelectual de la época a través sus propias composiciones literarias no habían tenido mucho éxito. Dante, sin ninguna piedad, había calificado a Roberto como el «rey de los sermones» y se había burlado abiertamente de sus tratados teológicos aburridos y de esas prédicas públicas insulsas desarrolladas para captar el aplauso de sus cortesanos. Además, la piedad desmedida del monarca le había mostrado como un mojigato atrapado bajo la influencia de la Iglesia en su política pública y sus enemigos se dedicaban con saña a escarnecer esos aspectos de su personalidad. A pesar de todo, ningún observador imparcial —algo que no podía ser Dante en tales circunstancias— podía negar al rey de Nápoles el esfuerzo por hacer al menos un tipo de justicia que le separaba de la arbitrariedad de tantos tiranos como gobernaban la Italia de su tiempo.
Battifolle permaneció mudo y observando fijamente a un interlocutor que parecía extraviado. Finalmente, se volvió sobre sus pasos y se dejó caer pesadamente sobre su silla con un ademán entre resignado y desesperanzado.
—Decidme —volvió a hablar casi con desgana—, ¿es que nunca habrá nadie en esta ciudad vuestra que sea capaz de reconocer públicamente lo justificados que pueden estar los medios que se utilicen cuando se trata de alcanzar los fines deseados?
—Probablemente… —repuso Dante vagamente—. Sólo hará falta que alguien ponga por escrito lo que ya están practicando mis compatriotas desde hace mucho tiempo para beneficio propio.
El conde, sin abandonar su posición tras la mesa, giró la cabeza hacia su derecha y dirigió la vista a las profundidades de la estancia.
—¿Ves, Francesco? —dijo, y miró, para sorpresa de Dante, a esas profundidades en tinieblas—. Tal y como te dije. Nuestro admirado Dante Alighieri es un hombre sumamente inteligente y perspicaz, pero me temo que, a la vez, un tanto tozudo y dominado por un carácter pasional que le hace llegar a conclusiones precipitadas.